Decía de él Terenci Moix que era un hombre afectuoso, cordial y profundamente humano, y el siempre difícil John Huston lo reconocía como uno de los hombres más buenos y rectos que había conocido, de una verdadera talla moral. No había más que ver su mirada tierna y fascinadora, su sonrisa honesta y sincera, que no conocía de la adversidad, para enamorarse de él, para comprender que nunca podríamos encontrar a un hombre con esa presencia en nuestra vida cotidiana. Quizás porque así es como deben ser los hombres que miran y sonríen para la posteridad. Quizás porque esa sea la apariencia de los mitos.
Hay una necesidad, una fe del pueblo en el relato que explica o traduce la conducta del hombre a través de los hechos narrados. A esto se le ha llamado el mito, y no quiere decir otra cosa que siempre habrá alguien que esté dispuesto a escuchar a un poeta ciego mientras narra las desventuras de un hombre llamado Ulises o un espectador en una sala oscura que vive como suyas las tribulaciones amorosas del dueño de un bar en Casablanca. Los mitos se crearon por esa necesidad de reflejarnos en otros hombres, de conocer otras conductas que podrían ser las nuestras si las viviéramos de verdad.
En una época en la que creemos saberlo todo, donde hay un masivo acceso a la información, el cine siempre nos ha aliviado de nuestra completa ignorancia a quienes seguimos creyendo que somos unos peregrinos aprendices de la vida. Viendo al abogado Atticus Finch se pueden explicar más conceptos éticos que en muchos tratados de filosofía; asistiendo al final trágico de Duelo al sol llegamos a saber que la muerte podía ser bella, desmedida y suntuosa; en el rostro que Gregory Peck le cedió al terrible Josef Mengele en Los niños del Brasil, conocimos todo el mal de que es capaz un hombre, el elaborado, fatalista, elemental rostro de todo aquello que refleja la existencia del mal y de la cual sólo podemos tener noticia en el sobresalto de una butaca de cine.
Al mito no se llega por la razón, sino por una fe inviolable que se inocula después de muchos libros, de muchas películas de cine, en el desamparo y la soledad de quien aún cree que hay otros mundos que están en éste. Y como todo lo que es fe o fervor apasionado, lo que envuelve al cine contiene un aura de lo enigmático y lo secreto: durante años, muchos fotógrafos del mundo buscaron inútilmente la fotografía de una Greta Garbo anciana y perdida en Nueva York, tan inasequible a los humanos como los dioses del Olimpo; nunca se sabrá ni siquiera con un mínimo de certeza, la causa de la muerte de Marilyn, apresada en los laberintos de la fama o el miedo; a lo largo de muchos años, nadie supo del destino de Marlon Brando, si no es por las magistrales apariciones que hacía de vez en cuando en películas que no hacían sino aumentar su prestigio y su misterio.
Por eso, precisamente, los mitos del cine eran inalcanzables: porque por la calle no paseaban rubias como Marilyn Monroe, ni tipos duros con el aspecto de Humphrey Bogart, y aunque algunos se dedicaran a asaltar bancos o a colgar de una soga al primer forastero que entrara en el pueblo, a nadie le daba por seguir su ejemplo como ahora se hace con las películas de efectos especiales e inexistente carisma. Y porque nunca podríamos sonreír como lo hacía Clark Gable; porque, por mucho que buscáramos en los grandes almacenes, jamás vestiríamos con la elegancia perfecta de Audrey Hepburn. Por eso los necesitábamos; por eso, también, la fatalidad de su desaparición, el dolor por su pérdida.
A una ajada y fascinante Bette Davis, el afortunado director que tuvo la suerte de entregarle el Premio Donostia en San Sebastián, lo hizo postrado de rodillas. Acaso sea ésta la mejor imagen que defina al cine: la de un arte que tiene mucho de religión, de culto, de convencimiento. Cuando en sus últimos años, Gregory Peck apareció en el escenario del festival de Cannes, todos los asistentes se pusieron de pie y aplaudieron durante muchos minutos, rendidos ante la simple presencia de un hombre respetable y respetado, ya ajeno al olvido, tocado por ese halo que sólo el arte puede conceder. William Blake entrevió un cielo donde sólo era posible la salvación por la inteligencia, la ética y el arte. Las dos primeras virtudes las intuyo en Gregory Peck; la tercera, la afirmo.