Chevengur. Andréi Platónov: La tierra olvidada

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Las revoluciones requieren de la masa, de la colectividad. Cuando descienden al hombre sencillo, a las personas tomadas como individuos, se convierten en una quimera, en una esperanza sin asidero. Alexandr Dvánov, el protagonista de Chevengur (1927) escucha un día que el socialismo se ha instaurado en las tierras rusas, y con la ilusión de un hombre ingenuo, sin conocer nada de la doctrina revolucionaria, emprende un viaje proclamando las nuevas ideas o tratando de encontrarlas. La gran virtud de esta extraordinaria novela es que su autor, Andréi Platónov (1899-1951) no nos cuenta el advenimiento de la revolución desde la dura y obligada perspectiva socialista a la que estaban condenados los escritores de su tierra, sino que lo hace con un delicioso aire de leyenda, como si nos estuviera contando un extraño cuento de hadas. El mismo Platónov, creyente de las ideas de Lenin, fue condenado al ostracismo en su propio país, sufrió la desgracia de ver morir a su hijo por orden de Stalin y nunca vio su gran obra publicada en vida. Para Platónov, la belleza, la poesía, sólo pudo verla hecha realidad a través de la escritura.

Chevengur es una novela rara, muy diferente a cualquier otra que podamos encontrar, de modo que su lectura no es fácil. La mente debe acomodarse a un ritmo y a una visión que muchas veces entronca con el surrealismo debido a los personajes que pueblan sus páginas. Porque los personajes de Chevengur son ingenuos, inocentes, primarios, fronterizos. Los diálogos se llenan de frases cortas sin apenas sentido, o con un sentido muy remoto, como empañado por un cristal. Sus mentes no van más allá de lo que supone la supervivencia de su cuerpo, porque todos, sin excepción, son extraordinariamente pobres, no tienen apenas alimentos que comer, un sitio donde dormir o una esperanza en la que descansar. Apenas hay familias, y las que existen sobreviven como animales. La hambruna y la miseria asoma en todo su esplendor por la estepa rusa, abandonada por el poder zarista que está terminando sus días. Aparecerá entonces el socialismo como remedio para tanta penuria, pero el problema será la forma de aplicar esas ideas que sólo parecen haber sido pensadas para las masas.

El delegado no se amilanó lo más mínimo:
-Tenemos muchas ideas, pero no tenemos pan.
Dvánov lo atrapó:
-Pero no falta matarratas en tierras arrebatadas a los terratenientes.
El delegado se ofendió enormemente:
-¡No hables sin saber, camarada! Ayer firmé un decreto oficial: hoy se dirá una misa en la aldea para celebrar nuestra liberación del zarismo. He dado al pueblo veinticuatro horas de asueto para que hagan lo que les dé la gana: yo ando por aquí y la revolución descansa…¿Te enteras?
-¿Y quién te ha dado a ti ese poder despótico
-¡Aquí yo soy como Lenin! –replicó el cojo para explicar una evidencia.

La novela puede resumirse como el viaje hacia la nada de Sasha Dvánov, huérfano de las regiones más afectadas por la prolongada sequía de los años veinte en Rusia, quien pone las ideas revolucionarias bajo su corazón para descubrir e instaurar el socialismo allá a donde vaya. En su periplo, descrito a la usanza de la literatura medieval, se encontrará con Kopionkin, una especie de cruce entre don Quijote y Sancho Panza, rústico revolucionario, ignorante y feroz, armado con una espada, que va en pos de la tumba de Rosa Luxemburgo sin saber dónde queda, confiado en la orientación de su maltrecho caballo que ha bautizado Fuerza Proletaria. Kopionkin representa la parte más onírica del relato, que lo emparenta con las novelas de caballerías. En el interior de su gorra lleva cosida la imagen de Rosa Luxemburgo, a ella se encomienda, no por sus ideas, sino por su muerte, que no soporta y que para él representa el colmo de la aspiración revolucionaria.

Cada mañana Kopionkin ordenaba a su caballo que se dirigiera a la tumba de Rosa; el caballo se había habituado tanto a la palabra “Rosa” que equivalía para él al grito de “arre”. Tan pronto el sonar de ese “Rosa” llegaba a los oídos del caballo, ése se ponía a patear estuviera donde estuviera: pantanos, espesos bosques o abismos de los montículos de nieve.

