El esfuerzo de los políticos

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De todos son conocidas las múltiples virtudes del dinero, que no sé por qué le llaman el vil metal cuando ninguno de los mortales le hacemos ascos, pero de un tiempo a esta parte observo que se le ha añadido con demasiada insistencia una nueva cualidad: la de unir a enemigos irreconciliables. Ya dijo Shakespeare que si el dinero va delante, todos los caminos se abren, y de esto deben de haber tomado buena nota los más poderosos tiburones de la economía, porque en pocos años han pasado de intentar destrozar la competencia a unirse a ella con el mayor descaro en ese circo macrofinanciero que han llamado globalización.
 
Pero el poder aglutinante del dinero no tiene límites. Políticos de todos los signos y colores parecen haberse conjurado para rellenar las primeras páginas de los periódicos, no exactamente para elogiar su labor, sino para mostrar que el pillaje también puede ser una profesión ejercida desde los despachos. Y para que no falte de nada, siempre existirá la figura del indulto gubernamental, que es uno de los escándalos mejor ocultos a los ojos de la sociedad. Lo que más asombra de sus señorías es la infinita magnanimidad que suelen tener con ellos mismos, quizás porque hayan llegado a la conclusión de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
 
Con este tipo de tejemanejes no es de extrañar que la clase política española sea la peor considerada en las encuestas y que sus principales dirigentes no pasen siquiera del aprobado en los índices de puntuación que les dan los españoles. En no demasiado tiempo, dentro de nuestra aún breve democracia, han pasado de héroes a villanos, y para la opinión del hombre de la calle, que es la que realmente importa, los políticos suelen ser culpables mientras no se demuestre lo contrario. Lo mínimo que se puede pedir de un político es que desempeñe su trabajo decentemente bien, que por lo menos se note que trabaja por el bien de la comunidad, que es la que lo ha puesto ahí, y sobre todo que sea honesto, porque juega con los dineros del contribuyente, que su buen trabajo le cuesta ganarlos.
 
Indudablemente, terminan pagando justos por pecadores, porque estoy seguro que buena parte de los políticos hacen su labor lo mejor que pueden, pero ese es uno de los inconvenientes de estar expuesto en el escaparate de la opinión publica, que es la que paga y la que vota, y por tanto la que puede exigir. Pero a esto se une otra circunstancia poco ventajosa que caracteriza a la clase política: se trata de una especie antropófaga, especialmente dañina consigo misma. Junto a sus denodados esfuerzos por hacer el bien a los demás, se une su labor de descalificación del contrario, en un encomiable afán maniqueo por demostrar que sólo uno de los partidos es el bueno y los demás son los malos. Compruebo que durante la mayor parte de su tiempo, los políticos se dedican a demoler cualquier pretensión del contrario y a certificar que los demás políticos que no son de su signo son unos descarados sin escrúpulos que están en este negocio sólo para mangonear. Basta con abrir determinados periódicos para observar que el acoso y derribo a ciertos políticos se ha convertido en el deporte nacional. Y lo peor es que llegamos nosotros, los contribuyentes, y nos lo creemos, y después en el bar nos dedicamos a ponerlos verdes y a descreer en la política, con lo que se mantiene el círculo vicioso del descrédito.
 
Parece que nadie se ha dado cuenta que las democracias pueden ser mejorables (ahí está el caso de Argentina, sin ir más lejos), y que desde luego, la democracia española podría ser mejor a poco que los políticos hicieran un pequeño esfuerzo. No hace demasiado tiempo, un señor bajito y paticorto hacía y deshacía en este país a su antojo, y creo que los españoles merecemos mejores políticos, porque somos nosotros los que hemos hecho posible la situación de estabilidad que ahora disfrutamos, muchas veces, a pesar de ellos.
 

 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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