Los sonámbulos. Hermann Broch: El círculo cerrado

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Pocas cosas son tan fascinantes como la detallada narración del desmoronamiento de una cultura, de un imperio. La patria está irremediablemente perdida, el futuro yace irrecuperable, sólo el dolor está cada vez más libre, es cada vez más claro, quizás incluso más invisible, nada queda sino el hálito doloroso del pasado. Así entendió Hermann Broch (1886-1951) el sobrecogedor paso por la historia del Imperio prusiano, sus pisadas de hierro sobre la cultura occidental. En 1931 emprendió la tarea de narrar el auge y la caída de una forma de entender el mundo, de imponer las ideas a sangre y fuego, a través de las vivencias de tres personajes que habitarán dolorosamente la tierra en la que nacieron, sin más culpa que la de vivir la época que les tocó en la rueda de la historia.

De ahí surgió Los sonámbulos, una impresionante trilogía novelística que ahonda en el sufrimiento humano, en la incapacidad de desprenderse del momento en que vive. La primera novela Pasenow o el romanticismo nos adentra en la vida de un pequeño aristócrata terrateniente prusiano, un hombre que debe seguir las huellas de su padre, de su familia, en el ejército, con una lógica que sólo se entiende desde el imperativo irracional de las cosas heredadas. Pasenow es un joven que en su uniforme encuentra un mejor orden de cosas que el hombre que sólo cambia su traje civil de noche por el de día, que no tiene necesidad alguna de reflexionar sobre estas cosas, porque un auténtico uniforme proporciona al que lo lleva una delimitación muy clara entre su persona y el mundo circundante, como una rígida funda en la que mundo y persona chocan viva y claramente entre sí, donde la verdadera misión del uniforme es mostrar y establecer un orden en el mundo y rescatar lo que tiene de fugitivo y efímero. El uniforme, en la Prusia de 1888, es como una segunda piel que ofrece seguridad, bien apresado entre correas y hebillas, que da un sentido a la irracionalidad del mundo, una disciplina a las ideas.

Una disciplina que desaparecerá en la segunda novela Esch o la anarquía, que se desarrolla en 1903, en un mundo ya agitado, efervescente, inseguro. Esch es un empleado, un pequeño burgués de las tierras del Rin. Ya no encuentra sentido a la vida en las cosas inmediatas, ha de buscarlas, tanteando como un ciego en la oscuridad. Esch quiere ser una persona íntegra, quiere seguir la lógica de su trabajo, la contabilidad, en la que siempre cuadra el debe y el haber, pero no la encuentra. Pasa de un trabajo a otro, busca el amor de una manera huraña, triste, se enamora de una pobre viuda que regenta una deprimente taberna, y Hermann Broch nos muestra en esas páginas donde creemos ver nacer el amor uno de los retratos más despiadados de la soledad humana, porque Esch y la tabernera son personajes desnortados que se juntan, no para vencer sus soledades, sino para comprender juntos que se encuentran arrojados al mundo, sin piedad, sin remisión. Son páginas estremecedoras, donde el sexo resulta desolador, donde las palabras hieren de pura nostalgia por el deseo insatisfecho. Los personajes de esta novela buscan lo imperecedero y lo absoluto en lo terrenal, encuentran siempre únicamente símbolos o sustitutivos de lo que buscan, sin que les sea posible darles nombre: ven la muerte de otro sin pena ni tristeza, corren locamente por la posesión, para ser poseídos por ella, y esperan hallar en dicha posesión lo seguro e inmutable que debe protegerlos.

En 1918 se desarrolla la última parte de la trilogía, Huguenau o el realismo, mientras va acabando la guerra que aniquilará los sueños imperialistas de Prusia, y este mundo destruido lo veremos a través de un personaje arribista y canalla, Huguenau, un desertor, un sinvergüenza que vive vampirizando a los demás y que encuentra en Esch la persona idónea para aguijonear todo su veneno, buscando la improbable aquiescencia del mayor Pasenow, que por entonces ya se encuentra sumido en la desilusión de su romanticismo. Esta novela es un canto a la desesperanza. Pocos personajes conoceremos más despreciables que Huguenau, que va sembrando el mal allá por donde vaya, con tal suerte que todo le sale bien, según sus cálculos, porque el realismo, lo que verdaderamente supone la condición humana, se impondrá sobre los sueños románticos o sobre la búsqueda de los deseos. Ya no hay ideas ni proyectos, sólo vale el sálvese quien pueda, cada página de esta novela va descendiendo hacia los abismos del ser hasta niveles insoportables. Son los personajes como Huguenau los que triunfan; los demás son títeres que deben bailar al son de quienes menos escrúpulos tienen.

Si en los dos primeros volúmenes de la trilogía Broch cuenta mediante una narración de corte realista, en el tercer libro se rompe toda lógica narrativa, como el mundo que va retratando, y compagina poesía con diálogo teatral, análisis psicológico con narración de los hechos en tercera persona, y como una forma de explicar los acontecimientos que ha ido relatando a lo largo de la obra, introduce una serie de capítulos que bajo el título «Degradación de los valores» remiten a un profundo ensayo filosófico, de difícil lectura pero clara interpretación: ya no vale sólo la ficción para contar la degradación del mundo, sólo la reflexión puede alcanzar a explicar una forma de entenderlo que sale fuera de toda lógica, a entender la gran angustia del hombre que adquiere conciencia de su soledad y que huye de su propia memoria, vencido y excluido. Las personas se convierten así en sonámbulos que pisan una tierra hostil que no pueden comprender porque aún no han despertado ante el amenazador fondo de las tinieblas que los envuelven, sin posibilidad de elevarse a otro nivel de conciencia  que no sea ese círculo cerrado del que nunca saldrán.

Pasenow o el romanticismo.

Esch o la anarquía.

Huguenau o el realismo.

Trilogía Los sonámbulos. Hermann Broch. Debolsillo.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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