El club de los negocios raros. G. K. Chesterton

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Un militar retirado, el comandante Brown, decide pasar el resto de sus días en un hotelito semejante a una casa de muñecas, dedicado al delicado cultivo de pensamientos. Un día, paseando por uno de esos innumerables callejones del Londres victoriano, un hombre le dice que tras una tapia hay un jardín con la más hermosa colección de pensamientos amarillos que existe en Inglaterra. Entusiasmado, el comandante Brown se asoma por encima de la tapia y efectivamente ve un vasto dibujo de pensamientos dispuesto en gigantescas letras mayúsculas donde se puede leer: «Muerte al comandante Brown».

Lo inaudito, lo insólito, fue siempre marca distintiva de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), un hombre insólito y desmesurado, un autor que no se conformaba con explicar la vida a través de sus libros, sino también engrandecerla, exagerarla, buscar y extraer esa condición escurridiza y paradójica que a menudo presenta la realidad y que solo unos cuantos mortales son capaces de ver y comprender. Para el mundo creó El club de los negocios raros (1905), una sociedad excéntrica y bohemia para pertenecer a la cual es condición indispensable que el aspirante haya inventado la manera de ganarse la vida mediante una profesión que tiene que ser absolutamente nueva, cuestión que no es nada sencilla de concebir.

Como en aquellas inolvidables Nuevas mil y una noches de Stevenson, dos individuos van a vagar por las calles de Londres encontrándose inmersos en extravagantes episodios que solo una mente irracional puede comprender. Uno de esos hombres es el narrador, del que apenas nada sabemos; el otro, Basil Grant, es un antiguo juez que se retiró de la vida pública después de dictar sentencias inverosímiles llenas de lucidez y de lógica.

Nada escapa a la afilada percepción de Basil Grant: sabe con certeza que a menudo a ciertas personas, caminando por las calles desiertas en una tarde de ocio, les sobreviene la invencible necesidad de experimentar algo pernicioso y terrible, algo incompatible con su vida mezquina y piadosa, y esa necesidad de aventuras es más poderosa que la propia razón.

Basil Grant, en definitiva, comprende el alma humana en toda su complejidad, hasta llegar al delirio, como es el caso de ese clérigo que, vestido de mujer, se ve obligado a formar parte de un crimen. Y es que el peligro puede acechar en cualquier sitio: no hay más que visitar una agradable casa donde cinco solteronas se dedican aburridamente a coser. Cuando empieza a decaer la enmohecida conversación, una de las mujeres dice claramente: «¡Ahora es la tuya, Bill!». El clérigo, desconcertado, sin entender el motivo de tan poco aristocráticas palabras decide marcharse, a lo que otra de las solteronas le contesta con un impropio: «En vez de rajar tanto, métele la cabeza en un saco, Sam, y átale fuerte». El clérigo no tardará mucho en ver en las manos de otra de las mujeres un revólver.

Chesterton expone casos extravagantes pero no inverosímiles. Todo tiene una explicación, y además una explicación muy humana. El propio Basil Grant, que en este libro hace las veces de detective poco convencional, o si se quiere mejor, de intérprete de una realidad más ancha de la que vulgarmente conocemos, pero en todo caso abomina de los personajes como Sherlock Holmes: todo los detalles de un caso conducen a algo, no cabe duda; pero, por regla general, a algo equivocado. ¡Cómo oscurecen los hechos la verdad! Para Grant hay algo más poderoso que la lógica: la poesía. La vida es como un árbol con millares de ramas que apuntan a todas las direcciones, pero para él, lo que explica la vida de ese árbol es la savia que lo mantiene en pie.

Puede no haber una explicación fácil para ciertos sucesos, como por ejemplo, ese hombre que atraviesa la calle rápidamente y que para Basil Grant es un hombre malvado, con solo mirarlo. Perseguirlo y descubrir hacia qué infausto hecho se dirige tan solo es un acto de pura lógica. Que este hombre simplemente intervenga en una agradable conversación en una fiesta no le quita un ápice de sospecha. Es más: lo hace mucho más sospechoso.

Sin embargo, otro hombre que cuenta aventuras estrambóticas buscando la admiración ajena, confesando que ha estado en los lugares más inmundos de la tierra, en fumaderos de opio y garitos infernales, no es el patético invitado de una fiesta que se desacredita con sus propias exageraciones, sino un hombre que vive víctima de contar tan estrictamente la verdad, que parece mentira.

E incluso se puede contar la verdad sin necesidad de palabras, porque las palabras tienen un límite, pueden expresar las cosas hasta cierto punto, como le ocurre al profesor Chadd, eminente etnólogo, estudioso de la vida de los zulúes, cuyos razonamientos acerca del lenguaje los siente incomprendidos por el propio Basil Grant, hasta que le demuestra que mediante una serie de movimientos de los pies y las piernas, como en un sofisticado baile, puede proclamarse la verdad con mayor exactitud que con el uso del diccionario.

Nada escapa a la observación del chalado juez Grant, como nada escapaba al inmenso ingenio de su creador. Chesterton ha sido un escritor muy admirado por otros escritores porque creó un mundo particular, muy característico, que quizá sea el gran sueño de cualquier creador: que su obra lleve una firma propia, inconfundible. De entre su obra hemos querido destacar El club de los negocios raros, no porque sea más extraordinaria que otras que escribió, sino porque fue la primera en la que Chesterton apareció tal y como después lo hemos conocido, como esa máquina de plantear paradojas que constituye su sello personal. Los episodios de este libro son un buen ejemplo de lo que el escritor inglés mantendría a lo largo de su carrera literaria.

Y por último una advertencia: al lector que no conozca a Chesterton hay que aclararle dos cosas: la primera, que nunca se va a agotar su capacidad de sorpresa; y en segundo lugar, que se va a divertir mucho. Chesterton pertenecía a esa extinta raza de escritores que pensaba que la letra con humor entra.

El club de los negocios raros. G. K. Chesterton. Valdemar
 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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