Unidos Dvánov y Kopionkin, llegarán a Chevengur, un pueblo perdido en la estepa, después de haber pasado una serie de aventuras inverosímiles y poéticas. Y en Chevengur se encontrarán a un puñado de chiflados, absolutamente excéntricos, que están convencidos de que el comunismo ha llegado de pleno a su pueblo, sin que hayan hecho nada por instaurarlo, como si el comunismo pudiera comunicarse a través del aire, como si viviera en el ambiente.

Ignati Moshónkov, delegado del comité revolucionario de la comarca, decretaba: cambiar de nombre a partir de la medianoche de ese mismo día y para siempre, así como, a partir de ese mismo instante, proponer a todos los ciudadanos que revisasen sus apodos –para ver si estaban contentos con ellos- habida cuenta de la necesidad de asemejarse a la persona cuyo nombre se había elegido. Fiódor Dostoievski había lanzado aquella campaña a fin de impulsar el autoperfeccionemiento de los ciudadanos (…) Eso condujo a que dos ciudadanos se registraran con nombres distintos: Stepán Checher pasó a ser Cristóbal Colón, y el pocero Piotr Grudin adoptó el nombre de Franz Mehring, para la gente Mierin [caballo castrado] sin más.

En Chevengur aparecerá el otro protagonista de la historia, Chepurni, un hombre primario de ideas criminales y entrañables, posiblemente analfabeto, que se autodesigna el gran vigilante del Soviet y sin cuya intercesión, piensa, la gente de Chevengur no sabría vivir plenamente el comunismo. Él será el encargado de dar muerte a todos los burgueses de Chevengur y de expulsar a los semiburgueses, de modo que al final sólo quedarán ocho desgraciados a cargo del pueblo, convencidos de que el comunismo significa no trabajar y que el sol, con su fuerza poderosa, es el único proveedor del alimento y de la felicidad de la gente.

Chepurni tomó en sus manos la obra de Karl Marx y acarició las páginas de letra impresa.
-¡Mira que ha escrito este hombre! –dijo con pena Chepurni-. Y nosotros lo hemos hecho todo antes de leer nada. ¡Más le valdría no haber escrito!.
Para que la lectura del libro no se hubiera hecho en vano, Chepurni dejó escrita una huella en él a través del título: “Ejecutado en Chevengur, incluida la evacuación de la clase de los canallas residuales. A Marx no le dio la cabeza para hablar de ellos, pero representan un peligro inevitable en el porvenir. Sin embargo, nosotros hemos tomado nuestras medidas». Después, Chepurni colocó cuidadosamente el libro sobre el alféizar, sintiendo con satisfacción que se tratara de asunto ya liquidado.

En Chevengur las situaciones se viven como en un sueño: la propia instauración de la igualdad entre las personas es un sueño primitivo que debe nacer como nacieron las primeras comunidades cristianas, sin una regla que seguir, sin un ideario al que atenerse: lo importante es la igualdad y la fraternidad, sin que esa aspiración suponga una lógica mental. De esta manera nos iremos internando en este mundo onírico que toma como excusa el socialismo para construir imágenes bellísimas y un universo metafórico que prescinde casi absolutamente de la inteligencia.

¿Pensaba Platónov que el comunismo era inviable entre las gentes sencillas? Desde luego, su novela se aleja de cualquier imagen ideal de la Revolución y nos adentra en un universo cruento y atroz, lejano de las proclamas y de las grandes palabras, construido con una humildad casi exasperante, donde la soledad y el abandono campan a sus anchas entre los pobres rusos que tratan de acomodarse a las nuevas ideas. Chevengur es la imagen de la antiutopía, de la negación del futuro y de las ilusiones, del encuentro con la esencia primordial del hombre, con sus meras necesidades primarias. Quizás haya que leer Chevengur para concluir que la utopía comunista era tan improbable como la utopía capitalista, una pura quimera, nada.

Chevengur. Andréi Platónov. Cátedra.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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