El Americano. Henry James: Nobleza contra nobleza

13.americanoCuando la felicidad pasa a ocupar ese lugar en el que se vuelve idéntica al dolor, un hombre puede admitir que el reino de la sabiduría se ha quedado transitoriamente en suspenso, bajo el peso de una carga que el corazón no distingue si es de oro o de plomo. Lo importante entonces es seguir manteniendo la vitalidad frente a cualquier circunstancia, como le ocurre a Christopher Newman en El Americano (The American, 1877), la segunda novela que escribió Henry James y que ya trata de lleno el “tema internacional”, ese peculiar descubrimiento que alumbró su obra investigando todas las posibilidades del encuentro (o desencuentro) entre la vetusta Europa y la nueva América.

En esta ocasión, Henry James, muy influido por su estancia en París en aquel tiempo, quiso llevar a esa ciudad a un americano y mostrar de qué modo podía desenvolverse en una cultura, la francesa, con la que el propio James mantuvo una posición ambigua, entre el deslumbramiento y el rechazo.

Naturalmente, el americano que aparece un día en uno de los salones del Louvre no es un americano cualquiera: Newman, como su apellido indica, es un hombre que se ha hecho a sí mismo, que ha surgido de la nada entre penalidades y riesgos, y que con el tiempo y mucho esfuerzo ha conseguido hacerse millonario en el Oeste. No es hombre que haya podido cultivar la belleza porque para él su único objetivo ha sido el de aumentar la cifra de ceros en su patrimonio, pero es que en el Oeste americano no cabe otra cosa: o vuelas o te hundes.

Ahora, una vez obtenido su propósito, quiere brindarse sus primeras vacaciones visitando ese lugar que no es el territorio de las posibilidades del que él procede, sino el sitio de las lujosas reminiscencias, tal como es París en aquel momento. Newman, en este caso, no es una traslación de Henry James, pues bien lejos de ser un mero observador, es un hombre vital, alegre, amable, que no va mostrando su oro allá donde va aunque, precisamente, es ese oro el que le abre todas las puertas a las que él llama. Lo que él no sabe es que, por mor de ese concepto malicioso que James reserva para sus historias, lo hace llamar a la puerta equivocada, el de la vieja y rancia sociedad francesa.

El acierto indiscutible de esta novela es la de enfrentar la nobleza personal de Newman a la nobleza aristocrática de la familia Bellegarde, la misma palabra utilizada en dos sentidos completamente distintos.

No es que Newman sea un ingenuo americano que se deja atrapar por el oropel europeo, porque lo que él busca en París es una esposa que embellezca y dé lustre a su vida. Que lo haga de una forma consciente es algo que James deja en el aire, porque es tal la energía positiva y afable que desprende Newman que nos resultaría insidioso pensar que busca a una mujer igual que se busca una lujosa caja de música, pero al fin y al cabo es lo que hace: pronto aparecerá ante sus ojos madame de Cintré, una joven viuda, casada en su momento a la fuerza con un viejo detestable, y perteneciente a una aristócrata familia cuyo prestigioso apellido se remonta sin dificultad a mil años antes. Es cierto que la familia Bellegarde no parece nadar en la abundancia, si bien sus maneras exquisitas y exclusivas parecen indicar lo contrario. Sólo el hecho de poder entrar en sus salones es una proeza que Newman debe trabajarse, y ese hecho, en sí, encierra una deliciosa trampa: sabemos que ese acceso se debe a sus millones, pero ni él aparentemente los exhibe ni la familia aparentemente los desea.

Lo que sí conocemos es que Newman se queda prendado de inmediato de la joven aristócrata, ejemplo puro de sumisión, cuya gracia y belleza los lectores no terminamos de encontrar, como tampoco terminamos de comprender por qué la cabeza de familia, Madame de Bellegarde, madre de la joven, accede a tener un displicente contacto con el advenedizo americano siempre acompañada de su primogénito Urbain, preclaro ejemplar de todos los prejuicios señoriales que se puedan imaginar frente a un hombre que, como queda bien patente en sus escasas conversaciones con Newman, ha hecho su fortuna vendiendo cobre, cuero y bañeras.

