Jugada de presión. Paul Auster

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El éxito puede matar. El éxito y el talento son como monstruos que te impiden ser dueño de ti mismo. Es difícil imaginarse siendo mejor que todos en algo, hacer algo tan bien que llegue a aborrecerse, hasta el punto de darte cuenta que hay algo que no es obra tuya, sino de la suerte, del destino, de un don natural que te hace prisionero de tus propias cualidades. Entonces ese monstruo se rebela, te utiliza para sus propios fines; te sientes apartado de ti mismo, separado de los demás, como un impostor, como un sustituto que hubiera renunciado a toda responsabilidad de tus actos.

El monstruo te lo da y te lo quita todo, como le ocurre a George Chapman, el protagonista de Jugada de presión (1978), la primera y sorprendente novela que escribió Paul Auster (Nueva Jersey, 1947), escondido bajo el transparente seudónimo de Paul Benjamín, su verdadero nombre. George Chapman ha alcanzado el mayor éxito que pueda alcanzarse en el béisbol, casi una religión en Estados Unidos: todos te desean, tu imagen se codicia, tu presencia no puede pasar inadvertida para nadie, para los niños, para los aficionados, para los jugadores de apuestas o la mafia. Hace unos años que Chapman dejó el béisbol, en la cima de su triunfo, por culpa de un accidente. Ahora, cuando está pensando en presentarse a candidato por el Partido Demócrata, alguien le manda un anónimo: si lo miramos bien, no dice nada del otro mundo, sólo que es candidato a quedarse tieso.

Muerto de miedo, aunque con la dignidad de haber sido el personaje más querido de Estados Unidos, vestido con una chaqueta de cachemir y zapatos de cien dólares, se dirige a un detective privado, Max Klein, un tipo duro, íntegro, que tuvo que largarse de la policía por no pasar por el aro de los más poderosos, uno de esos tipos que imaginamos con gabardina beige y sombrero, andando a la manera de Humphrey Bogart y que de haber vivido en otra época podría haberse llamado Marlowe, Philip Marlowe.

El principio es desalentador: George Chapman no tiene enemigos, o al menos eso dice George Chapman, pero las amenazas de muerte no son un lujo que se manden por gusto. Detrás suele haber juego, sexo, drogas, simplemente dinero que no ha llegado a su destino. Pero Chapman no colabora: desde la cima de su éxito pasado sólo contempla un panorama idílico, lleno de amor y respeto hacia él. En cambio, el detective, Klein, pronto conocerá los duros golpes en el estómago dados por dos tipos que no quieren que siga investigando. Sólo será el comienzo de unas cuantas palizas que le esperan a lo largo de la investigación.

Aunque no todo es difícil: también conocerá a Judy, la mujer de Chapman, una mujer bella, ingeniosa, aparentemente frágil, ninfómana, que pronto se echa en los brazos de Klein, igual que lo hizo anteriormente con un amigo de Chapman, Bill Briles, sin importarle que él lo supiera, sin que a Chapman le importara que su mujer le engañara con un amigo. Cosas de la respetabilidad: el monstruo también te hace pagar su tributo y a nadie le interesa saber que Chapman estaría dispuesto a matar a Judy y a Bill si no fuera porque alguna vez los estadios se ponían en pie cuando George hacia un home run.

Quien oculta una cosa así puede ocultar hechos muchos más graves. Por ejemplo, que pocos meses antes de tener el accidente, Chapman había firmado un contrato multimillonario con el dueño de su equipo, Charles Light, que ha tenido que seguir pagando aunque su jugador estrella ahora tenga que hacer esfuerzos para sentarse en el baño. Y Chapman no ha tenido piedad con Light, le ha hecho pagar cada centavo de su ficha con una arrogancia que sólo puede provocar deseos de muerte hacia él. A Light le interesaría que Chapman desapareciera de en medio, pero alguien, antes, también quiso eliminarlo, porque Klein descubrirá al conductor del camión bajo cuyas ruedas terminó la carrera fulminante del deportista, ahora un pobre jubilado que se emborracha solo en un bar de las afueras, mientras grita que a él sólo le dijeron la hora a la que tenía que aparecer en aquella carretera por donde pasaría un coche en el momento justo.

Se lo dijo alguien de la banda de Bill Contini, un mafioso de edad avanzada que ya sólo quiere ser respetado por sus hijos y sus nietos. ¿Qué tenía Contini contra Chapman? Ninguno de los dos se lo dirá a Klein, que tendrá que aprenderlo poco a poco mientras las balas le rozan cada vez que sale de su apartamento, después de abrazar a la mujer de Chapman.

Con Jugada de presión, Paul Auster escribió una buena novela para un mal escritor, que tal vez sea lo mismo que una mala novela para un escritor de la categoría de Paul Auster. Leída como novela negra, es buena a fuerza de ser deudora de los grandes, de Chandler y de Hammet. Desde luego, está muy alejada del mundo literario que más tarde construiría, pero funciona como curiosidad de lo que puede ser la prehistoria de un escritor que todavía no sabía que iba a ser un gran escritor, forzado por las penurias económicas a pensar novelas para el gran público, aunque de ella sólo se vendieran unos pocos cientos de ejemplares. Hay que reconocer, no obstante, la honradez de Auster al permitir que sus seguidores conozcan sus dubitativos y asombrosos inicios como escritor. Si hay una buena lección que se pueda sacar de esta novela, es ésta: para llegar a ser un gran escritor no es necesario ser precoz, ni acertar a la primera. Sólo hay que saber asimilar bien las influencias. Y sobre eso, Paul Auster, sin duda, es un maestro.

Jugada de presión. Paul Auster. Anagrama, 1998

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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