Cuentos sin libro. Henry James (II): Relatos europeos

Henry James, con 16 años, en Ginebra relatos europeos
Henry James, con 16 años, en Ginebra

A mediados de mayo de 1869 Henry James cruza el Canal de la Mancha dispuesto a reencontrarse, ya en solitario, con el continente que le había fascinado años atrás en compañía de su familia. Recala sólo un día en Paris para, a la mañana siguiente, buscar la paz y el bienestar en Suiza, un país que siempre agradó al escritor norteamericano. Después de unos meses en Ginebra y Lucerna, en otoño se dirige a Milán a través de los Alpes, en parte en coche y en parte a pie. Recorre la ruta de St. Gothard, pasa el Simplon y llega a la fronteriza ciudad italiana de Iselle. A partir de ese momento, una sublime experiencia estética que quedará ya siempre impresa en sus recuerdos lo convierte en ese peregrino apasionado que lo llevaría una y otra vez a Italia cada año.

Fruto de estos viajes fue una serie de cuentos que, por un lado, nos permite conocer casi al detalle el recorrido real que Henry James hizo por Italia con 26 años, y por otro, su aún volátil estilo de escritura, a medias entre el relato de viaje, la crítica de arte y la ficción narrativa. Con toda seguridad, la escasa consistencia literaria de estos cuentos fue la causante de que jamás volvieran a ver la luz en forma de libro.

Antes de su llegada a Italia, entre los meses de julio y septiembre de 1869, el joven Henry James publicó Gabrielle de Bergerac, una rareza dentro de su obra puesto que se trata de la única narración histórica que escribió. Ambientada en un pequeño pueblo de la campiña justo antes de la Revolución Francesa, nos presenta la humilde vida de la familia Bergerac, nobleza venida a menos que sobrevive como puede entre el recuerdo de viejos oropeles y una renta escasa que apenas da para comer.

Como es típico en Henry James, la historia le es relatada por el señor de Bergerac cuando el que podría ser el propio James le compra un hermoso cuadro al arruinado aristócrata, el retrato de su tía Gabrielle de Bergerac. Así comienzan los recuerdos de infancia del narrador, cuando un día se acercó a su casa un hombre educado y hambriento, Pierre Coquelin, que pasaría a ser su preceptor a partir de entonces.

Lo más destacable de este cuento es el tono menor con el que está escrito: no ocurre casi nada, tal como sucedía en aquella realidad francesa de finales del siglo XVIII, como esa calma que precede a la tormenta. La vida en la campiña es apacible pero aburrida. La hermosa Gabrielle vive con su hermano, el barón de Bergerac, y como no hay mucho donde elegir para colocar a la muchacha acuerda con un amigo, el vizconde Treuil, que se case con ella cuando éste herede de un viejo tío suyo que está a punto de morir.

Como es natural, la presencia de Coquelin no pasará desapercibida para la joven, cuyo gran corazón supera la cultura de la época, puesto que el maestro es considerado como un criado sin importancia por el resto de la familia, dada la diferencia de clases. Esta visión, como digo, en tono menor es posible gracias a un recurso literario que después tendría una importancia capital en la obra de James: todo lo que sucede en este relato, sucede delante del niño, de modo que los recuerdos que ahora son materia narrativa fueron exclusivamente hechos que él vio con sus ojos. En definitiva, son las memorias de un niño contadas de adulto, primeriza versión de lo que más tarde perfeccionaría en El Alumno y, sobre todo, en la espléndida Lo que Maisie sabía.