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Primera edición de El Americano, 1877

A pesar de que el propio James confesó que la novela había sido concebida “prematuramente”, nos deja fascinados la sabia estructura narrativa sobre la que descansa la historia y todo ello gracias a una serie de personajes secundarios que servirán para aclarar las intenciones de cada uno de los protagonistas. Así, la primera francesa que Newman conoce nada más iniciarse la novela es una vulgar copista del Louvre, Noémie Nioche, a la que le compra el cuadro que en ese momento está pintando y le encarga diez más por adelantado, en todo un ejercicio de poder monetario o de candidez artística, puesto que intuimos que la bella Noémie no tiene talento alguno para la pintura y, como veremos a lo largo de la historia, sí que lo tiene como buscona allá donde encuentre la posibilidad de salir de su pobreza económica, circunstancia que le pasa completamente inadvertida a Newman hasta que al final empieza a comprender cómo funcionan las cosas en Europa.

Junto a ella, y aunque parezca que está en el lado opuesto, James aporta a la historia un personaje paralelo e inolvidable, Valentin Bellegarde, hermano de la pretendida madame de Cintré, uno de esos hombres cuya integridad moral le hace pasar precisamente como un calavera, una oveja negra, puesto que rechaza inteligentemente cualquier privilegio de su familia (que sabe que no lo llevará a nada) mientras que comprende que un hombre ha de hacerse a sí mismo, si bien a la manera europea, es decir, de cualquier forma pero sin perder las formas.

Valentin queda inmediatamente entusiasmado por la figura de Newman, su ideal, con el que comparte nobleza pero cuyo carácter impulsivo lo arrastra por lo más fangoso de una sociedad corrupta de la que él, a su pesar, es miembro. Será el que posibilitará a Newman un acercamiento real a su hermana y a su familia. Sus buenas y sanas intenciones serán el contrapunto a la austera visión de la sociedad que marca la actitud de su familia.

Una vez que Newman entra en los salones de la familia Bellegarde y muestra sus cartas respecto a un futuro matrimonio con la joven aristócrata, la novela da un giro inesperado hacia una dirección que tal vez ni el propio James había concebido en un principio: la comedia. Del enfrentamiento dialéctico y costumbrista entre el ingenuo y enérgico americano y los retrógrados franceses anclados en el pasado resultan pasajes de un delicioso humor que mantienen la sonrisa en la boca del lector.

No es que Henry James cargue las tintas sobre el aspecto cómico: es que, tal como él concebía la novela, la realidad sentida y la realidad vivida por esos personajes, una vez unidos, sólo podían dar lugar a escenas regocijantes, quizás aún más para el lector actual que para el de 1877. El contraste es tan brutal, y quizá el conocimiento de esa circunstancia había sido sufrida por el mismo James, que nos encontramos a dos mundos tratando de entenderse como dos ciegos que además fueran sordos: no se ven, no se escuchan, y cuando lo consiguen, las réplicas y contrarréplicas son tan acertadas, hirientes y agudas que convierten esa parte de la novela en puro deleite.

A este respecto, hay que destacar la creación de un personaje como Madame de Bellegarde, la vieja aristócrata anclada en unas costumbres polvorientas y cuya actitud de desprecio hacia todo lo que no sea su mundo está perfectamente retratada por James. Esa fuerza con que dota a este personaje femenino será, a la postre, el gran triunfo de James y el pivote sobre el que girará la historia en varios sentidos.

Porque, al fin, Newman es admitido como pretendiente oficial de su hija (aunque hay algo –un algo ambiguo- que nos lleva a pensar que ella no lo desea) pero no sabemos realmente los motivos: sólo vemos la felicidad del americano, no una alegría fanfarrona del que ha cobrado la pieza ambicionada, sino la franca satisfacción de un hombre que ha luchado por conseguir aquello que quiere y que piensa que es lo mejor, primero para su prometida, y después para él mismo.

Para celebrarlo Newman comete una grave ingenuidad: quiere presentar a su novia en una fastuosa celebración donde no faltarán las mejores sopranos ni los más suculentos manjares. Es su forma de pensar, a lo grande, porque el dinero se lo permite, pero inmediatamente debe acatar la debida contraorden de la familia Bellegarde: la fiesta de compromiso la darán ellos, y a ésta acudirá sólo y exclusivamente la flor y nata de París. Newman acepta de buen grado la proposición, e incluso se alegra de tener la posibilidad de conocer al gran París, antes de su previsible vuelta a Estados Unidos junto a su esposa. Lo que no sabe es que habrá caído en la trampa mortal que los reaccionarios Bellegarde le tienen preparada.

