Otra vuelta de tuerca. Henry James: La irresistible fascinación por lo morboso

Otra vuelta de tuercaSin duda, es el texto más conocido y leído de Henry James, un cuento con dimensiones de novela corta que admite tantas lecturas como interpretaciones y que ha fascinado desde el momento en que se publicó, en los meses de enero a abril de 1898.

Otra vuelta de tuerca: un cuento de fantasmas sin fantasmas

Se ha dicho que es un cuento de fantasmas sin fantasmas, un cuento aterrador que sólo sucede en la mente de quien lo narra, una institutriz histérica que hace pasar sus alucinaciones por espectros. Sin embargo, y como no podía ser de otra forma siendo su autor Henry James, podríamos decir todo lo contrario sin faltar a la verdad.

Por lo pronto, Otra vuelta de tuerca es el cuento con más fantasmas (o con más apariciones espectrales) de toda la narrativa de su autor. Los fantasmas están ahí, y se puede discutir si los inventa una mente o son reales, es decir, si se trata de un cuento psicopatológico o un cuento fantástico, pero no nos cabe duda de que en manos de otro escritor sería un cuento de fantasmas con fantasmas, sin más, que aterran con su presencia una retirada mansión al sur de Inglaterra.

Entonces, ¿dónde está la diferencia? ¿Qué hace que Otra vuelta de tuerca sea uno de los mejores cuentos de la literatura universal? Principalmente por el empleo perfecto de esa técnica asombrosa que Henry James manejó como nadie: el punto de vista. Hay que recordar que unos años antes había escrito Lo que Maisie sabía, la novela que inaugura el siglo XX por su rompedora forma narrativa: sólo sabemos lo que ve y sabe una niña; el resto, tiene que imaginarlo o suponerlo el lector.

En Otra vuelta de tuerca vuelve al mismo recurso pero, al hacerlo sobre una menor extensión y con un tema tan sugestivo como es el terror, James pudo permitirse el lujo de llevar su técnica al extremo como si se tratara de un mecanismo de relojería. Lo que ocurre es que, por mucho que se ha intentado desmontar por parte de crítica y lectores, no se ha conseguido hallar la fuente que todo lo explica, acaso porque la belleza está en el conjunto, en ese dejarse llevar por la historia sin más, que entiendo que es lo que desea cualquier escritor.

En su cuaderno de notas, Henry James escribe así el origen de la obra:

Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa de ellos. Es cuestión de que los niños «vayan hacia allá». La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla —es tolerantemente obvio— un testigo u observador externo.

Es obvio, como James escribe, que una historia así, diríamos que de abducción de unos niños por unas figuras malignas, debe contarla alguien externo. Lo que suponemos es que cuando James fue a escribirla, se dio cuenta de que el narrador no podía ser un observador tan externo como para que no se implicase en la historia, y una vez implicado, entrase a formar parte de ese efecto extrañamente horripilante al que hace alusión, hasta el punto de que el propio narrador sea quien lo produce.

Una muestra de esa brillante posibilidad nos la ofreció Alejandro Amenábar en Los Otros -que tanto debe a Henry James- al hacer recaer toda la extrañeza de la película en una madre (Nicole Kidman) insegura y frágil emocionalmente. En el cuento, James utiliza ese recurso para que, conforme avanza la historia, el relato se vuelva poco fiable, o cuando menos, sospechoso.

Pensemos que los hechos que ocurren en Bly son introducidos por un tal Douglas, una noche de Navidad, cuando asegura conocer un caso terrorífico de aparición fantasmal a dos niños, escrito por la que fue institutriz de su hermana, y que murió ya hace unos años. Él mismo ya nos da una pista acerca de esta joven (nunca sabremos su nombre) que es la hija menor de un humilde cura de provincias y que llega a Londres en busca de un empleo. Lo encuentra como institutriz pero en unas circunstancias un tanto extraordinarias: se hará cargo de dos sobrinos pequeños del apuesto hombre que la contrata, para lo cual tendrá que desplazarse a una solitaria casa en el condado de Essex. El contrato tiene una condición: que ella nunca debe importunarlo, pero nunca, con asuntos de los niños, y que allí, en Bly, se encontrará con un ama de llaves y diversos criados, con los que tendrá suficiente compañía.

Esa cláusula del contrato encierra de por sí a la institutriz en la mansión, pero el lector no lo entiende en ese momento más que como una curiosidad de pasada que, sin embargo, será fundamental en el desarrollo posterior de la trama, puesto que toda la responsabilidad sobre la crianza y el cuidado de los niños recae sobre ella, una joven que no tiene ninguna experiencia en este tipo de trabajo.

Para quienes piensan que la vaguedad es uno de los trucos utilizados por James para crear el clima conveniente, resulta oportuno recordar la rotundidad del comienzo del relato por parte de la institutriz:

Todo el principio lo recuerdo como una sucesión de altibajos, un vaivén de emociones mejores y peores. En la ciudad, aun después de haberme animado a aceptar el ofrecimiento, pasé unos días muy malos: de nuevo dudaba, en realidad estaba convencida de haber cometido un error.

