Paolo Po, o el origen del mal

paolo poPaolo Po, a 50 años del escritor que nunca existió

“El ojo estratificado y lunar…

Ese ojo de sueño que parece absorbernos y ante el que

nosotros mismos nos vemos como fantasmas”.

Antonin Artaud, El teatro y su doble

Dos extraños en un tren. Cruzaron miradas cuando viajaban en el metro de la Ciudad de México, en una noche fría de finales de los años 70. Así lo rememora el ex-editor de la revista 41, Soñar fantasmas (1993), Juan Jacobo Hernández. “Nos ligamos”, recuerda. El otro sujeto era un hombre de edad mediana, de cutis pulcro y cejas delineadas. Ambos bajaron del vagón, se sentaron en una de las bancas

de la estación y observaron cómo se alejaba el tren.

Juan Jacobo platicó sobre sus intereses, como la introducción a una noche intensa. Entre ellos, el de una novela gay que quería conseguir: 41 o el Muchacho que Soñaba en Fantasmas, escrita por un tal Paolo Po, seudónimo de un autor escondido bajo el más hermético anonimato. Su interlocutor, hombre de rostro delicado, de cuerpo esbelto y actitud reservada, enfatizó su atención: “Yo soy Paolo Po”, le dijo. Juan Jacobo, atónito, no tardó en preguntar el nombre real de ese personaje underground, de quien años después hasta se rumoraría que podía ser Carlos Monsiváis. Pero Po no le reveló nada. En vez de eso, confesó su miedo “a ser descubierto, a sufrir de la vergüenza, a padecer el escándalo”.

Hernández lo recordó nostálgico unas décadas más tarde, en el año 2015, mientras yo lo escuchaba a través de un teléfono de la redacción del periódico El Universal.

Amanecer con Paolo Po. Me recuerdo una mañana acabando de leer las últimas páginas de 41 o El Muchacho que Soñaba en Fantasmas. Era una amanecer de domingo, estaba en calzoncillos y en mi cabeza se dibujaban los rascacielos neoyorquinos de los años 60, esos con los que Paolo Po concluían su viaje por las más frágiles y tormentosas relaciones de una juventud homosexual. Y me ilusioné. Porque sentí que leía la marca fresca de una vida llevada a cabo poco antes de escribirse el libro. Un disparo a quemarropa para el lector. La vida de un chico de 15, 16 o 17 años que, para su época, le jugaba a lo prohibido.

Dejé el libro un momento y reflexioné sobre lo que éste guardaba. Me pareció una obra para tocar las fibras más personales de un joven cualquiera (la tristeza, el rencor, la desesperación, la identidad), gestada en el misterio por las mismas razones que alguien escribe un diario o redacta una denuncia anónima. Había un seudónimo que revestía la incógnita, con prólogo y camisas que describían al autor como un joven prodigio de las letras mexicanas que, por miedo a la represión social, se escondía encerrándose en el estudio de un amigo, a escribir un libro secreto. Un libro mortal para las buenas consciencias.

Un año después de leer la novela, en 2016, Juan Carlos Osornio, un hispanista mexicano radicado en Canadá, me decía que otra novela similar a 41 (Los inestables de Alberto X. Teruel) debía ser “leída fuera de los círculos de ambiente”, es decir, más allá del público homosexual. Sus argumentos tenían que ver con la acción de tumbar la barrera de la exclusión heteronormativa, para llegar a generar una empatía hacia estas novelas que hablaban sobre temas que todos hemos sufrido: el dolor de un amor, la búsqueda de identidad, las reflexiones de ciudad, entre otras tantas melancolías que también se encuentran en novelas juveniles como La Tumba de José Agustín o Búfalo de la noche de Guillermo Arriaga. Una reflexión que me pareció igual de válida para Paolo Po. 41 o El Muchacho Que Soñaba En Fantasmas pasó 51 años desapercibida, enunciada por algunos textos académicos sobre la literatura LGBTTTI en México, la mayoría de estos siquiera apoyados con un ejemplar de la novela para sustentar su análisis. Años posteriores a estos trabajos, sabemos que Po fue un complejo “montaje identitario” construido por el poeta michoacano Manuel Aguilar de la Torre. Un hombre de mediana edad (30 años para la publicación de 41) que se hizo pasar un joven de 18, para recrear la crónica de una etapa de su existencia que fue enterrada por un miedo, casi patológico, a ser descubierto; un secreto que guardó hasta en la última parte de vida, cuando dejó este mundo, exiliado en una casa en el estado de Morelos en 2003, rodeado de amigos y alumnos, fervientes admiradores de su obra y personalidad.

Su libro 41, entre otras cosas, es la radiografía de un hombre que intentó plasmar el dolor y la frustración a todos los niveles que le fueron posibles (en una transgresión temática, lingüística y generacional). La comprensión total del libro, entonces, surge también del entendimiento de las razones que llevaron a Aguilar, no sólo a escribir 41, sino a vivir en un permanente drama histriónico, donde él, el actor principal, se quiso construir a imagen y semejanza de los grandes genios de la literatura universal, amedrentado más tarde por una realidad que le negó el reconocimiento y que entregó sus obras sólo a su círculo de amigos, y no a un público masivo.

