Extraños en un tren. Patricia Highsmith

La maldad acecha en el dormitorio o en la carretera, en el corazón del extraño con quien compartimos asiento en un tren: así lo dice la historia de Bruno y Guy, dos hombres que viajan hacia destinos distintos y un mismo fin, y que imaginó Patricia Highsmith en su primera novela, Extraños en un tren (1950). No basta con haber visto la extraordinaria película que filmó Hitchcock basada en esta novela: hay que meterse en las entrañas de sus páginas, en las torvas conversaciones, en los sentimientos monstruosos de este par de tipos que se ven arrastrados por el mal como por un juego. Hay que entrar en el universo de Patricia Highsmith para comprender cada una de sus historias: a diferencia de sus antecesores en las novelas de crímenes, Conan Doyle o Ágata Christie, Patricia Highsmith no escribió nunca historias en las que el detective es el protagonista. Es más: a veces ni siquiera aparece, o cuando aparece, el crimen queda impune o se resuelve el caso porque no puede hacer otra cosa, porque habría que estar ciego para no descubrirlo.

Patricia Highsmith no escribe novelas de detectives, sino que relata la novela del asesino, altera sutilmente las relaciones entre el lector y los personajes y todas las funciones dentro de la novela: desde el principio, la mirada de la escritora se posa en la personalidad trastornada e inmadura de Bruno, un joven mimado que imagina un crimen perfecto: sólo le hace falta encontrar una víctima, es decir, otro criminal que cometa por él el crimen que desea cometer. Y lo encuentra un día en un tren, tomando un almuerzo en su compartimiento. El tipo se llama Guy, un arquitecto que tiene problemas para divorciarse y esos problemas se acrecientan porque le han encargado un proyecto de gran envergadura en Miami que lo puede hacer famoso, un trabajo que tal vez no pueda realizar si su mujer sigue empeñada en querer seguir con él. Aunque para eso aparece Bruno en su vida: para él, cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias. La gente llega hasta un límite determinado… y sólo le hace falta algo, cualquier insignificancia, que les empuje a dar el salto. Cualquier persona. Sólo es cuestión de inteligencia; por ejemplo, un crimen por delegación: Bruno mata a la esposa de Guy y éste mata al padre de Bruno. Es fácil: dos tipos desconocidos se encuentran en un tren y nadie sabe que se conocen. Nadie. Una coartada perfecta.

Lo inquietante de las novelas de Patricia Highsmith no es el crimen en sí, sino el significado del crimen, sus motivaciones y sus métodos: asistimos a su elaboración y a su ejecución. Y su concepción es bien clara: la lógica del crimen es siempre otro crimen.

Una novela de Highsmith transcurre de la siguiente manera: en una situación normal y cotidiana, algún personaje nos es descrito con cierto detalle: sus costumbres, su carácter, su familia. En un momento, este personaje ejecuta con precisión un crimen: la ejecución se describe con morosidad. El personaje se retira a su cotidianidad. Se describe el ambiente de la víctima (la esposa, el padre); la policía se moviliza. Para ocultarse, el asesino se ve obligado a realizar otro asesinato, cuyas motivaciones, deliberaciones y ejecución se describen aún con mayor detenimiento que el anterior. El asesino implica a un tercero en este asesinato. El asesino es detenido o no. La cámara enfoca siempre al asesino, cuyos movimientos ve siempre el lector al pormenor; el detective es visto siempre al trasluz del asesino: desconocemos sus reflexiones íntimas y las razones que lo han conducido hasta rondar al asesino; sólo percibimos su profesionalidad exterior. La víctima es una excusa para la acción.

Hay una profunda amoralidad en las novelas de Patricia Highsmith que las convierte en inquietantes, diferentes al resto de novelas criminales: lo da la extraña posición a la que somete al lector. En las novelas tradicionales, el lector se pone desde el principio del lado del detective, considera que el crimen ha roto la rutina de la cotidianidad y confía en que el detective sepa ver las huellas de esa ruptura para capturar al asesino. Sin embargo, en Patricia Hihgsmith no hay tal identificación: no porque el lector la rechace, sino porque, de entrada, está en otro lugar y viene de otro sitio distinto al detective: ha asistido al crimen, y además ese crimen se ha inscrito íntimamente dentro de la cotidianidad, no ha supuesto una ruptura, sino que ha formado parte de la escena rutinaria donde se desarrollará la acción criminal y sus consecuencias. Por eso, se describe con tanta morosidad las costumbres del criminal y la víctima.

Por supuesto, el lector tampoco se identificará con el crimen, puesto que éste es descrito de una forma pormenorizada, como si la escritora quisiera hacernos ver que un crimen, aunque sea presentado sobre el papel, es una atrocidad. ¿El lector se identificará entonces con la víctima? Lo inquietante del caso de Patricia Highsmith es que el lector tampoco podrá conseguirlo porque, generalmente, la víctima desaparece a los ojos del lector desde el principio, se nos escamotea cualquier circunstancia para que podamos sentir compasión por ella. Del padre de Bruno sólo sabemos que es tiránico y caprichoso, un hombre que posiblemente no ha querido nunca a su hijo; de la mujer de Guy sabemos algo más, que nos dificulta compadecernos de ella: estando aún casada con Guy se ha quedado embarazada de su amante. En las novelas de Highsmith la víctima es un detonante, una punto de partida, algo que pone en movimiento todo el mecanismo literario, pero no algo en torno al cual gira toda la novela.

La verdadera aportación que Patricia Highsmith hizo al género criminal desde Extraños en un tren es considerar y mantener al lector como un simple espectador: el mal se impone en el mundo y persiste impune, se encuentra impotente para remediar lo que ocurre en la novela. El lector es pasivo moralmente, no puede hacer nada para solucionar el problema, sólo ver cómo se desarrolla el drama y esperar a que se resuelva; no es un detective optimista o cínico o desilusionado, sino un espectador desazonado. Al final, no hay dilemas morales ni finales felices, sino que sólo nos queda una discreta advertencia: hay que tener mucho cuidado con quién se habla en un tren. El crimen puede acechar en cualquier sitio.

Extraños en un tren. Patricia Highsmith. Anagrama, 1990

Reseñas sobre Patricia Highsmith en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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