El siguiente cuento que escribió James es ya el fiel reflejo de sus andanzas por Italia. Compañeros de viaje (Travelling Companions), publicado en los meses de noviembre y diciembre de 1870, relata su llegada a Milán y la impresión que le causó La Última Cena de Leonardo. En el cenáculo donde se halla el fresco conoce a una pareja de americanos, padre e hija, que están viajando por Europa. La hermosura de la joven y la atracción que ejerce sobre el narrador (sin duda, el propio James) no es más que una excusa para describir con infinita delicadeza las obras de arte que va encontrando a su paso, desde el mencionado fresco de Leonardo hasta las cubiertas del Duomo de Milán, siguiendo por una breve recesión en la coqueta Verona para terminar frente al esplendor de la Basílica de San Marcos o el encanto del Lido. Un contratiempo ocurrido en su visita a Padua junto a la joven norteamericana, que los obliga a pernoctar en la pequeña ciudad italiana, es una última justificación para demostrar que el éxtasis anímico fruto de la contemplación de tanta belleza puede desencadenar una sensual visión de la vida que nada tiene que ver con la realidad. Sin querer, Henry James ya profetizaba que Venecia es el destino perfecto para una cálida luna de miel.

No muy diferente es el halo romántico que rodea At Isella, un relato que publicó poco después del anterior, en agosto de 1871. Iselle (o Isella, en inglés) es una pequeña población fronteriza del Piamonte, el primer contacto que James tuvo con Italia en aquel viaje de juventud. De nuevo nos encontramos con un relato de viajes en toda regla, esta vez aderezado con una anécdota bastante truculenta que parece sacada de una comedia napolitana. La primera parte del cuento está dedicada exclusivamente al pintoresco paso por St. Gothard y la travesía del Simplon realizada por un joven americano, cuyo nombre no le hizo falta inventar al escritor ya que, evidentemente, era él mismo. A su llegada a Iselle se encuentra con una situación propia de una frontera: una hermosa italiana, que viene huyendo de su ciudad, le pide dinero al viajero para escapar a Suiza donde va a reunirse con su amado, un amigo de su difunto hermano. El americano le procura un coche y algunos billetes, y recibe a cambio la agradecida sonrisa de la joven. Al día siguiente, se presenta el esposo, que la persigue.

Naturalmente, el desenlace no va a ser el propio de una tragicomedia italiana sino mucho más sutil y elegante, pero la anécdota no es capaz de dar consistencia literaria a este agradable cuento sin pretensiones.

La amante de Briseux (The Sweetheart of M. Briseux) es una narración ya más madura, publicada dos años después, en junio de 1873, cuando Henry James se encontraba en pleno proceso de búsqueda de una voz propia. De nuevo el arte sirve de fondo a una historia recurrente en su obra: el amor imposible entre dos personas y las distintas perspectivas frente a la vida vista por europeos y americanos.

Un americano, que no hace falta decir que es el propio Henry James, visita un museo de provincias en una pequeña población francesa. Entre una antología de obras mediocres destaca el cuadro de un pintor local, Briseux, el primero que lo lanzó a la fama, un retrato titulado La dama del chal amarillo. Cuando pregunta al conserje de quién se trata, éste le contesta al más típico estilo francés: “¡Mon Dieu! Una amante de M. Briseux. ¡Ces artistas!” Poco después, paseando por la soledad del silencioso museo descubre la figura de una mujer que se encuentra contemplando el cuadro. El parecido de su rostro con el de la dama retratada no le pasa desapercibido al viajero. La mujer no tarda en revelarle que efectivamente se trata de la misma persona.

Así comienza la peculiar historia de esta mujer madura, que ya hace muchos años se hallaba comprometida con un joven americano, pintor en ciernes e hijo de una viuda a cuyo cuidado quedó ella una vez huérfana. Estamos ante otro caso de vampirización de la voluntad, tan querido por Henry James. La chica acepta su destino porque no tiene otro aunque su joven prometido parece tener un cierto talento para la pintura, aunque no tanto como el que tiene para la fatuidad. Un tanto desengañado por su falta de repercusión local, decide viajar a Europa con la joven para inspirar su vena artística. Lo único que consigue es secar aún más su improbable capacidad para la pintura hasta que la joven le anima a que le haga su retrato: lo que no puede el arte, es posible que lo pueda el amor. Entusiasmado, comienza el cuadro en el estudio de su maestro, que se ha ausentado de Paris durante unas semanas. Su estéril esfuerzo ni siquiera se ve recompensado con la compasión de su prometida, que en un momento de desesperación del infructuoso artista en el que sale a la calle para poder respirar, descubre que su retrato es un auténtico despropósito.

