Last work. Batsheva dance company: En los límites de la anatomía humana

lastweb-workSe abre el telón y vemos a un hombre correr en una cinta mecánica al fondo del escenario, sobre un escalón que recorre la totalidad del espacio.

Su movimiento es rítmico e hipnótico, los golpes de sus pies tienen algo de ritual.

Comienza un despliegue de movimiento a sus pies. Los bailarines van apareciendo por goteo y arranca este “último trabajo” dispuesto a dejarnos aplastados en la butaca de la Sala Roja del Canal. Uno a uno, demostrarán su más que evidente posición de liderazgo entre la élite de la danza mundial, haciendo alarde de un dominio del cuerpo más allá de lo imaginable.

Los bailarines de Batsheva no son humanos. Son superhéroes.

Cierto es que no cabía esperar menos de una de las compañías de danza contemporáneas más longevas e icónicas del mundo, fundada en Tel-Aviv en 1964 por la Baronesa Batsheva de Rosthchild con el apoyo artístico de Martha Graham y por la que han pasado figuras indispensables de la escena actual como lo son Itzik Galili o Hofesh Shechter. La última creación del coreógrafo israelí-estadounidense Ohad Naharin, que también dirige la compañía desde 1990, ha sido uno de los platos fuertes del Festival Madrid en Danza de este año.

Y el hombre continúa corriendo.

A lo largo de una primera parte marcada por un ritmo lento en el que la música de Grischa Lichtenberger va incrementándose en intensidad, los intérpretes desafían las leyes anatómicas y físicas, desdibujando la frontera entre lo monstruoso, lo grotesco y lo extremadamente bello, haciéndome pensar que, por algún mágico sortilegio, ellos no viven bajo la presión de lo que el común de los mortales llamamos fuerza de gravedad. El escenario es un lienzo en blanco y sus cuerpos son trazos de pura expresión artística, una epopeya sobre la naturaleza de unos cuerpos fuera de lo corriente dominados por una dedicación y concentración inigualable. No hay dos bailarines iguales, no hay dos movimientos iguales, y no hay forma correcta o incorrecta. Naharin lo sabe y abandera esto como su discurso. El coreógrafo, fundador de la danza GAGA, huye de la alienación del bailarín, rehúsa su imagen en el espejo (al parecer sus ensayos son sin reflejo que valga) y fomenta la creatividad personal de sus intérpretes, conduciendo sus creaciones desde la improvisación y la experimentación con partes del cuerpo poco utilizadas en la creación escénica.

Así, toda la compañía se presenta en este desfile de danzas únicas e individuales, llevando a esas diecisiete máquinas perfectas a un nuevo estado, una imagen recurrente en la que el grupo, estático, se rompe y se regenera, en una suerte de reorganización hacia delante, como una carrera de la existencia. La ruptura, de algún modo, desata el caos, y una masa informe de manos devora al individuo, toda la compañía se fusiona en un unísono en el suelo y un bosque de manos y piernas ingrávidos se instala en el escenario.

Al fondo, el hombre, sigue corriendo.

Arranca una segunda parte más farragosa y densa, en la que la dramaturgia se diluye y parece no regirse por ningún código u organización. Nada más lejos de lo real. Dentro de la aparente inconexión de imágenes – dúos, tríos, caminadas de los bailarines, cambios de vestuario en escena, hombres con un vestido negro que, irremediablemente se asemeja a una sotana, y mujeres de blanco, algunas con tutú- rige un orden estético muy del gusto de Naharin, deslizando puntuales y esporádicas atenciones a la composición de un retablo pretendidamente desorganizado, pero que, como si se tratara de una fantasía onírica de el Bosco, sabe muy bien cómo componer y descomponer el ensemble en pos de la creación de una imagen extremadamente inquietante pero, sobre todo, que no permite al espectador apartar los ojos del escenario en ningún momento.

Mientras tanto, sigue corriendo.

Y toda la compañía se viste de blanco al completo, se cubren las caras con una suerte de gorro de ducha/turbante/calzoncillos (verdaderamente, hay que reconocer que la propuesta de vestuario de “Last work” es muy fea). Se perpetra un despliegue de artillería pesada, Naharin sabe que es el momento que el espectador está esperando, donde va a posicionarse como el privilegiado creador que es, se ha guardado todos los ases bajo la manga y los piensa soltar de golpe sobre la mesa sin piedad alguna ante los demás participantes.

El hombre corre, y en el escenario se desata el caos.

La música se va tornando progresivamente más y más violenta, el grupo que avanzaba y en el que la pujanza por adelantarse desbarataba el conjunto, se torna una máquina de repetición de movimientos monstruosos, como un ejército de muñecos mecanizados poseídos por el mismísimo Belcebú. Toda la composición poética, de retales delicados salpicados de guiños despreocupados, incluso cómicos, que ha sucedido hasta ahora, va tomando un cariz más y más violento.

Impertérrito, el hombre corre.

La música continúa subiendo, tornándose progresivamente en un bombardeo de bakalao hardcore que no tiene visos de mitigarse.

En la línea del hombre que corre, aparecen cuatro hombres: uno, grita ininteligiblemente en un micrófono, mientras, con cinta de embalar, crea una tela de araña desde el pie del micro; otro, hace un ruido ensordecedor con una matraca gigante;  otro, parece masturbarse de espaldas al público; el último, ondea una bandera blanca.

Todos los intérpretes han entrado en una vorágine de danza extática, saltando y recorriendo el escenario.

La camisa del hombre que corre, a estas alturas, está llena de sudor. Y sigue corriendo.

Los espectadores, se aprietan contra la butaca, una tensión creciente se palpa. La música, el ruido, continúa subiendo, atronando. La coreografía parece pasar desapercibida, los bailarines son como palomitas de maíz, blancos, explotando en la sartén, o bien, los asistentes de una discoteca extrema, saltan como impulsados por una catapulta, estallan confetis. Uno duda de si es la guerra, o la más exagerada muestra de diversión. Cabría preguntarse acerca de las implicaciones simbólicas que el autor pretende expresar con su discurso, podemos entender demasiadas cosas, y si el argumento refiere a la actualidad política, lo hace con tal cinismo que asusta. Resulta sin duda más divertido sólo disfrutar el espectáculo, o sufrirlo.

El hombre que se masturba se da la vuelta, en realidad, estaba limpiando una metralleta, que dispara. El ruido es ensordecedor.

Y llega el silencio.

El hombre del micrófono embala a toda la compañía, enlaza a todos los miembros en una red que ocupa a todo el escenario con su cinta adhesiva. Finalmente, une al hombre que corre, aún con el pecho encorsetado de cinta marrón, lastrado con diecisiete cuerpos sudorosos, agotados, unidos y esparcidos por todo el escenario, sigue corriendo. Ohad Naharin se lo ha pasado bomba, ha llevado al límite de lo humanamente posible a la compañía y a los espectadores, testando la resistencia ante los estímulos que se pueden llegar a experimentar sobre un escenario.

Y sigue corriendo.

“Last work”. Batsheva dance company. Madrid en Danza 2016. Teatros del Canal.

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