Los nueve sastres. Dorothy L. Sayers: Repique de campanas

Sayers

Hubo un tiempo en que el mundo era feliz. Afables párrocos dirigían las almas de unas cuantas personas de buena fe, perdidas en aldeas rodeadas de terrenos pantanosos, allá en la Inglaterra de 1920. Las personas eran buenas, y si no lo eran, pronto eran echadas del redil, o ellas mismas se apartaban, normalmente para dirigirse a la cárcel, el limpiador de la conciencia de la sociedad. En ese mundo rural, perdido o añorado, situó la escritora británica Dorothy L. Sayers (1893-1957) la mejor de sus novelas, Los nueve sastres (1934), una novela detectivesca perfecta, la más perfecta de las que he leído.

Como en todas sus novelas de este género, Dorothy L. Sayers echa mano de un investigador heterodoxo aunque muy inglés, Lord Peter Windsey, un hombre mundano, divertido y gran conversador, que adora los libros y la música, los vinos y la gastronomía. Encarna al perfecto hombre de Oxford. Conoce los mejores restaurantes del Soho y West End y pequeñas hosterías de carretera con cocineros de fiar. Ya sea en un club de caballeros de Londres, en un pueblecito de Escocia o de la campiña inglesa, Lord Peter despliega su don de gentes, sus conocimientos enciclopédicos y su gran inteligencia para enfrentarse al crimen como a un sofisticado pasatiempo. Porque, al contrario de lo ocurría en Estados Unidos, donde el crimen era organizado y representaba la degeneración de una sociedad corrupta, el crimen para Dorothy L. Sayers es un pasatiempo, más una causa que un efecto, un mal necesario.

El único problema es que, en este caso, hay un asesinado que muestra una característica poco común en los asesinados: no fue muerto a golpes, ni envenenado, ni una bala o el rastro de un cuchillo atraviesa su piel. Es más: no hay una causa científica que pueda determinar su muerte. Pero ante tanta negación, hay un hecho positivo e incontestable: este hombre aparece enterrado en una tumba que no es la suya, tres meses después de haber muerto, posiblemente atado, con la cara desfigurada por golpes de pala que fueron dados una vez asesinado, y con las manos cortadas a las alturas de las muñecas; está claro: el criminal no quería que nadie conociera la identidad del muerto, pero en el pequeño pueblo de Fenchurch St Paul no se echa de menos a nadie, aunque posiblemente entre ellos, entre esos feligreses que hacen su vida cotidiana tan normal como si fueran a vivir un millón de años, haya posiblemente un asesino.

Lord Peter Windsey apenas investiga, ni siquiera curiosea aquí o allá como su coetáneo Hercules Poirot: parece que los hechos vayan surgiendo solos, y la labor del detective inteligente es saber enlazar unos hechos con otros: hace unos años hubo un extraño robo en la aldea de Fenchurch St Paul, un collar de esmeraldas nunca encontrado, propiedad de una extravagante señora que estaba de paso por el lugar para atender un compromiso social. Entonces se hallaron a dos culpables: un ladrón profesional de Londres, que ahora acaba de salir de la cárcel, y el mayordomo de un insigne parroquiano de la aldea, una mala persona que murió al escapar de la cárcel después de matar a uno de los carceleros. El muerto que apareció enterrado en el lugar que no le correspondía sólo puede ser uno de ellos, pero uno ya está muerto y enterrado a muchos kilómetros de la aldea, y el otro pasea su ominosa presencia por Londres a la vista de todos.

Ya digo que esta novela es perfecta, precisamente porque no parece una novela policíaca: durante las primeras 100 páginas, sólo se habla de la estancia que Lord Peter Windsey tiene en Fenchurch St Paul, obligado por un accidente de coche, y en esas páginas sólo se habla de una cosa: de campanas, las famosas campanas de la parroquia, que son amadas por encima de todo por el párroco, un insigne campanólogo. Después, con la aparición del cuerpo enterrado, parece que la trama empieza a tomar un cierto misterio, pero todas las pistas parecen ir hacia un callejón sin salida: ni se conoce la identidad del muerto, ni se sabe quién puso ser el criminal, ni se sabe siquiera de qué murió el asesinado, cómo fue el crimen.

Nada de eso importa, en realidad, para el lector, que transita plácidamente por una novela que despliega una gran cantidad de conocimientos sobre temas varios, como la campanología, la horticultura o el estado de los pantanos en la campiña inglesa. Por supuesto, el lector sabe que algo se tiene que descubrir, puesto que el misterio está ahí, pero se acomoda rápidamente al ritmo pausado del detective, que toma, como hemos dicho, el crimen como un pasatiempo, sin golpes de efecto, ni sorpresas que den una vuelta de tuerca a la trama.

De hecho, y eso es lo que hace a esta novela perfecta, todo está claro desde el principio, y el lector, que no tiene ni idea de cuál ha podido ser la causa del asesinato, estará viéndola continuamente delante de sus narices, sin que se dé cuenta de que la solución del misterio la ha tenido presente todo el rato. Esto supone una gran seguridad por parte de la escritora, que se juega con un triple salto mortal, el efecto final de la novela, su solución.

Sin efectismos, sin complejidades, la historia se desenvuelve con una naturalidad pasmosa, como si fuéramos nosotros los que estamos desentrañando la solución y estuviéramos presentes en la trama. Los nueve sastres es una novela muy inteligente, que sabe jugar sus bazas a cada momento. Lo único que podrá hacer el lector en cuanto acabe la novela es buscar otras novelas de la autora. Sus bien tramadas historias crean adicción.

Los nueve sastres. Dorothy L. Sayers. Editorial Diagonal del Grup 92.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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