La Madona del futuro y otros cuentos. Henry James: La fascinación por el vacío

28-madona_futuroEn octubre de 1879, menos de un año después de que Henry James triunfara con Daisy Miller, comenzó a publicar en forma de libro cuantos relatos había dejado dispersos de forma efímera en revistas, tanto a requerimiento de su editor londinense como por el propio afán del escritor por profesionalizar su trabajo. El primer resultado de esta “operación rescate” fue La Madona del futuro y otros cuentos, una especie de batiburrillo de textos de diversas épocas con un fondo común: en todos ellos se trataba el tema internacional, aunque en algunos casos lo hiciera tangencialmente.

Como suele ocurrir en estos casos –la mera recuperación de narraciones antiguas-, la homogeneidad del conjunto se resiente aun siendo Henry James un autor cuyo ideario argumental estuvo bien marcado desde el principio. La diferencia de calidad entre unos relatos y otros es bastante pronunciada, incluso la motivación, circunstancia que deja al descubierto que aún nos encontramos ante un James dubitativo que trata de abrirse camino con una voz propia que no siempre alcanza. Como es bien sabido, Henry James utilizó los cuentos –al menos durante los primeros pasos de su carrera- como banco de pruebas para sus novelas, y en el caso del libro que nos ocupa, esta afirmación resulta evidente como comprobaremos más adelante.

Uno de sus intentos fue dotar a los relatos de una fuerte estructura narrativa que les confiriera cierta solidez, a la manera de la narrativa breve francesa que tanto admiraba en aquel momento. El matrimonio de Longstaff –publicado en Scribner’s Monthly en abril de 1879- lleva hasta la inverosimilitud la idea de la simetría en una historia. El relato consta de dos partes claramente diferenciadas, y en ambas ocurre casi exactamente lo mismo, aunque a la inversa. De por sí, la anécdota en la que se sustenta el cuento es débil aunque efectivamente propicia para las pretensiones de James: una joven americana, de viaje por Europa junto a una vieja dama, recala en Niza para pasar unos días. Diana Belfield representa esa mujer americana fuerte y decidida, con las ideas muy claras, cuyo interés por la vida se limita al conocimiento y el disfrute de los sentidos y que, por principio, abomina del matrimonio como destino natural y obligatorio de las mujeres. No sabemos mucho de ella porque pronto se cruzará en su camino una circunstancia en forma de hombre enamorado: Mr. Reginald Longstaff, un joven inglés tímido y podríamos decir que decadente, que queda prendado de ella simplemente de vista, porque no se atreve a acercarse a la joven. Tal vez adivina en ella un carácter enérgico que le está vedado, puesto que él, como queda pronto demostrado, es un perfecto pusilánime.

Ese súbito amor, del que nos enteramos por la vieja dama de compañía, lo ha llevado a la enfermedad hasta el punto de que piensa que va a morir. Una vez que Mr. Longstaff hace saber a la dama sus deseos amorosos, desaparece de la faz de la tierra y poco después sabremos –por su criado- que está esperando sus últimas horas de vida en la cama. Su único deseo es ver a Diana antes de morir, y cuando lo consigue, la pide en matrimonio casi in articulo mortis. La joven americana, no sabemos si movida por su aparente frialdad, porque directamente desconfía del inglés o porque piensa que lo que le pide el joven es un acto de puro egoísmo, le niega su deseo y parte de Niza inmediatamente hacia América.

La segunda parte del relato reproduce la misma situación pero a la inversa. Ignoramos los motivos que llevan a Diana a marchitarse rápidamente en Estados Unidos, pero la cuestión es que ella siente morirse y decide volver a Europa, en un último y desesperado intento por recobrar la salud. Intuimos, naturalmente, que quiere saber el destino de Longstaff y, si vive, encontrarlo. El proceso por el que se ha enamorado de él tardíamente lo desconocemos, incluso dudamos si se trata más bien de mero remordimiento. Finalmente en la Basílica de San Pedro encuentra a un lozano Longstaff bastante recuperado de su pasado estado crítico, lo que la lleva a pensar que ella fue quien lo hizo revivir por puro odio hacia su persona. La situación se repetirá a la inversa con resultados inesperados.

