Las tiendas de color canela. Bruno Schulz: Los recuerdos adulterados

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El escritor Bruno Schulz (1892-1942) se veía como un perro; Bruno Schulz, además de gran escritor, era dibujante, un excelente dibujante que ilustraba sus libros como si toda la fuerza de sus palabras no fueran suficiente para expresar la hondura de sus pensamientos. En esos dibujos a menudo aparece como un perro acurrucado a los pies de una mujer, humilde, servil, como si hubiera sido apaleado. No es sólo la percepción que ahora podemos tener de él: su novia Jozefina Szelinska cuenta de él que se veía parecido a un perro, y esto nos lleva a las apreciaciones que Felice Bauer hacía de Franz Kafka, con quien le une ese desapego por la realidad, ese sentimiento de inferioridad que sin embargo enriqueció la prosa de los dos escritores.

Bruno Schulz escribió muy poco durante su corta vida, y sus libros no son fáciles de leer. A diferencia de Kafka, sus historias sobredimensionan la realidad, la hacen más rica, como si pudiera ver unos colores y unas formas que están vedadas al común de los mortales. Su primer libro, Las tiendas de color canela (1934) sólo puede calificarse como un libro raro, extraordinario, único. Su prosa no se parece a la de nadie de su generación, ni creó escuela. Ni siquiera podemos asegurar que sea una novela, ni un libro de cuentos, sino una serie de estampas unidas por una temática común y por un poderoso personaje, que se alza ante el lector con una majestuosidad admirable. Igual que él mismo se veía como un perro, Schulz veía a los demás como una especie de pseudofauna que transitaba por la vida sumida en una experiencia casi mística, difícil de relacionar con la realidad más estricta.

Las tiendas color canela es un libro inequívocamente dedicado a su padre, un libro que vierte sus recuerdos de infancia como vistos a través de un espejo deforme, un espejo que no reflejara apenas la realidad pero que sin embargo no pierde totalmente el contacto con ella. No obstante, la prosa de Schulz es realista, nada nos hace suponer que los hechos no fueran tal como los cuenta si no fuera porque hay un aura mítica en los hechos narrados, no de una forma onírica, como puede ser el caso de Kafka, sino con esa deformación que observamos en los cuadros de El Greco: los retratos están unidos indefectiblemente con la realidad, pero los colores, las formas, los rasgos, se encuentran caprichosamente deformados.

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Como decimos, el gran protagonista del libro es el padre de Schulz, al que mira siempre desde los ojos de la infancia, como si el escritor Schulz no hubiera crecido, o no hubiera querido crecer. Las historias que cuenta de su padre no son fantásticas, sino surreales, pero con un surrealismo muy matizado: entra dentro de lo posible, pero no de lo probable. Así, en muchos episodios que componen el libro, su padre aparece como un hombre evadido de la realidad, embebido en extrañas actividades que regocijan al lector por su excentricidad: el padre desaparece a menudo de la casa y se marchita visiblemente ante los ojos de la familia. Él está en sus cosas, y los demás miembros de la familia, asisten nada atónitos a sus rarezas, salvo la criada, que es la que pone orden en la casa y por la que el padre siente un respeto extraordinario. Por ejemplo, se cuenta una explosión de amor ornitológico que engancha al padre durante semanas, incubando huevos de aves exóticas, criando esos pajarracos grotescos en una de las habitaciones de la casa, sin apenas comer ni dormir, enfrascado en sacar adelante a su prole como si en ello le fuera la vida.

Todo lo que emprende el padre fracasa, como intuimos que ha fracasado en su vida caprichosa y voluble, pero él no tarda en volverse a enfangar en una nueva actividad que lo aparta de su familia y de sus necesidades básicas. Él defiende la poesía de la vida, el submundo que corre por debajo de la realidad, y así lo veremos redactando un «Tratado sobre los maniquíes», en la defensa de un mundo erigido por un demiurgo terrenal que sólo puede hacer seres y cosas falibles, en una chapucera imagen y semejanza del verdadero Demiurgo. Busca, investiga en el inframundo, se arrastra por los suelos para comprender la vida de las pelusas que corren por los rincones, de los pequeños insectos, los pelos olvidados por la casa. Su ideal es crear un maniquí que sea la imagen del hombre, una imagen disecada, absurda pero fiel de la humanidad, el único ser al que puede aspirar un hombre que no sea Dios.

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No sólo aparece este inmenso personaje en el libro, cuya existencia ya hubiera bastado para ser considerado una obra maestra, sino que Schulz nos invita a caminar con él por las calles de su infancia, nos lleva al olor y al calor de esas tiendas de color canela que le impresionan por la quincallería que se vende en ellas, la acumulación de inutilidad que comprende en un mundo que es inútil.

En este libro de Bruno Schulz no hay una sola palabra que sobre: todas ellas nos llevan a unos recuerdos deformados por el tiempo y por la propia personalidad de Schulz, pero que no tienen por qué ser muy diferentes de los que nosotros mismos podemos tener. Es un mundo deforme, sí, pero es el mundo del recuerdo, que nos engaña tras el velo del tiempo. Es como un mundo paralelo, aquél que fue y que se recupera a duras penas, resaltando aquellos aspectos más grotescos que ha guardado la memoria como si estuvieran adulterados, recordados por otro.

Las tiendas de color canela. Bruno Schulz. Siruela.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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