El halcón peregrino. Glenway Wescott: Una bomba de precisión

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Hay novelas cortas que contienen más información que varias novelas largas. En sus 113 páginas, El halcón peregrino (1940) es un ejemplo de precisión y de amplificación, es decir, de esa extraña capacidad que tienen algunos relatos de decir mucho más de lo que dicen, como si cada frase llevara dentro un amplificador que multiplica sus efectos en el lector y lo asombra a cada momento. Su autor, Glenway Wescott (1901-1987) fue un oscuro escritor de los años cuarenta que dejó la escritura repentinamente y para siempre, quizás porque fue lo suficientemente honrado para reconocer que no tenía más que decir. Sus otras dos novelas, aun siendo buenas narraciones, no se acercan a la maestría de El halcón peregrino, que curiosamente, se subtitula «Una historia de amor», posiblemente de una forma irónica, o cuando menos paradójica, según se descubre en la lectura del libro.

La historia en sí es muy sencilla y nada hace prever en ella la bomba de relojería que hay instalada en su interior: el joven Alwin Tower, narrador de la historia, descansa en una casa de la campiña francesa junto a su amiga Alex. Un día aparece el matrimonio Callen, unos adinerados irlandeses que van de camino a Hungría en su Daimler, acompañados por su chófer. Como solía suceder en la década de los veinte, fecha en la que se desarrolla la historia, dicho matrimonio, lejanamente conocido por Alex, se para en la casa a hacer una visita de cortesía, una visita que en principio parece ser inocua y simple. Pero una cosa llama la atención en el matrimonio: viajan acompañados por un halcón peregrino, o mejor dicho, ella, Madeleine Cullen, lleva como animal de compañía a un halcón, del cual no se desprende, sujeto a su brazo mediante un guantelete.

Ese halcón parece estar de más en la escena, y pronto se asombra el lector de la importancia que va tomando el animal en la conversación. Sin más, la británica Madeleine va enseñando a sus amigos diversas lecciones sobre la cetrería y el cuidado de los halcones. Pero el narrador, el inteligente Alwin, va descubriendo por debajo de esas inofensivas palabras un mundo extraño y tormentoso, que no se sabe bien si se puede adjudicar al matrimonio o a su propia vida.

Porque hay que señalar que no existe un protagonista único en la novela (si acaso podría ser el propio halcón, que se erige casi símbolo de lo que va a ir aconteciendo en ella), sino que todos los personajes parecen ocultar secretos sentimientos que se van desvelando poco a poco como sin querer, como si lo más sencillo del mundo fuera ir quitándose el disfraz ante extraños.

Efectivamente, El halcón peregrino es una historia de amor, pero más bien habría que recalcar que es una extraña historia de amor de un matrimonio con animal de por medio. Porque los dos visitantes parece que se quieren, de hecho, lo repiten explícitamente ante sus amigos, pero hay algo que se interpone entre ellos. Lo más sencillo sería decir que es el halcón, pero también sería ridículo: sin embargo, la importancia del animal no es baladí.

En un momento dado, Alwin se queda solo con Larry Cullen y lo invita a un cocktail. Ya hemos adivinado anteriormente que Larry se aburre enormemente en sus absurdos viajes con su esposa y que ello lo ha llevado a la bebida. Por eso no es de extrañar que se acoja a la coctelera como a una amiga y lo ayude a desvelar su verdad ante Alwin: él ama apasionadamente a Madeleine, o la amaba, pero ella parece hacer todo lo posible por no dejarse amar. En principio su matrimonio parece tener la receta de lo que consideramos un matrimonio ideal, porque ambos se adoran, pero la verdad es muy distinta: Larry ha estado varias veces a punto de abandonarla. ¿Por qué? Porque ella lleva consigo una actividad continua que cansa al enamorado Larry: lo mismo le da por hacer viajes que apoyar a los separatistas irlandeses. La cuestión es no estarse quieta nunca. Y cuando parece estarlo, se vuelca en la absurda cría de un halcón, como si Larry no fuera hombre suficiente para llenar su vida.

Lo que vive Larry es una tragedia, pero no muy distinta de la que vive su mujer. Quizás ella esté locamente enamorada de él (de hecho, lo reconoce ante sus anfitriones), pero no parece demostrarlo, como si el amor fuera una cosa que simplemente existiera con solo nombrarlo y no con ejercerlo. En definitiva, este matrimonio, que aparece en principio como perfecto ante los ojos de extraños, se encuentra al borde de la ruptura, incluso de algo más grave. La escena final, que curiosamente no ocurre ante los ojos de los lectores ni de los anfitriones, sino que es relatada por Madeleine a su manera, es la mejor demostración de que el amor puede ser tan peligroso como el odio cuando se quiere llevar hasta sus últimas consecuencias.

La novela es magnífica y va acumulando revelaciones de sentimientos en medio de una increíble inacción, como si Wescott no necesitara que sus protagonistas se movieran para contar su historia. De hecho, existe otra historia paralela y oculta que se produce en la cocina, donde el chófer de los Cullen entra como un lobo en un gallinero frente al matrimonio marroquí que forma la servidumbre de Alex. Solo por referencias muy lejanas nos enteramos que allí se ha producido un peligroso triángulo de deseo que ha estado a punto de terminar en tragedia. Pero no solo la tragedia acecha a lo que ocurre en la cocina o lo que sucede entre el matrimonio irlandés, sino que es el propio Alwin el que demuestra, a través de sus pensamientos, suscitados por la forma de tratar Madeleine a su halcón, que no se encuentra exento de un drama en su vida, que quizás (pero solo podemos suponerlo) tenga que ver con su estancia junto a Alex en la casa de vacaciones.

En conclusión, esta novela es una fiesta para el lector inteligente. Para el que no lo sea, será justamente lo contrario: pensará que el protagonista es el aburrido halcón, cuando solamente es el chivo expiatorio de todo lo que sucede subrepticiamente. Pocas veces se ha hablado más claro sobre el amor con menos palabras como en esta exquisita historia, ejemplo de precisión y de sutileza.

El halcón peregrino. Glenway Wescott. Debolsillo.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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