Lo extraño de esta narración es que, siendo muy esquemática y basándose en una anécdota poco creíble, está muy bien contada, tal vez por encima de sus posibilidades. El estilo de James se sobrepone a la pobreza argumental y el cuento se lee con agrado a pesar de su previsibilidad.

En agosto de 1875 Henry James publicó Benvolio, acaso el cuento más raro de su producción, puesto que se trata de una alegoría, género que él mismo reconoció más tarde que “puede estropear dos cosa buenas: una historia y una moraleja, un significado y una forma”.

Como es conocido, Benvolio es el nombre del amigo de Romeo que trata de conciliar a Montescos y Capuletos. De igual manera, nuestro Benvolio actual es un joven que trata de armonizar los dos lados de su naturaleza: el superficial, representado por su relación con una condesa de vida extravagante y divertida; y el profundo, que goza junto a Scholastica, hija de un filósofo con el que se pasa el día discutiendo de lo Absoluto y lo Relativo. Resulta inaudito que la acción –por llamarla de alguna manera- se desarrolle en Nueva York puesto que es sabido que en Estados Unidos no hay condesas que abran salones para divertimento de la aristocracia, pero suponemos que James se amparó en la forma alegórica de su relato para tratar su tema internacional desde otra óptica, puesto que ante eso estamos: la condesa es el mundo, y el mundo es Europa, en contraposición con la austera América, más ocupada por cuestiones morales y trascendentes como el propio James pudo vivir en su casa, ya que el padre –y más tarde su hermano William- entregaron su vida exclusivamente a temas filosóficos.

Para que la diferencia entre los dos estilos de vida del protagonista sea más patente, Benvolio vive en dos lugares diferentes de Nueva York, un cuarto que le ofrece una vista a una plaza rebosante de vida, y otro, casi monástico que da a un sereno jardín, muy propicio para sesudos pensamientos. El gran mundo y la pequeña provincia, Europa y América, dos formas de entender la vida –en este caso, la existencia- que conviven dentro del joven sin mayor problema dada su naturaleza pacífica. Secretamente sospechamos que ese individuo alegórico es el propio Henry James que dirimió sus íntimos conflictos en este extraño relato de forma elegante y estilizada aunque ahora sabemos, como se ocupó de decir, que para él la diferencia entre América y Europa era una mera cuestión de dinero.

Con esto llegamos al que, a mi entender, es el mejor relato del libro, La Madona del futuro, un cuento bastante precoz en la producción de James –lo publicó en marzo de 1873, seis años antes, por ejemplo, que el arriba comentado El matrimonio de Longstaff– y que, de haber sido escrito en plena madurez del autor, se hubiera convertido sin duda en una obra maestra.

Contrasta fuertemente con los otros dos relatos citados en su punto de partida argumental: bien lejos de la mera anécdota, La Madona del futuro propone toda una tesis acerca del arte, de la imposibilidad de encontrar la perfección en una obra y a su vez de la facilidad con que en otro tiempo esta perfección era posible. Como dice el protagonista, sobre el adoquinado de Florencia:

¡Imagine a los antiguos florentinos paseando emparejados y juzgando las últimas creaciones de Miguel Ángel o Benvenuto! ¡Qué preciosas lecciones recibiríamos si pudiéramos escuchar lo que decían! El más sencillo burgués, con su vulgar atuendo, tenía un gusto especialmente refinado en la materia. Eran tiempos dorados del arte, señor. El Sol brillaba en lo alto y su luz amplia y equitativa volvía resplandecientes las más oscuras plazas, y claros los más foscos ojos. ¡Vivimos en el crepúsculo de los tiempos! Brotamos del polvo gris, transportando nuestro pobre, pequeño, cirio de sapiencia egoísta y dolorosa, que alzamos ante los grandes modelos y las ideas confusas, no viendo en ellos más que abrumadoras grandeza y confusión.