Justo en ese instante hace su aparición por el estudio un pintor hambriento y desaliñado que parece sacado del más profundo corazón de Montmatre. Briseux ha ido a pedirle dinero al viejo maestro ausente y se encuentra con un cuadro espantoso y una modelo digna del más bello retrato. En pocos minutos, su genio convierte el lienzo en una primorosa belleza envuelta en un chal amarillo, lo poco que puede hacer antes de que sea descubierto por el atribulado prometido.

Sin duda estamos ante el contraste de un talento que no encuentra su oportunidad y un pintor mediocre que, aun teniéndolas todas, las desaprovecha. Henry James carga así las tintas contra los artistas diletantes que entretienen su tiempo en concebir obras sin realce alguno en detrimento de los verdaderos genios cuya capacidad necesita del azar o del momento propicio para prosperar y darse a conocer.

No hace falta decir que este cuento lo escribió James en un momento de su carrera en el que aún no había descollado como escritor conocido pero tenía el íntimo convencimiento de su valía.

Con Adina, publicado entre mayo y junio de 1874, Henry James vuelve a Roma como localización de un relato sobre la venganza, tema también recurrente en la obra del autor. En esta ocasión el choque de culturas lo representa a través de un rico americano que, junto a su amigo narrador (no hace falta decir de quién se trata), pasean por los alrededores de Roma respirando su antiguo esplendor. Allí encuentran a un bello muchacho durmiendo junto a una escopeta. Mientras nuestro narrador se halla en mitad de un discurso byroniano sobre la belleza agreste, el joven campesino cambia de postura y desvela en su mano un objeto oval y de color apagado. Pronto descubriremos que se trata de una piedra que ha encontrado en las profundidades de un terreno removido por un rayo y que esa piedra es algo más que una piedra cuando es examinada por el entendido Sam Scope, que ofrece una cantidad ridícula de dinero por ella, una vez que también ha examinado al pobre e ingenuo campesino, a quien tira 10 monedas al suelo para que las recoja antes de subir a su caballo y encerrarse en su cuarto para estudiar el objeto a fondo.

El fascinante descubrimiento no se hace esperar: se trata de un topacio finamente labrado con pequeñas figuras y una inscripción que no deja dudas acerca de su origen: esa gema perteneció al mismísimo emperador Tiberio, que la llevaba entallada en su capa. El valor de la pieza es incalculable, y dada su poca escrupulosa adquisición, Scope decide no enseñársela a nadie más que a su amigo y, en el caso de que se enamorara de una mujer, a su futura prometida.

El gran hallazgo de este cuento es el tono de tragedia que sabe imprimir Henry James a la historia. Sabemos que encontrará a esa joven prometida; sabemos que le enseñara la joya; sabemos que reaparecerá el campesino conocedor del engaño del que ha sido objeto; sabemos que el protagonista sufrirá las consecuencias de su prepotencia. La perspectiva desde la cual está contado el relato es la habitual en James: un narrador-observador que se limita a describir con exactitud lo que acontece a su alrededor y que apenas juzga, sólo lo suficiente como para el lector contemple el inexorable destino de los personajes. Así, entramos de lleno en la historia porque la vemos con los ojos de alguien que forma parte de ella, pero de una manera, digamos, desapasionada. Una especie de objetivismo subjetivo que forma la base de tantas buenas narraciones de James una vez que se fue quitando el lastre de cierta falta de imaginación del que adolecen estos primeros relatos, más apegados a la mera anécdota que al desarrollo de una técnica narrativa que James no tardaría en encontrar.

Gabrielle de Bergerac. Impedimenta.

La amante de Briseux. Siete Noches Ediciones.

Compañeros de viaje y Adina. Navona Editorial.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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