Parece que la muchacha no se encuentra con el mejor ánimo para hacerse cargo de su delicado trabajo, y aunque la primera impresión que se lleva de Bly es buena y la serena en un principio, poco después, nada más conocer a la niña, escribe:

Era alentador que no hubiera dificultades para entrar en contacto con un ser tan beatífico como aparentaba ser mi radiante niñita, cuya angelical belleza quizá fue el factor que más colaboró al desasosiego que me hizo levantarme antes del amanecer y dar repetidas vueltas por mi alcoba.

No llevamos ni 600 palabras de este largo relato y ya la institutriz da muestras de un desequilibrio manifiesto: piensa que esa hermosa niña aparenta ser beatífica y es el factor que marca su inicial desasosiego. En estas primeras palabras, y en las siguientes páginas que componen el cuento se encuentra buena parte del secreto de su éxito y que James desliza en la mente del lector sin que éste se dé cuenta: la ambigüedad con que está narrada toda la estancia de esta desgraciada joven, pero no utilizada como truco para despistar al lector, sino como columna vertebral de la historia.

Esa ambigüedad reside en un detalle portentoso: o bien ella, cuando llega a Bly, ya está desequilibrada mentalmente, o bien, es en el momento en que escribe lo que estamos leyendo, cuando va adelantando las circunstancias, los malos presagios y las sospechas que, de alguna manera, dan verosimilitud a su ulterior comportamiento y, sobre todo, la excusan del terrible final de su estancia en aquella casa.

Es decir, el lector cree que lo que se le está narrando coincide con el momento en que ocurren los hechos, pero eso es un error de apreciación. No es casualidad que James introduzca el relato con una especie de prólogo en el que Douglas nos ha dicho que aquellas páginas las escribió tras su estancia en Bly, es decir, cuando ya los hechos han sido consumados, y por tanto, o bien los puede reproducir tal como los vivió exactamente o bien tal como los interpreta con posterioridad.

Reducir Otra vuelta de tuerca al relato de una histérica que ve visiones que nadie más ve es hacer de menos el maravilloso texto de James. Desde luego es una posible interpretación, pero quizá sea la más simplista, de ahí que considerar este cuento como un cuento de fantasmas sin fantasmas sea apresurado y, acaso, erróneo.

Naturalmente, James no se queda tan solo con las apreciaciones subjetivas de la institutriz. Cuando aparece el niño, Miles, en la mansión lo hace por un hecho claro: ha sido expulsado del colegio, sin que se sepa el motivo. El atractivo del niño de 10 años, su excelente conducta y su cierta capacidad de seducción, hace lógico que la institutriz no se plantee preguntarle directamente y, como la otra vía, que sería echar mano del tío para pedir la correspondiente aclaración al colegio está vedada, nos quedamos sin saber lo que realmente ha hecho Miles, aunque es de imaginar que no ha sido nada bueno.

Otra Vuelta de Tuerca
Primera edición de Otra Vuelta de Tuerca. 1898

Sobre las apariciones que ve la joven se hace evidente que dependen del punto de vista con que nosotros los lectores hayamos aceptado la historia. Hay que reconocer que en un principio ningún nuevo lector de este relato se plantea nada más que lo que lee, y lo que lee es un cuento de fantasmas, que se aparecen a una pobre institutriz y que tiene que creer a pie juntillas lo que ella va contando y las reacciones que tiene. Desde luego, esa es la tercera vía de lectura, o mejor dicho, la vía natural, la primera necesariamente, ya que James sabe utilizar muy bien aquello que llamaba Coleridge la suspensión del escepticismo, o más recientemente Vargas Llosa, la verdad de las mentiras.

Cuatro veces se le aparece a la muchacha el fantasma del antiguo criado, y otras cuatro el de la anterior institutriz, ambos muertos. Las apariciones se hacen de forma gradual, cada vez más intensa, y la manera que ella tiene de atemperar sus nervios es compartiendo esas apariciones con la anciana ama de llaves, una mujer iletrada, buena y simple, a menudo ingenua, cuya inocente aquiescencia es el vehículo perfecto para que la chica vaya montando su particular infierno.

Ese infierno comienza desde el momento en que la institutriz, en lugar de hallarse despavorida ante la presencia de un muerto, prefiere afrontarla exclusivamente ella a que lo hagan los niños, pues piensa que esos dos espectros tratan de acercarse a las pobres criaturas.

Desde cierto punto de vista, esta precaución es absurda, puesto que los fantasmas podrían aparecerse a los niños cuando y donde quisieran, pero por otro lado la reacción de la joven es propia de quien tiene la responsabilidad de tutelar y cuidar a las criaturas frente a cualquier mal, que en este caso es el Mal, con mayúscula.

En cuanto a la primera aparición de la antigua institutriz, más bien la intuye mientras está jugando con la niña al borde de un lago. Sólo cuando se asegura que la chiquilla está de espaldas, ella levanta los ojos y descubre a una mujer “de negro, pálida y espantosa”.

