Lo más selecto (II). Henry James

jamesDecía Borges que Henry James creó situaciones deliberadamente ambiguas y complejas, capaces de indefinidas y casi infinitas lecturas. Los relatos de Lo más selecto (The Better Sort, 1903) fueron creados para deleitarnos tanto por su intensidad dramática como por la sutileza psicológica, que acepta múltiples interpretaciones. Para ello, James se sirvió de una técnica sumamente inteligente: el narrador está involucrado en la acción, pero al mismo tiempo, está separado de ella; desempeña su papel en la historia, pero no nos proporciona una interpretación completa de la escena, sino sólo detalles y claves para que el lector las interprete. Bajo la superficie del diálogo y la acción, despojado el relato de detalles superfluos, se desarrollan estados de la mente y del alma que ni siquiera alcanzan a comprender en plenitud los propios personajes.

Son relatos breves, basados generalmente en una anécdota y generalmente perversos, llevados a un extremo de intensidad que parece descartar su carácter de ficción, como si los hubiera vertido directamente de la realidad. Se advierte en ellos un irónico tono de venganza porque retratan la vida social londinense desde una perspectiva que solo quien ha sido víctima de ella es capaz de mostrar. Londres es ciego e ignorante, y por ello es cruel: no hay mayor vileza que la del que solo quiere mirarse el ombligo.

Es una vida social de desocupados, es decir, de los que tienen todo el tiempo para ocuparse de ellos mismos. Por eso no es de extrañar que haya irresponsables componendas de amargos resultados como ocurre en De una clase especial (The Special Type, junio de 1900). En este relato se nos cuenta la sucia maniobra que un cínico emplea para obtener el divorcio. Lo sabemos gracias a un pintor amigo suyo, que si bien es observador de cuanto ocurre, no es imparcial, sino que anima con su absoluta falta de moralidad las atroces intenciones de Frank Brivet. Éste es un hombre casado, con una relación extramatrimonial, que está a la espera de que su esposa le pida el divorcio.

Ella también tiene una relación adúltera pero ninguno de los dos quiere dar el paso ante los ojos de la sociedad, puesto que eso podría suponer la condena al ostracismo. Lo más sencillo sería divorciarse cuando la situación es inaceptable para los dos cónyuges, pero las clases desocupadas tienden a hacer complejo lo fácil. Frank Brivet no quiere que su futura esposa, Mrs. Cavenham, sea la “culpable” de una ruptura matrimonial, de modo que busca a otra mujer que haga las veces de adúltera ante los ojos de los demás, bajo pago, de forma que una vez obtenido el objetivo, ella vuelva al anonimato.

El estudio de su amigo pintor le presenta la ocasión –o mejor dicho, es el amigo pintor quien se lo ofrece. Una mujer que esté dispuesta a semejante trago sin que después sea un problema tiene que ser de una clase especial y el pintor, precisamente, tiene una modelo que es una muestra de comportamiento ejemplar. Alice Dundene es agraciada, amable, comprensiva, pobre. Se puede confiar en ella para que haga las veces de mujer fatal porque, después de todo, se dedica a posar para un pintor; en definitiva, no es nadie.

Podríamos pensar que Alice también es inmoral por cuanto colabora en el engaño, pero a ella la mantienen ajena a todo lo que subyace bajo su contrato. Ella actúa; no pregunta. Ni siquiera se le da la oportunidad de ser malvada. Como bien señala el título del cuento, es de una clase especial, es decir, de aquellas que callan y cobran para sobrevivir, del resto de los mortales.

La sociedad londinense que nos presenta James es endogámica y cerrada; ellos son los que deciden quienes entran a formar parte de ella y quiénes no; son los que presentan a los candidatos, quienes admiten y quienes rechazan. La alta sociedad, por tanto, es un enorme tribunal en el que se mide hasta el más mínimo detalle, incluso respecto a sus propios miembros, porque también hay clases. Tal es el caso de Lord Gwyther en Las dos caras (The Two Faces, diciembre de 1900), un despreocupado aristócrata que hace poco tiempo jugó una mala pasada a Mrs. Grantham delante de todos pero que tiene desfachatez de acudir a ésta para que presente en sociedad a su reciente esposa, una alemana con la que se ha casado en Stuttgart.

James tiene la habilidad de no juzgar conductas que, si se miran bien, son atroces. Que un hombre ponga en evidencia a una mujer en sociedad es censurable; que se valga de ella para que su esposa sea presentada, es repugnante. Sin embargo, Lord Gwyther es un hombre que cae bien, un personaje que James sabe hacer agradable, porque así es en la vida real. Que haya un doble juego en su propuesta es lo de menos; solo está en juego el honor de Mrs. Grantham, la mujer repudiada: si se niega a colaborar se mostrará como una resentida; la única forma de seguir pareciendo honorable es haciendo como que no ha pasado nada.

