La película El gatopardo. Lucino Visconti

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En ocasiones, las adaptaciones cinematográficas de grandes textos literarios desmerecen en gran medida el trabajo del escritor, pero no es este el caso porque la fiel adaptación que se hizo del texto de Lampedusa se magnifica con la fuerza expresiva que le imprimió Luchino Visconti, otorgándole carácter propio sin parecer deudora de la obra literaria.

Sicilia, el Resurgimiento, la unificación italiana, harán de esta película un gran fresco histórico, pero lo que subyace en todo momento es la mirada elegíaca por lo irremediablemente perdido y por un futuro que ya solo depara la espera de la muerte.

En 1860 las tropas garibaldianas llegarán a Sicilia y la aristocracia de la isla, fiel a los Borbones, verán amenazadas sus vidas, sus posesiones, su seguridad. El príncipe de Salina (Burt Lancaster) viajará en plena revuelta con su familia a Donnafugata, su residencia de verano, no sin antes haber dado el visto bueno a que su sobrino Tancredi Falconieri (Alain Delon), un joven impulsivo y ambicioso, se adhiera a la causa revolucionaria, sabedor como es el príncipe de la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos y a los nuevos acontecimientos.

En Donnafugata se realizará el plebiscito por la unificación de Italia cuyos votos estarán amañados a favor del rotundo sí, todo ello orquestado por el alcalde Calogero Sedara, un hombre perteneciente a ese nuevo pueblo que comienza a hacerse con el poder, personas en ocasiones de escasa educación pero con suficiente poder económico, que están claramente relegando a la vieja aristocracia tan elitista como siempre y en su mayoría arruinada.

La belleza de la hija del alcalde, Angelica (Claudia Cardinale), fascinará a Tancredi que ve al mismo tiempo en ella una forma de prosperar económicamente y no tendrá escrúpulo alguno en desviar las atenciones que profesaba a su prima Concetta, hija mayor del príncipe, para dirigirlas hacía la mujer que representa el nuevo orden social y el futuro. Auspiciados por el príncipe de Salina y una vez comprometidos, todos asistirán al gran baile que se celebrará en el Palacio Pontoleone de Palermo. Allí el príncipe escuchará, observará, se aislará y reflexionará sobre el mundo que tan bien conoce y sobre lo que está por venir.

La majestuosa ambientación escenográfica de Mario Carbuglia, así como el fabuloso vestuario creado por Piero Tosi nos traslada con una sola imagen al verdadero siglo XIX. Las espaciosas estancias y los magníficos salones maravillosamente fotografiados por Giuseppe Rotunno con amplios movimientos de cámara y su espectacular tratamiento del color así como la excelente ambientación musical de Nino Rota con la inclusión de un inédito vals de Verdi, convierten la película en un bloque sin fisura alguna orquestado por la mano de un director aristócrata de cuna como era Visconti que supo entender como nadie al escritor aristócrata Lampedusa y al protagonista príncipe de Salina.

La película está llena de imágenes inolvidables, de un melancólico lirismo que atrapan al espectador y que Visconti nos transmite a través de riquísimos diálogos donde se van exponiendo no solo los acontecimientos que suceden, sino también las disecciones psicológicas de cada uno de los personajes. Pero será en las miradas, en los gestos, en los movimientos del príncipe donde encontraremos los momentos más conmovedores e inolvidables y que estarán especialmente condensados en el tercio final de la película durante la antológica fiesta del palacio Pontoleone.

Esos momentos nos lo ofrecerá Burt Lancaster por obra y gracia de su magistral interpretación. Es imposible imaginar a don Fabrizio, Príncipe de Salina personificado en otro actor. La productora americana exigía un nombre con repercusión internacional para su distribución y, finalmente, le impusieron a Visconti una estrella norteamericana: curiosamente, fue lo único que escapó al control absoluto que ejerció el director durante el rodaje pero, sin lugar a dudas, era el eslabón perfecto.

La virilidad que desprende el protagonista, el atractivo físico que el príncipe mantiene a pesar de los años, su aspecto de verdadero patricio, está perfectamente encarnado en Burt Lancaster. La dignidad y lucidez con la que el príncipe tendrá que enfrentarse al ocaso del mundo en el que hasta ahora ha vivido y al suyo propio, quedan reflejados en su actuación, a veces, a través de un reflexivo caminar, en ocasiones con un simple primer plano de su triste mirada azul, en definitiva, pequeños detalles que este grandísimo actor aportó bajo la dirección de Visconti y que encoge el corazón de aquellos que observamos como el príncipe de Salina aún es capaz de admirar y desear la belleza y la carnalidad de Angelica y cómo puede contemplar, al mismo tiempo, el cuadro de La muerte del justo, profetizando la suya propia para, minutos después, bailar con la hermosa Angelica un vals ante la admiración de los congregados y la mirada celosa de su sobrino.

La forma en que el príncipe durante el fastuoso baile puede sentir al mismo tiempo la sensualidad que desprende una hermosa mujer y la decrepitud que le augura su propio agotamiento físico. La manera en que observa la fealdad del resto de las mujeres y que atribuye a la endogamia de la aristocracia y el distanciamiento que, finalmente, percibe entre los dos mundos existentes, el suyo propio y el que ha comenzado a fraguarse de forma irreversible, será tan revelador que le llevará a marcharse del baile solo caminando por las viejas calles de Palermo como corolario de todo lo vivido.

Sin lugar a dudas, la obra maestra de Luchino Visconti y una obra de arte cinematográfica que invita a la contemplación de un espectáculo estilístico, al tiempo que a una profunda reflexión.

 

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