El linaje del frío. Jesús Saavedra

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Para los que leemos y amamos la poesía, ésta puede ser un modo de embellecer nuestra vida, o de hacerla más llevadera, pero para quienes la escriben, por lo general, suele ser una tabla de salvación, o en los mejores casos, una isla donde los poetas se sienten dueños y náufragos, artesanos de sus propias botellas desde las que envían sus mensajes a las sombras del acaso.

Sin embargo, cuando uno se acerca a los versos de Jesús Saavedra comprueba, con admiración, que ha huido de lo fácil o lo ordinario, porque en su poesía se advierte un afán de riesgo, una vocación de funámbulo que con la única barra de equilibrio que le otorgan sus palabras camina una y otra vez por un fino alambre elevado sobre el abismo.

Si en el arte la obra del autor es casi siempre inseparable de su experiencia, en el caso de Jesús Saavedra, la relación entre su literatura y su personalidad está tan intrincada, y es a la vez tan transparente, que leerlo es una manera indiscreta de penetrar en sus pensamientos más íntimos. Los que tenemos la suerte de conocerlo, sabemos que Jesús habita en el frío, y que cuando paseamos con él o disfrutamos de su conversación, percibimos un vaho acogedor entorno nuestro que sin paradojas nos separa del mundo y sus máscaras. Leer o hablar con Jesús (que acaso sean dos formas idénticas de la felicidad) supone la extraña percepción de sentir el calor de su presencia y el frío vacío del universo. Leer a Jesús Saavedra –lo confesaremos sin más preámbulos- es conocer el sentido de su existencia, o de la existencia, como a él le gustaría que pensáramos.

Cuando leí por primera vez los versos que componen este libro, recordé una apreciación que hizo Habermas sobre la figura de Unamuno: “Reunía en su persona al escritor y al filósofo, pero quizás no distinguía de forma lo bastante nítida las ficciones del uno y las visiones del otro”. No es difícil rastrear en las preocupaciones estéticas y existenciales de Jesús Saavedra la sombra del maestro salmantino.

Hallamos en el poeta una angustia por buscar la verdad y tratar de comunicarla a través de la precariedad de la obra de arte. La respuesta, muchas veces, es el silencio: “En la yerta ceniza, / allí la ausencia de luz / y el pozo sin fondo de la noche oscura”. ¿Dónde se encuentra entonces la razón? ¿Acaso somos seres desposeídos, arrojados al mundo, condenados a enfrentarnos a una existencia sin argumentos? La pregunta no es tanto el por qué, sino el para qué. No hay verdades en la realidad, sino en los fines.

Porque Jesús contempla su entorno, lo comprende, intenta vislumbrar entre la niebla su lugar en el mundo y tan sólo descubre la fugacidad, lo efímero, el testimonio del fracaso, y frente a ello, su propia libertad, la inquietud de la conciencia, feroz e inmisericorde: “Incansable mundo: / he aquí al hombre / que pregunta y se afana. / Si todo víctima del fuego, / y si nada importa nada”. Ya no hay visiones románticas que aderecen con la belleza el sentido de las cosas, ya no hay inútiles ilusiones ni juegos que entretengan la existencia. Tan sólo hay una vía, la del conocimiento, la verdad ferozmente expresada que no admite réplicas, que no acepta explicaciones, “el genocidio de tanto Ser para la muerte”. Desolada visión que busca un remedio para tanto dolor al reconocerse un ser para la nada: “¡que descanse de ser algo pensante! / ¡que descanse de ser para la muerte!”. Las imágenes de la aniquilación predominan en la obra, se elevan como un interrogante ante la traición que esconde en su interior la vida, se repiten las palabras como un grito sin eco: el frío, la soledad, el naufragio, el extravío, el estrago.

Más allá de las palabras, de lo mensurable, de lo comprensible, Jesús Saavedra se encuentra solo ante la tragedia de vivir, en ese instante eterno de Unamuno, instante único e irrepetible que se revela como una lucha por su propia inmortalidad. Es entonces cuando reconoce “en el principio mismo / el trágico designio del pensar, / la cualidad maldita / que llevamos impresa sin remedio”, que trasciende su propio ser, hallando en la filosofía el bálsamo para su desconsuelo. En el descubrimiento de la contingencia y la finitud, se abraza al Dasein heideggeriano, a la existencia auténtica, a la renuncia de la trivialidad de las relaciones mundanas, de la estética como máscara que oculta esa otra mascarilla, la de la muerte, último destino de la existencia, que suspende al hombre sobre la nada, inexplicablemente arrojado sobre lo único que no es mera posibilidad, azar o incertidumbre, sino que es pura necesidad, bruscamente cotidiana, que se cruza todos los días entre nosotros, “en esta ciudad en la que habitan / ya los hijos del hielo y su presencia. / La muerte adelantada en los espejos / y el linaje del frío y sus secuaces.”

Sin embargo, Jesús Saavedra sabe que no hay muerte sin vida, y aunque la vida sea agonía, en la misma raíz de la agonía está la lucha, la aceptación de los hechos, la imposible escapatoria a su propia individualidad, a su propio destino. Y en medio del estrago aparece una voz que pide: “Acércame sus ojos levantados, / sus muslos de acequia repentina. / Ellos son la eternidad que puedo / el sentido que alcanzan mis sentidos”.

Hay algo de conmovedor en estos versos: dentro de la finitud se esconde lo eterno. No sabemos si hay lucidez o ensueño en sus palabras, pero sí descubrimos gozosamente que hay una rara sabiduría que sólo Jesús conoce: ha regresado de la trascendencia para entrar en otra trascendencia, personal e incomunicable, su propia trascendencia. Quizás haya pensado, como José Hierro, que “quien vive sólo un instante, nunca puede morir.”

El linaje del frío. Jesús Saavedra. Dauro.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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