Ahora bien, James es más perverso aún que sus peores personajes, y da otra vuelta de tuerca al argumento: puesto que la aceptación de Mrs. Gwyther está en manos de Mrs. Grantham, el futuro social de la pareja también lo está. Todo Londres está pendiente de la fiesta que se da en honor de la alemana, y es un mundo tan superficial que la primera impresión es la única que cuenta. James resume la aparición de Mrs. Gwyther con estas someras palabras:

Una persona menuda, muy joven y muy arreglada, había salido de la casa, y la expresión de los ojos de Mrs. Grantham era la de un artista ante su obra, interesado, incluso hasta la impaciencia, en el juicio de los demás. La personita se acercó […]; vio muchas cosas –demasiadas: parecían ser plumas, volantes, excrecencias de seda y encaje –apretujadas y en conflicto y, tras un momento, también vio, luchando por salir de ahí, una carita que le pareció asustada o enferma. Después, volviendo de nuevo a los ojos de a Mrs. Grantham, vio otra cara.

Naturalmente en una clase ociosa no pueden faltar quienes la diviertan, porque, por sí misma, esta clase es tremendamente aburrida. James durante un largo período de su vida se consideró un fantoche que los había distraído y les había dado una cierta pátina de intelectualidad. En La señora Medwin (Mrs. Medwin, agosto-septiembre de 1901) narra la historia de una americana pobre que sobrevive en medio tan hostil con buenas maneras, consciente de su papel de simple animadora, pero como buena hija de su país, con un eminente sentido práctico. El relato no tiene desperdicio en cuanto a cinismo.

Mamie Cutter es también lo que se llama ahora una conseguidora: dado que participa en las fiestas de sociedad –si bien lo es de una forma secundaria- se aprovecha de su gregaria posición para “presentar” señoras ante esa sociedad a cambio de dinero. Mrs. Medwin es una de esas mujeres que piensa que no se puede vivir sin esos seres ociosos: sin ellos no eres nadie, y Mrs. Medwin quiere ser alguien. Ha pedido a Mamie que la presente ante una dama para ir ganando posiciones en la escala social. Pero a Mamie en esos momentos le ha ocurrido un percance: se ha presentado en su modesta habitación su horrible hermano.

Scott Cutter es de esos sinvergüenzas que se dedica a sablear a los demás sin dar golpe. Ha estado en multitud de ciudades; ha conocido a personas de todos los pelajes y sigue sin encontrarse una moneda en el bolsillo. Ha decidido pedirle a su hermana dinero con una indiferencia perfecta, con esa despreocupación absoluta que solo pueden tener los vagos. En realidad Scott no es distinto de los aristócratas con los que se codea su hermana, ni siquiera es distinto de ella: vive de la nada, es decir, vive de los demás.

Mamie no desea que los nobles de los que se rodea conozcan a su hermano, porque ella también tiene que aparentar algo dentro de su pobreza extrema: a los desocupados no les gusta ver la miseria, y Scott es un miserable. Lo que ocurre es que es simpático y sobre todo listo; cuando conoce la ocupación de su hermana descubre un filón: si hay que ser un mono de feria ante ellos, no importa; no se escandaliza, sino que más bien, de manera deliciosa, accede a entrar en ese juego en el que nadie es mejor que nadie porque ninguno vale nada.

Con suma habilidad, James equipara a un indudable sinvergüenza con lo más preciado de la sociedad inglesa; en este relato todos son iguales, todos se mueven por intereses, ninguno de ellos hace nada más que ser ellos mismos; no cabe la honradez, el esfuerzo, la decencia; el panorama es desolador.

Otra pequeña venganza que se tomó James en sus últimos años fue la de desprestigiar el oficio de periodista, que detestaba. Ya en El Eco había envuelto en celofán una sucia jugarreta periodística, pero será en Los periódicos donde se mostrará más despiadado. Un año antes de que escribiera este cuento, James narró con causticidad los terribles efectos del periodismo. Flickerbridge (febrero de 1902) es el idílico paraje al que va a restablecerse Franck Granger, un joven pintor norteamericano que está haciendo un retrato en Londres y se ve sorprendido por una gripe. Para convalecer de la enfermedad, su prometida Addie –que es una escritora de cuentos frustrada y una periodista con futuro en Estados Unidos- le aconseja que vaya a una casa de campo perdida en el corazón de Inglaterra donde vive una prima lejana de una rama familiar que cruzó el Atlántico.

