Los destructores de sueños

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Creo que no me equivoco al afirmar que los que amamos el cine y la literatura lo hacemos, entre otras cosas, porque son artes que nos permiten soñar, evadirnos de la realidad y vivir, aunque sea por un pequeño instante, sensaciones y emociones que de ningún otro modo estarían a nuestro alcance. Los libros, las películas y puede que a su modo también otras formas de arte, pueden considerarse no ya sólo desde el punto de vista de la estética como una forma de transmitir lo bello, lo sublime o lo profundo de las cosas y del mundo que nos rodea, sino, lo que también es lícito, como una forma de evasión. El cine y la lectura funcionan para nosotros como una máquina de Nozick, aunque sea sólo de forma temporal. No hace mucho se publicó en esta misma página un excelente artículo sobre esa hipotética máquina y sobre quién estaría dispuesto a usarla. Pero, ¿acaso no nos sucede de cuando en cuando que nos sumergimos en la lectura de un libro que nos fascina, y sentimos por un momento que formamos parte de la historia? ¿Y no nos ocurre lo mismo con ciertas películas?
 
En todas las épocas, y esto es algo que siempre me ha sorprendido y me ha fascinado, han existido una serie de personas que han dedicado el tiempo de que disponen a fabricar esas máquinas de Nozick, a veces como profesionales implicados en su trabajo, pero en ocasiones también como meros aficionados, empleando las escasas fuerzas que les quedan después de un agotador día de trabajo, y un esfuerzo que a veces termina superándoles y que los lleva a querer expresar, por escrito, a través de una pintura, de una partitura o de una película, una serie de historias, imágenes, emociones y sensaciones que en muy pocos casos obtendrán algún reconocimiento y, aun entre estos pocos, la mayoría terminarán olvidándose irremisiblemente. Pero asombrosamente todas esas personas, los creadores de sueños, continúan allí, infatigables, inmunes al desaliento, ilusionados por producir sus películas o espectáculos teatrales, arañándole minutos a sus ajustados horarios para escribir un par de páginas de algún guión, o de un ensayo, pintar un cuadro, extrayendo acordes de sus instrumentos, o incluso sólo componiendo algunos versos sueltos.
 
En algunos casos, tal vez demasiados, nadie los toma en serio. Mucha gente piensa que los artistas y los creadores son personajes ociosos, que no trabajan nunca. El propio Woody Allen tuvo que llevar a su padre a un día de rodaje para que se diera cuenta por sí mismo de todo el trabajo que conlleva hacer una escena de una película, plasmar un sueño, en este caso, en una filmación.
 
Pero claro, llega un momento en el que los sueños cuestan dinero, y eso nos hace recordar esa famosa escena de “El halcón maltés”, ¿la recuerdan?, cuando Bogart, sosteniendo la estatuilla del halcón, de oro macizo, dice de ella que está hecha “de la misma materia que están hechos los sueños”. Estoy casi seguro de que Dashiell Hammett quiso ironizar con esta frase aquella otra cita de Shakespeare que decía que los humanos “estamos hechos de la misma materia que los sueños”. Sí, y el inglés añadió además que “nuestro mundo está siempre rodeado de sueños”. Espero que nunca haya una cita que parafrasee a Shakespeare usando el tiempo pasado, porque cada día resulta más evidente que existen ciertas personas (siempre han existido, por otra parte, en todas las épocas) que parecen empeñarse en destruir ese pequeño mundo de sueños, envileciéndolo y reduciéndolo a una cuestión de números, estadísticas y dinero, es decir, la única e imprescindible materia que, según ellos, se necesita no para tener, sino para poseer un sueño, asegurando sin ningún empacho que esa supuesta vocación de los creadores de películas, de libros, o de cualquier otra forma de arte, e incluso por extrapolar un poco más, quienes intentan dedicarse a la también denostada labor de la investigación científica, responde a sueños poco rentables que no merecen la pena.
 
Por desgracia, resulta fácil, tal vez demasiado fácil para estas personas destructoras de sueños recurrir a medios de comunicación dispuestos a seguirles el juego y en donde pueden expresar con total irresponsabilidad afirmaciones que, estoy seguro, llevan como principal intención la de herir gratuitamente, desmotivar, mermar el poco interés o la capacidad creadora que aún pueda existir en todas estas personas a las que antes me he referido y que dedican sus dotes y sus recursos a una actividad que simplemente les ilusiona o, aún más, les apasiona.
 
Por desgracia, siempre han existido dirigentes o personas influyentes que encontraron que la educación y la cultura eran armas de doble filo que había que intervenir. Una población sin cultura ni educación es sumisa y fácil de controlar. Que afirmaciones como las que se esgrimen estos personajes contra investigadores o creadores, sean del cariz que sean, no hagan que nos rebelemos, ya es un indicador más que nos manifiesta que algo falla en nuestro sistema, que estamos estancados, encallados, con el cerebro inactivo. Y un cerebro inactivo, que no crea ni tiene interés por crear, está podrido, irremisiblemente muerto. Contra todos estos hombres grises que no ven más allá de su ombligo, me gustaría vindicar el derecho a soñar, a crear. Como decían los estudiantes de mayo del 68: “La acción no debe ser una reacción sino una creación”.
 
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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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