Es curioso el detalle en el que se para Henry James al describir el momento en que la institutriz, recién visto al fantasma del criado con la cara pegada al cristal de una ventana cerca de ella, se encuentra fortuitamente con el ama de llaves y parece que fuera ésta la que ve un fantasma en la figura de la joven. “Me pregunté por qué estaría tan asustada”, escribe la chica. Hay como una especie de transferencia en el miedo pero también, una realidad lógica: es ella la que debe estar asustada, no el ama de llaves. Si la leemos bien, es una frase tan propia de una histérica como de una persona razonable. Sin embargo el lector, a primera vista, ya implica a la anciana en todo el meollo de las apariciones.

La parte más delicada del relato –y en la que a mi entender radica su éxito- aparece en el instante en que el ama de llaves cuenta quiénes son esos fantasmas: el criado era una persona ruin, un tipo desagradable “que acostumbraba a jugar con el niño… que lo echaba a perder” y de hecho muere accidentalmente por un resbalón al salir de un lupanar. A su vez, la antigua institutriz, aunque era una dama, se entendía con él, lo que lleva a concluir que esa relación insana y delante de todos corrompía a los niños. Las apariciones son, por tanto, una continuación de ese Mal que reinó en la casa durante un tiempo y que se apodera de ella tratando de ganarse de nuevo la atención de unos niños que estaban al tanto de lo que ocurría.

Esa sensación de extrañeza es la que se apodera del relato que entra en la espiral de sobreentendidos de quien no tiene a nadie de su parte –nadie más que ella ve los fantasmas- pero piensa que los niños sí los ven –de nuevo impera la lógica- aunque ella entiende que lo afrontan como un juego infantil o con una vieja complicidad, lo que es la causa última de su alarma.

Este entramado de sospechas, evidencias y suposiciones conlleva que la histeria se propague por la casa, pero al contrario de lo que en cualquier otro relato podría suceder, en éste la reacción de los niños es también de una lógica aplastante: se asustan, se asustan de la institutriz, y se asustan tanto que el niño quiere volver al colegio, pero no a su antiguo colegio, mientras que a la niña su institutriz le da miedo y se vuelve contra ella entre los brazos de un ama de llaves que asegura no ver nada, no saber nada y no entender nada.

Por si fuera poco, hay otro detalle en el cuento que puede dar una nueva vuelta de tuerca a cuantas suposiciones se hagan acerca de él: en la segunda aparición del criado, pegado a la ventana, la institutriz lo ve perfectamente, tanto que lo describe al ama de llaves antes de saber siquiera de su existencia, y esa descripción coincide con la del miserable sirviente. Si no lo conocía anteriormente, ¿cómo puede describir incluso las ropas que viste? Pero incluso aquí hay otra vuelta de tuerca: el ama de llaves asegura que el abominable criado acostumbraba a vestir las ropas del señor, tal y como se le ha aparecido a la joven, y por otro lado, en ningún momento de la historia ésta ha descrito al caballero que la contrata, por lo que podría ser una especie de traslación visual que la institutriz hace recaer en lo que al fin y al cabo es un espectro visto a través de una ventana.

Detalles como estos abundan en la narración, en la que no seguimos ahondando por respeto a quienes no la hayan leído aún, puesto que los sucesos principales no han sido aquí expuestos -ni el extraordinario final-, sino la posibilidad de múltiples interpretaciones, que es lo que hace tan atractivo este relato.

A pesar del éxito obtenido, James nunca se mostró públicamente satisfecho de él. En una carta lo tachó taxativamente de “comercial” y en el prefacio que escribió sobre él para la edición de Nueva York se inclina claramente por una de las posibilidades expuestas: el autor asegura que es «un simple y puro cuento de hadas», pero agrega que las apariciones son del orden de aquellas relacionadas con casos de brujería más que con aquellas pertenecientes a los casos psíquicos. Y como respuesta a uno de sus lectores que echaba en cara al escritor no haber caracterizado bien a la institutriz, él contesta: «El corazón artístico, el corazón irónico de uno se sacude ante ese reclamo casi hasta romperse (…) Era algo déja tres-joli… tiene que creerse, la proposición general de que nuestra joven institutriz mantuviera cristalino su récord de tantas anomalías y oscuridades -con lo que, por supuesto, no me refiero a la explicación que ella misma hace de ellas, lo que es un asunto muy aparte… Ella tiene autoridad, que ya es bastante haberle otorgado».

Como aseguró el crítico Edmund Wilson, Otra vuelta de tuerca entraría dentro de la categoría de obra maestra de estudio de psicología mórbida, junto a Moby Dick y  las Alicias, fascinantes relatos cuyo último significado lo encontramos en la profundidad del subconsciente, cuya seducción reside en ser comprendidos en su totalidad más allá de la racionalidad de los detalles. De hecho, el propio Henry James, en sus Obras Completas, no incluyó este relato en el correspondiente a las historias de fantasmas, sino que lo intercaló, en otro volumen, entre Los papeles de Aspern y El mentiroso, dos narraciones en las que la impostura es el común denominador, la posición de quien quiere imponer su fingida verdad a costa de todo.

Otra vuelta de tuerca. Henry James. Alianza Editorial.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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