El descubrimiento de un paraje insólito, conservado en el tiempo, y una mujer, Miss Wenham, como sacada de un pasado remoto, asombra al joven pintor. Ella es una solterona aturullada, espasmódica, dada a la continua disculpa, una mujer amable que quiere hacer más fácil la vida de los demás. A su vez, Flickerbridge es totalmente especial:

Una casa antigua e intacta, intocable, indescriptible, un rincón antiguo como no creía que existieran, cuya sagrada calma hacía que la cháchara de los estudios, el olor a pintura y la jerga de los críticos, todas las sensaciones y sonidos de París, regresaran a él bajo la forma de otras tantas señales de una enorme jaula de monos.

Como se ve, a James no le duelen prendas de describir el mundo del arte con palabras despreciables, porque para él, como para su personaje, la crítica y el periodismo no son más que un puñado de cotorras parloteando que ensucian con sus palabras lo que de hermoso hay en la vida.

De hecho, Franck Granger piensa que su prometida, si llega a ese bucólico paraje, lo estropeará todo con tal de hacer un artículo de consumo en Estados Unidos. Su error es alabar en sus primeras cartas la grandeza del lugar. Cuando se da cuenta de su error ya es tarde: Addie promete visitar Flickerbridge para dar a sus lectores ese color local inglés que tanto les entusiasma.

En verdad Granger quiere ese lugar para él solo. No sabemos hasta qué punto le importa la insólita Miss Wenham; lo que no desea es verse defraudado por ella. James sabe que el germen de la corrupción anida en cualquier alma humana, y a pesar de habernos mostrado a la solterona como una mujer preservada de los males de su tiempo, Granger teme que caiga en ellos cuando le ofrezcan el fruto prohibido. Ella misma no sabe qué clase de persona es, y el joven pintor prefiere dejarla en esa ignorancia antes que exponerla a la realidad. La llegada de la periodista a Flickerbridge despejará sus dudas.

Bajo el ataque al periodismo que claramente representa este relato –siempre se ve como una amenaza– James plantea un pesimista dilema, puesto que si una persona es pura, tal vez lo es porque no ha sido tocada y no porque ella haya rechazado la turbiedad. Bien sabía el escritor que la corrupción alcanza por igual tanto al corruptor como al corrompido.

La otra cara de la moneda se muestra en el que quizás sea el mejor relato del conjunto, La bestia en la jungla (The Beast in the Jungle). Aquí estamos ante un ejemplo de la narrativa de Henry James en estado puro: John Marcher revela a una amiga una confesión íntima: desde muy temprana edad ha tenido la sensación de que le hubiera sido decretado un destino insólito y extraño, portentoso y terrible, cuyo presentimiento tiene metido hasta la médula. Pasan los años y la amiga se convierte en su más íntima confidente, la única depositaria de un sentimiento que lo va aniquilando en busca de ese destino que nunca termina de aparecer.

Será entonces cuando aparezca ese personaje, tan querido por Henry James, que es el espectador de la vida, que sólo busca el descubrimiento de la verdad sobre uno mismo y las personas que le rodean, pero que es incapaz de actuar ante los acontecimientos que se presentan ante sus ojos. El relato empezará a serle angustioso al lector, que comprende impotente, ante la trama a la que asiste, que ese destino tan ansiado le está sucediendo al protagonista sin que éste se dé cuenta. Sólo ella, su amiga, su confidente, será capaz de entender la dimensión de su fracaso.

Si se mira bien, en este relato apenas hay acción; no ocurre nada y, sin embargo, todo está ocurriendo ante los ojos de los protagonistas. La figura de la mujer, de la confidente, es soberbia. Con un cuidado especial así la concibió en sus anotaciones previas:

Al principio ella asume en sí este sentimiento de él, y se muestra tierna, alentadora, protectora. Más adelante, comprende la verdad del caso y, aunque sin expresarlo, adquiere lucidez. Pasan los años y ve que la cosa no ocurre. Un día, al fin, de algún modo se enfrentan cara a cara con la cuestión y es entonces cuando ella habla. «Esa cosa tremenda que siempre has vivido temiendo, que siempre has tratado de impedir… te ha sucedido.» El queda estupefacto: ¿cuándo, qué, cómo? «¿Qué es?» «Bueno, ¡que no te ha sucedido nada!»

Sí le ha sucedido: ella lo ha amado pero con un amor silencioso, expectante, acogedor. Acepta con su renuncia la escasa clarividencia de él pero lo acompaña hasta el final con una delicadeza que se apiada de la mezquindad y la cobardía de su amado, que es lo que ella no quiere ver.

Al leer a Henry James se tiene la misma sensación que poseemos cuando irrumpimos en una habitación donde dos conocidos están hablando y, repentinamente se callan, cruzando sus miradas, entre un silencio inquietante: es entonces cuando adivinamos que en aire ha quedado suspendida una terrible verdad sobre nosotros.

Lo más selecto. Henry James. Alba Editorial

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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