Adiós a las armas. Ernest Hemingway

Adiós a las armas. Ernest HemingwayAdiós a las armas. Ernest Hemingway

Sólo puede vivirse la vida intensamente cuando se ha comprendido desde joven las reglas básicas: se muere, no se sabe nada, nunca se llega a tiempo para saber, te empujan al juego, te enseñan cuatro cosas y, a la primera falta, te matan, o te matan sin motivo, o uno mismo se busca el motivo, pero siempre acaban matándote o terminas muriendo. Con esto hay que contar: un poco de paciencia y llegará tu turno.

Ernerst Hemingway (1899-1961) se bebió la vida a grandes sorbos hasta que le llegó la hora de beberse las heces de su propio veneno, pero mientras tanto fue escribiendo y exponiendo a lo demás su particular punto de vista de hombre audaz que no se quiso perder nada de lo que sucedía en el mundo aunque el mundo sólo le sirviera de sugestivo telón de fondo para su obra.

Cuando se lee una novela como Adiós a las armas (1929) uno se percata de que la película la cuentas tal como te va, y si eres un tanto egocéntrico la mejor manera de disimular es mostrándote excéntrico, que es justo lo contrario. Siempre he tenido la impresión de que Hemingway jugó toda su vida a “pasar por ahí” en cuanto sarao o jaleo se presentaba, tomando como modelo al americano inquieto que tan bien representó Jack London: si quieres contar una mentira, haz como si la hubieras vivido de verdad.

Adiós a las armas es una novela autobiográfica que se desarrolla en la Primera Guerra Mundial y que se localiza en un lugar muy determinado, el frente italiano, uno de los más terribles aunque olvidados de la guerra. El interés de esta obra no está en su descripción de los hechos que acaecieron a aquellos soldados italianos, perdidos en las montañas tras un enemigo austríaco que tenía tan pocas ganas de lucha como ellos. Más bien ocurre todo lo contrario: el gran atractivo de esta novela es que si habla de la guerra es porque ocurría allí donde Ernest Hemingway estaba, como podría haber estado en cualquier otro lado. Esa visión absolutamente parcial, subjetiva y displicente es única en lo que a la literatura de guerra se refiere. Vemos cómo se vive la guerra sin vivir dentro de ella, como si la miráramos por un agujero hecho en la pared, o peor aún: como si nos la contara alguien que ni siquiera recuerda el nombre del fusil de combate.

Para situarnos diremos que trata la historia de un joven conductor de ambulancias norteamericano que se alista voluntario y que apenas llega al frente es herido gravemente en las piernas. En su larga convalecencia en el hospital conocerá a una enfermera inglesa un tanto posesiva, Catherine Barkley, la cual se enamora de él hasta que consigue que él se enamore de ella. Al contrario de lo que suele decirse de esta novela, no se trata de un relato crudo ni realista de la guerra, entre otras cosas porque la lucha sale explícitamente en muy escasas páginas y siempre de una forma indirecta y poco sugerente. Tengan por seguro que si Hemingway hubiera visto algo real y dramático de la guerra, lo hubiera contado, pero eso no llegó a ocurrir.

¿Dónde reside, pues, el valor de esta novela? En su capacidad para transmitir de forma natural y emocionante los hechos (que no las impresiones) que se viven en los alrededores del campo de batalla, esa parte de las guerras que no aparece en los libros de historia, sin gloria ni nombres ni valentía. El propio escritor inventa el episodio en el que resulta gravemente herido su alter ego protagonista como si se tratara de algo circunstancial, casual, sin importancia: sucede mientras se come tranquilamente un plato de pasta y queso en un refugio, que queda destrozado por efecto de un obús. En la realidad no fue así, pero tampoco tuvo nada de heroico.

Lo que sí consigue mostrar Hemingway es esa otra existencia de los hombres y mujeres que se dedicaron, exponiendo sus propias vidas, a reparar los daños de la guerra: camilleros, conductores de ambulancia, médicos, enfermeras, cocineros… y los que sufrieron los movimientos de las tropas y las estrategias de los mandos: el pueblo llano, las familias recorriendo caminos en largas hileras hacia un destino desconocido con los pocos enseres que cabían en un carro o sobre sus propias espaldas.

A esto hay que añadir otro aspecto no menos importante aunque poco conocido que expone esta obra: la obligatoria sumisión a la formalidad de la guerra, a su burocracia interna y sus ridículos reglamentos: cuando el protagonista ya se ha hartado de estar en mitad de la lucha (más bien pronto), en la que ha entrado voluntariamente, se da cuenta de que no puede salir de la guerra sin ser acusado de traidor y pagar por ello con una muerte sumaria delante de un pelotón de fusilamiento.

Cierto es que nuestro protagonista fue al frente con un cierto espíritu aventurero y relajado, que no oculta, pero al fin y al cabo fue a ayudar aunque bien pronto se lo impidieran las circunstancias en forma de metralla. Pero nada de eso es tenido en cuenta en la ilógica de la guerra: si estás con nosotros, estás con nosotros hasta el final, y antes de que puedas abandonarnos, te matamos. En la guerra no hay alternativa: o estás o no estás, pero no existe más voluntad que la que tuviste en un momento loco de tu vida queriendo participar en una locura: quien entra en la guerra, es prisionero de la guerra.

A esa impresión de marcialidad colabora mucho el estilo de Hemingway, sobrio, de frases cortas, fieramente descriptivo, conciso, sin adornos. Cuenta lo que quiere contar y nada más. Eso hace que la novela se lea con una facilidad inhabitual en este tipo de relatos que parecen requerir un mayor calado ideológico o digresivo. Incluso la historia de amor que atraviesa la novela de principio a fin (y que termina siendo el tema principal) está narrada con un desapego y una presunta objetividad que resulta chocante, apoyada en rápidos diálogos y una fuerte carencia de matices dulces o románticos.

Resulta muy esclarecedor leer una novela como Adiós a las armas porque ofrece esa visión inédita del escritor que cuenta la guerra según le ha ido, no según ha sido, quizá porque Hemingway comprendió desde siempre que las reglas del juego ya están marcadas desde que nacemos y lo único que podemos hacer es contar cómo nos va mientras sobrevivimos en nuestro pequeño pero único mundo, que no es poco.

Adiós a las armas. Ernest Hemingway. Lumen.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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