El que así habla es Theobald, un pintor americano afincado desde hace muchos años en Florencia con el que se encuentra una noche un narrador bastante semejante a Henry James. En Theobald se ve la fe fanática del converso, del hombre que ha descubierto la belleza en estado puro y que a fuerza de querer asimilarla ha pensado que puede reproducirla cuando todos sus conocimientos artísticos se asienten. Durante varios días, acompaña a nuestro narrador a la Galería de los Uffizi y del Palacio Pitti y se detiene en el que considera el mejor cuadro de Rafael, La Madonna de la Silla. Para él, en el rostro de la Virgen, en los colores del lienzo, en la serena espiritualidad que se desprende de la tela está toda la sabiduría pictórica de su tiempo, y él que lleva años contemplando el cuadro e inmerso en el ambiente artístico de la ciudad, piensa que podrá pintar una Madona que sea el resumen de todas las Madonas pintadas hasta la fecha.

El relato encuentra su tinte perverso cuando nos enteramos que hasta ese momento Theobald no ha vendido un cuadro en su vida; es más, lo que ha pintado lo ha destruido porque no alcanzaba ese nivel de perfección que él tiene impreso como a fuego en la cabeza. Él no busca el interés económico, no se vende: él ha alcanzado la máxima concepción sobre la belleza y solo la plasmará en un cuadro definitivo.

La Madona de la Silla, de Rafael, óleo sobre el que gira el relato La Madona del futuro
La Madona de la Silla, de Rafael, óleo sobre el que gira el relato La Madona del futuro

Nuestro narrador comienza a desconfiar de las aptitudes artísticas del pintor y por contemporizar ante tanta clarividencia le dice que si bien el genio de pintores como Rafael está fuera de duda, tampoco habría que descartar la idea de que la belleza de las modelos escogidas fuera una ventaja para redondear el resultado final. Pero para eso Theobald tiene una respuesta inmediata: él también escogió una modelo perfecta, Serafina, una joven que conoció en condiciones desgraciadas para ella y que durante muchos años se ha prestado para ser estudiada desde todos los ángulos posibles. Ella es su Madona.

Precisamente la referencia al tiempo transcurrido pone al narrador en la pista de la verdad. Cuando un día visita a Serafina en compañía del pintor, la impresión es mayúscula: se trata de una mujer ya vieja, ajada, vulgar, que tal vez hace tiempo atesorara cierta hermosura de la que no queda ni rastro.

Aquí el relato da un vuelco escalofriante. Las dulces palabras sobre el arte se vuelven siniestras; la belleza se torna en fealdad; la realidad se abisma hacia la nada: el narrador corre hacia el estudio del pintor y descubre sobrecogido el lienzo que durante años reposa sobre el caballete. Vuelve a casa de Serafina en busca de una explicación pero no la encuentra sola: un individuo, quizá su amante, la acompaña; un hombrecillo ridículo que le ofrece estatuillas emparejadas y las sostiene alzadas, girándolas, golpeándolas con los nudillos y contemplándolas amorosamente con la cabeza inclinada hacia un lado: cada pareja es un gato y un mono extravagantemente vestidos, repulsivos, exhibidos sin pudor por ese hombre cuyas febriles palabras parecen condensar –ahora sí- toda la verdad sobre el comercio y la naturaleza del arte: “¡Gatos y monos, monos y gatos! ¡Mis modelos están extraídos de la vida!”.

La Madona del futuro. Siete Noches Ediciones.

El matrimonio de Longstaff y Benvolio están incluidos en Complete Woks of Henry James. Delphi Classics.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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