Los papeles de Aspern. Henry James: La irresistible atracción del pasado

18.papelesaspernCuando se lee detenidamente a Henry James, o a los sucesivos Henry James que fueron derivando en su estilo y en su concepción narrativa hacia una mayor riqueza técnica, abruma su poderosa atemporalidad, esa extraña capacidad que tienen tan pocos escritores de parecer que lo que escribieron fue publicado ayer mismo.

Tal vez en sus novelas más complejas esta sensación se atenúe un tanto, porque el escritor Henry James se impone de tal forma, con tal rotundidad, que supera a la propia historia que cuenta. Pero cuando leemos su narrativa más breve, y en especial sus novelas cortas, tenemos esa curiosa sensación de que el libro podría reposar en la mesa de novedades actuales de cualquier librería.

Tal es el caso de Los papeles de Aspern (1888), uno de esos cuentos que parecen novelas cortas, y que como él mismo escribió en su cuaderno de trabajo, se trata de una “anécdota” que le refirieron durante una visita a Florencia, una anécdota digamos sustanciosa de la que él extrajo sus máximas posibilidades pero siempre dentro del estricto marco de los hechos, dejando al lector la tarea de sacar sus propias conclusiones acerca de los sentimientos e intenciones, no muy loables, de los tres personajes que centran la atención de la trama.

A su vez la anécdota viene precedida del momento en que James captó las posibilidades de una buena historia a partir de un hecho que relata así en uno de sus prefacios a la edición de sus obras en Nueva York:

De alguna forma, desde el primer vistazo, consideré romántico que Jane Clairmont, la medio hermana de Mary Godwin, la segunda esposa de Shelley y, durante un tiempo, amiga íntima de Byron y madre de su hija Allegra, hubiera estado viviendo en Florencia, donde llevaba residiendo desde hacía mucho tiempo y durante la misma época que yo, y que, de hecho, si yo lo hubiera sabido un poco antes la habría podido ver en persona.

Fue como una especie de encontronazo con el pasado -ella debía ser muy longeva para entonces- como para haber tenido a su disposición toda una época remota que él admiraba y de la que ella, por fuerza, debía tener grandes recuerdos. Por ello prosigue en su prefacio:

La emoción de enterarme de que habíamos coincidido y el asombro de pensar que, sin duda, en los meses anteriores había pasado sin saberlo una y otra vez por delante de su casa, en la que ella habría estado sentada, en su cotidianidad y al alcance de la voz, me daba todo lo que yo necesitaba.

El propio James se pregunta a continuación si, de haberlo sabido a tiempo, se hubiera atrevido a visitarla. Esta suposición se vio enriquecida con la “anécdota” que posteriormente conoció y a la que nos referíamos al principio: existía la leyenda de que un tal capitán Silsbee de Boston sí la había hecho, y se había hospedado en la casa, con la fea intención de apropiarse de cuantos recuerdos materiales guardara la legendaria dama. Sin embargo, en el despreciable proceder de este hombre veía algo tosco que él enmendó, de alguna manera, escribiendo una novela basada en estos hechos.

Para ello trasladó la acción a Venecia, un lugar mucho más evocador de un pasado decadente, e inventó un poeta norteamericano, Jeffrey Aspern, muerto hacía mucho tiempo, cuya amante, ya muy anciana, vivía en un ruinoso palacio veneciano junto a una madura sobrina solterona.

Para Henry James, la verosimilitud de un relato partía de la correcta elección del punto de vista, y en este caso, optó por el relato en primera persona narrado por un editor de Nueva York, gran estudioso de Aspern y que se encuentra con la misma posibilidad que tuvo Henry James con la esposa de Shelley y amante de Byron: conoce a una persona que puede franquearle las puertas del palacio y tener la oportunidad de acercarse a su mito, a través de quien vivió con él.

La elección de un yo narrador abre las posibilidades de la trama hasta límites que sólo escritores como Henry James se pueden permitir, porque sabemos las intenciones del estudioso, empezando por la sibilina idea de solicitarle a la venerable anciana, precaria en recursos económicos, el arrendamiento de algunas habitaciones del enorme palacio vacío durante un tiempo, alegando una larga estancia en Venecia, pero sin desvelar en ningún momento su perentorio interés por el poeta.