Newman es presentado a una serie de personajillos cuya conducta y conversación superficial y vacía se nos atraganta desde el principio, pero él se siente encantado de su situación, novedosa y excitante. Cuando unos días más tarde, y sin mediar explicación alguna, la vieja Madame de Bellegarde cancela el compromiso de su hija con él, todos menos Newman comprendemos que lo han exhibido como un mono de feria, como una rareza a la que tenía derecho a observar y conocer la aristocracia sin necesidad de ensuciarse las manos.

Si en Roderick Hudson, Henry James ya nos daba claros atisbos del lado oscuro que representaba Europa (en este caso, desde la perspectiva de una familia italiana), en El Americano esa podredumbre arraigada en un pasado de corrupción se desploma literalmente sobre la cabeza del pujante Christopher Newman. Su auge y caída ha sido tan fulgurante que hasta los propios lectores nos quedamos sin aliento. ¿A qué se debe? ¿Qué ha hecho de malo Newman? ¿Puede ser tan despreciable la familia Bellegarde? Las respuestas nos las dará Henry James casi 30 años después en el prefacio que escribió para esta novela en la Edición de Nueva York y de la que daremos cuenta en su momento.

Pero ahora nos quedamos en el instante en que el lector, sin saber ni reparar en las ocultas intenciones del escritor, se encuentra a un hombre bueno, quizás ingenuo, tal vez algo soberbio, rechazado sin explicación alguna, desterrado de una casa y de una mujer a la que ama, sin merecerlo. Esa ceguera de Newman (y de los propios lectores) se verá mitigada –pero sólo mitigada, no aclarada- por los personajes secundarios que hasta ahora habían aparecido como parte accesoria de la trama y que, indirectamente, van a enseñar a Newman el trayecto que ha recorrido desde el reconocimiento social hasta la venganza final.

Resulta curioso que lo más interesante de la historia, al menos en cuanto a situaciones intensas y dramáticas se refiere, sea justamente lo que convierte en romántica a la novela, es decir, en todo aquello que la aleja de la realidad, hasta entonces tan vívida y bien retratada. Los personajes se precipitan en una vertiginosa sucesión de escenas, trepidantes, conmovedoras, sorprendentes, oscuras o crueles que sacarán lo mejor y lo peor de cada uno de ellos para regocijo del lector, que no sabe lo que ocurrirá en la siguiente página, tal es la cantidad de giros que da la trama y las posibilidades que encierra hacia un final imprevisible.

De una forma coherente, James conserva la actitud moral tanto del americano como de los franceses en el laberíntico y fangoso trasfondo argumental en el que los mete, lo cual es un mérito que honra al escritor, que con esta novela da un paso de gigante en su narrativa, sabiendo rechazar lo fácil para mantener el tono que ha mostrado desde el principio. No obstante, ese empeño en que una historia que a la postre se ha mostrado tan corrupta no acabe bien, lo obliga a hacer malabarismos que no fueron comprendidos en su época.

Hay que recordar que James publicaba sus novelas por entregas semanales, y esos lectores subscritos que se vieron inmersos en una serie de peripecias novelescas tras un principio realista y creíble, no entendieron que James les privara de un final feliz porque, al fin y al cabo, ¿qué maldad había cometido el afable Newman?

Ahora, más de un siglo después, entendemos que James fue razonable con su exposición del enfrentamiento entre América y Europa, y que incluso en contra de los consejos de su propio editor, no podía terminar su obra de una manera amable, sino tan drástica y ejemplarmente como requería el tema.

El Americano es un texto atípico en la narrativa de Henry James, porque nada entre diversas aguas, desde lo humorístico a lo trágico, desde el fiel retrato psicológico a la truculencia argumental, pero evidencia un aspecto único en ella que será la marca de su autor: una buena historia se construye con buenos personajes, y estos han de ser coherentes y verosímiles de principio a fin. Como James escribió a su editor respecto al “decepcionante” final, si éste hubiera sido “feliz” hubiese sentido “como si les estuviera arrojando un regalo bastante vulgar a los lectores que en realidad no conocen el mundo y que no miden el mérito de su novela por correspondencia con el mundo”.

Sin embargo, cuando 13 años después, en 1890, James adaptó la novela como obra de teatro, hizo que la historia terminara con un final feliz. Como le había dicho Bernard Shaw, un autor puede dar la victoria a un lado tan fácilmente como al otro. Acaso, el norteamericano Henry James pensó que unos cientos de dólares podían decantar esta vez la balanza hacia su victoria.

El Americano. Henry James. Alba Editorial.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

5/5 - (1 voto)

Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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