Cuadernos de notas. Henry James: Crónica de una pasión

La tramoya de la creación es un asunto que pocos escritores quieren desvelar, tal vez con lógica, puesto que lo que importa es el texto publicado y sometido a juicio de los lectores. También es cierto que la inmensa mayoría de los libros que ven la luz no tienen la menor trascendencia y que solo unos pocos autores elegidos –muy pocos- merecen la atención de la posteridad. Aún son menos los que reciben en vida la recompensa del reconocimiento público a pesar de creer íntimamente en su propia valía. Este fue el caso de Henry James, un caso curioso, puesto que parece que quiso dejar adrede a sus futuros lectores –sus coetáneos no lo leían- una suerte de rastro evidente de su proceso creativo. Sus Cuadernos de notas (1878-1911) son una espectacular muestra de cómo una pequeña idea germinal se transforma en una obra acabada.

Sobre estos Cuadernos merece la pena hacer un par de puntualizaciones: la primera, es la razón de su propia subsistencia. En 1910, y en plena crisis depresiva, Henry James hizo una pira en el jardín trasero de su casa con todos los papeles personales que tuvieran relación con su vida anterior: hablamos sobre todo de miles de cartas que, creía él, impediría conocer su vida privada (en este sentido se equivocó ya que no pudo deshacerse precisamente de las más interesantes, las cartas que él escribió –en manos de sus destinatarios-, que superan las diez mil). Sin embargo, no quemó estos Cuadernos.

Si a esto le sumamos el esfuerzo supremo que había realizado pocos años antes en sus Prefacios a la Edición de Nueva York para recordar con pelos y señales el origen de cada uno de los textos allí seleccionados, nos hace sospechar que guardaba el íntimo deseo de que se conocieran los más pequeños pormenores de su producción literaria.

La otra consideración que cabe resaltar es la magnitud de la información contenida en los Cuadernos: de los 135 textos publicados por James, entre cuentos y novelas, 85 tienen su idea originaria reflejada en estas páginas, y en algunos casos no son meros apuntes o recordatorios, sino desarrollos completos, como es el caso de las 10.000 palabras que dedicó a Los despojos de Poynton o las muchas entradas que fueron dando forma con el tiempo a Lo que Maisie sabía, en las que podemos observar los balbuceos, los callejones sin salida, las idas y venidas de un argumento cuyo poder de sugestión creía James que no solo estaba en la historia en sí misma, sino en su forma de escribirla.

Para los que piensan que las narraciones de Henry James pecan de artificiosas, estos Cuadernos guardan una sorpresa: la mayoría de las ideas las obtuvo el escritor de hechos reales contados de boca de amigos, compañeras de mesa e invitados que fue encontrando en su profusa vida social. Frases como “Anoche Mrs. Kemble me contó la historia del compromiso de su hermano H. con Miss T.” o “Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna” son el insospechado germen de textos tan conocidos como Washington Square u Otra vuelta de tuerca. En otros momentos nos sorprende que las primeras anotaciones sobre algunas novelas, como La copa dorada, fueran hechas 12 años antes de que comenzara su redacción definitiva.

En pocas ocasiones aparece un James íntimo, sus vivencias, sus gustos o sus recuerdos, pero cuando lo hace ofrecen la imagen de un hombre que se anima a sí mismo para alcanzar la maestría en su oficio. A veces tiene muy presente el camino que ha de tomar en su carrera; tal es el caso de su obsesión por el teatro, para el que pensaba estar especialmente dotado. Ya al principio de su brillante carrera como novelista, en 1881, comenzaba a atisbar la posibilidad de convertirse en dramaturgo:

Tras largos años de espera, de obstrucciones, me encuentro capaz de poner en marcha el más caro de mis proyectos —el de empezar a trabajar para la escena. Fue uno de los más tempranos —lo alenté desde el principio. Ninguno me ha proporcionado esperanzas más luminosas —ninguno me ha dado emociones más dulces. De todos modos es extraño que nunca haya hecho nada —y hasta cierto punto es ominoso. A veces me maravilla que el sueño no se haya desvanecido. Ahora regresa, sin embargo, y el ansia de sentarme al fin a realizar un intento sostenido en esa dirección me quema. Creo que en verdad existen suficientes razones para no haberlo intentado antes: la pequeña cantidad de trabajo que podía llevar a cabo en cada sesión, la incesante necesidad de procurarme dinero inmediato, la incapacidad para hacer dos cosas al mismo tiempo, la ausencia de oportunidades, de aperturas. Podría añadir a esto la certidumbre de que me estaba permitido aguardar, de que el teatro, en mi opinión, es la más madura de las artes, aquélla a la que uno ha de aportar tanto lo mejor de lo adquirido como lo más natural, y de que, en tanto aguardaba, no dejaba de estudiar el arte y desbrozar mi terreno. Ahora puedo afirmar, pienso, que he estudiado el arte tan bien como es posible estudiarlo al modo contemplativo.

Estos Cuadernos de notas son la crónica de una pasión. Se ve al maestro liberado de las ataduras que supone un texto escrito para el público y por ello hace volar su imaginación, se le nota esa vibración interna que siente el escritor cuando una idea le acecha en la cabeza y puede desarrollarla libremente, con sus dudas, sus reprensiones a sí mismo, también con su orgullo, con esa pizca de vanidad tan propia de los creadores, siempre con el placer de la inminente redacción, la esforzada lucha por concentrar en el número de palabras con que le limitaban los editores una historia que se le iba escapando de las manos, el rigor y la constancia que le exigía publicar sus novelas por entregas, tuviera o no ganas de escribir; en definitiva, todo lo que le suponía seguir la terrible ley del artista que se resume a sí mismo en estas bellísimas palabras:

Serle fiel: aspirar a lo perfecto, lo maduro, lo único y mejor; seguir adelante, a la claridad de la luz propia, con paciencia, valor y continuidad, vivir apoyado en el esfuerzo y la mira elevada, verse justificado —¡y con qué grandeza!— a su debido tiempo: no existe ninguna otra lección que para mí pueda contar. Vagas y débiles son estas palabras, pero la experiencia y el empeño son de oro fundido y de diamante. El consuelo, la dignidad, la dicha de vivir radican en que esas caídas y desalientos, depresiones y tinieblas se presentan únicamente cuando uno prescinde —prescinde, quiero decir, del luminoso paraíso del arte. Tan pronto como vuelvo a entrar en él —no bien cruzo el umbral querido, me encuentro en la alta cámara, en los divinos jardines—, todo el reino se ensancha a mi alrededor una vez más, el aire de la vida me llena los pulmones, la luz de la realización centellea por todas partes, y puedo creer, ver, hacer.

Si algo podemos sacar en claro de este libro es que la inspiración no existe, al menos para el verdadero creador. Para Henry James, el oficio de literato era su vida, y el arte era su reto dentro del oficio. Aunque lo recordemos siempre ataviado con traje y sombrero, estas páginas pacientemente escritas durante 33 años nos ayudan a imaginarlo vestido con un improbable mono de trabajo.

Cuadernos de notas (1878-1911). Henry James. Destino.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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