Pero lo que no sabemos es lo que se oculta detrás de las casi infranqueables puertas del palacio. Pronto comprobará que la sobrina solterona es un mero títere de la anciana, sin voluntad y con un bagaje vital casi nulo, y que la mujer de Jefrrey Aspern, Juliana, es una viejecita sentada en un silla de ruedas que baja rápidamente de su estatus de venerable en cuanto acepta la propuesta del editor pidiendo una cantidad desorbitada de dinero por tres meses de estancia.

Haciendo un gran esfuerzo económico, el americano acepta tal vez admirado por la prestancia de Juliana, cuyos ojos quedan tapados con un velo verde (y por tanto, no puede contemplar los ojos que contemplaron y amaron a Aspern), pero cuya avaricia parece responder a que ha adivinado las verdaderas intenciones de su huésped.

Éste, a su vez, deja atrás la suposición de que ella guarde viejos recuerdos para aferrarse a una idea más terca que le perseguirá durante toda su estancia: ella debe tener recuerdos muy valiosos y él puede hacerse con ellos, aunque esa actitud altiva y roñosa de Juliana le indica que no va a ser fácil convencerla. Además, un comentario fortuito dicho de pasada por la tímida sobrina (¿realmente fue fortuito?) viene a decirle que su tía está muy enferma y puede morir en cualquier momento. El mitómano que habita en el estudioso, cada día más ávido en sus pretensiones, lo lleva a la conclusión de que es posible que queme o se deshaga de esos recuerdos antes de su muerte, lo que haría inútil y desesperante su estancia en el palacio.

De nuevo pasamos a ese juego favorito de James que podríamos denominar Lo que el editor sabía, porque tanto tía como sobrina se muestran inaccesibles durante semanas, y si ya se antoja complicado acceder a los ansiados recuerdos que, para él, deben existir, más difícil lo hace el hecho de que ni siquiera puede hablar con las habitantes de la casa.

Entonces es cuando el erudito empieza a maquinar un plan para llegar a esos papeles, no exento de malicia, y también cuando comienza a ser respondido por la anciana con no menos malicia e interés descarado, porque ella parece estar hecha de capas, y como los sarcófagos egipcios, cuando cree haber quitado el sello a uno, aparece otro bien sellado dentro, de modo que siempre se está en la superficie.

La extensión de la novela es perfecta para obtener los efectos que James busca crear en el lector: la incertidumbre del editor, su pronta inclinación hacia maniobras no del todo limpias pero no del todo indignas, la interpretación que de ellas hace la sobrina, conocedora en un momento dado de las verdaderas intensiones de su inquilino y cuya conducta pasa a ser tan oscura como oscuras son las pocas apariciones de la anciana portando ya, por fin, reliquias del glorioso poeta que pone delante de las narices a su admirador pero a un precio tan desorbitado, que ella misma sabe que no puede pagar.

Ojalá que todos los relatos que se escriben se hicieran como éste, con esa capacidad de surtir de información al lector justo en la dosis exacta y en el momento oportuno, que cuando parece haberse agotado una vía, abre otra más intrincada, más angustiosa, que desemboca en un final que sólo puedo calificar de impactante.

Los papeles de Aspern, naturalmente, no es un relato policíaco, pero tiene mucho más interés que la mayoría de los que he leído porque utiliza los mismos recursos de la gran novela negra para una trama bien alejada de cualquier pretensión de suspense.

Pues no olvidemos que fue escrita en 1888; de ahí su extraordinario valor. Henry James fue un maestro en la utilización de cuantos recursos narrativos necesitara la trama para dar los frutos que él deseaba, y en esta ocasión, para oportunidad de aquellos lectores que no se acercan al escritor norteamericano por su fama de autor difícil, escribió un relato que, sin complejidad alguna, posee ya todos los ingredientes que tan sabiamente manejaba el autor y que gustan por el interés creciente de la historia dirigida hacia un final inesperado.

Henry James estuvo inventando en el siglo XIX todos los elementos que posteriormente serían característicos de la novela del siglo XX y XXI, y a uno le gusta pensar que acaso lo hizo sabiendo que ese era su destino.

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Los papeles de Aspern. Henry James. Alba Editorial.

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5/5 - (1 voto)

Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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