En entrevistas, amigos y conocidos, de intelectuales a pintores, de cuenta cuentos a cronistas, se describió a Aguilar como un hombre carismático, muy a la Mauricio Garcés, que hacía ademanes teatrales como García Lorca. Su vida como él la contaba estaba llena de viajes al rededor del mundo, premios internacionales y reconocimientos de escritores como Alfonso Reyes o Salvador Novo. A menudo las descripciones de sus reseñas, tanto en sus libros escritos tanto Aguilar de la Torre (que superan la treintena) como los escritos como Paolo Po, lo describen como uno de los más significativos exponentes de la literatura hispana de su tiempo. Supuesta relevancia que no ha sido reflejada ni en antologías ni en el recuerdo de alguna figura coyuntural de las letras mexicanas que nos sobreviva.

Aguilar de la Torre se construyó bajo el recuerdo de gente, si bien entendida con el mundo cultural, alejada de los reflectores de los medios literarios más importantes de México. Con ironía, Aguilar fue un desconocido en sus dos facetas, la secreta y la real. Sólo 15 años después de su muerte y varias décadas del punto máximo de su fertilidad literaria, pudo recibir un aplauso por entendidos de la cultura (durante las Jornadas Históricas LGBTTT de 2015), donde autores y lectores reconocieron en él una piedra fundacional de la literatura de ambiente. Incluso señalado por algunos como padre de la literatura gay en México, por ser el primero publicado, explícito en su condición sexual y que intentó desentrañar los conflictos que ésta acarreaba.

Sus temáticas en su papel como Manuel Aguilar de la Torre se desarrollaron hacia la teoría literaria y sus libros de vivencias, así como poemas que susurraban tendencias homoeróticas, dedicados, en algunas ocasiones, a figuras de la literatura gay mexicana, como Abigael Bohórquez (El paraíso de las hienas, 1993). Y que sin duda, y pese a su deseo de anonimato, revelaron los sentimientos de una persona profundamente atormentada que vivió bajo la homofobia interiorizada, rasgo que, según Juan Carlos Osornio, está presente en toda la tradición de la literatura gay mexicana.

Cuando terminé de redactar el reportaje Paolo Po: la historia oculta tras el autor de la primera novela gay en México, pensé en lo que nos había quedado entre las manos era más que la historia de un autor secreto, más que la historia de un seudónimo. A mí y a Juan Carlos Harris, el investigador artífice de la resurrección de Paolo Po, nos quedó la impresión de haber descubierto la vida oculta de un hombre que poca gente conocía en todas sus facetas: el megalómano, el frustrado, el artista, el patriarca, el amigo y el hombre común, encerrado en una personalidad compleja que esperemos cautive al lector, como nos cautivó a nosotros.

Argumentamos que dentro de las vidas de Po y Aguilar puede que exista una historia aún más literaria y sorprendente que la relatada en su literatura. Fue ese hombre que dijo haber ganado cosas que no ganó y que dijo recibir adjetivos elogiosos de gente que nunca lo destacó. Mentiroso y teatral, su mayor obra, pienso, es él mismo, como el verdadero chico que Soñaba En Fantasmas. La ambigüedad reiterada varias veces, pareciera revelarlo a cada concepto del título de su obra cumbre: 41 (homosexualidad) o El muchacho (indecisión juvenil) que Soñaba (nadando en la fragilidad de lo onírico) en Fantasmas (y que juega en la frontera de la vida y la muerte). Un anónimo bajo capas y capas de negación, frente a su condición sexual, edad, verosimilitud y vida misma.

¿Por qué Paolo Po eligió escribir así 41 o El Muchacho que Soñaba en Fantasmas? Si toda su literatura era formal y sin grandes maniobras retóricas, ¿por qué un Paolo Po tan transgresor? ¿Por qué ser tan metafórico? ¿Por qué ser tan evidente en su homofobia interiorizada? Son preguntas que dejo al aire a consideración del lector.

Antes de pensar en el entendimiento formal de 41 (narratológico, histórico, social), hay que pensar en que Po no intentaba jugar con su prosa, sino moldear y deformar discurso y texto en la medida de que su dolor lo requiriera, en medida en que el infierno que había vivido lo requiriera, tal y como le pasó a William S. Burroughs con Almuerzo desnudo. Propongo leer 41 o El Muchacho que Soñaba en Fantasmas de manera similar a como se podría leer la obra del estadounidense. Burroughs admitió su pedofilia, su drogadicción, su incoherencia y su crueldad en su novela, y sus analíticos lectores llegaron a entender que no se debía buscar los caminos de la lógica o de la pulcritud en su obra, sino el mensaje y el poder de las emociones humanas emanado de las páginas. Por más ambiguo que suene, esa también es la forma correcta de abordar a Po, tanto en 41 como en el resto de sus relatos.

Y al igual de Artaud reconocía el valor de las expresiones que cruzaban a campo traviesa las emociones más puras, retando al teatro puramente psicológico a volverse metafísico, la obra de Po encuentra su valor en la potencia que tiene para decirle al lector dónde está su dolor. Sin esperar ser políticamente correcto, ni consigo mismo ni con nadie, como diciendo: odio esta parte de mí, amé, destrocé, quité y ahora, lo muestro todo al lector.

Como pasó con Almuerzo desnudo, 41 o El Muchacho que Soñaba con Fantasmas no debe ser leída buscando la jerarquización a veces absurda del intelecto, sino que deber ser interpretada como un descenso a los más oscuros rincones de la incongruencia del autor, y tal vez del propio lector; un lector que, si libra de su mente los prejuicios, encontrará una lucha que no pretende proponer ideas políticas o tratados filosóficos, sino la simple y llana liberación de las emociones, como para salir a la calle y continuar el día a día, sin el remordimiento de esos demonios encerrados en una historia que se contó con todo el dolor y toda la sangre que su creación implicó.

41 o el muchacho que soñaba con fantasmas. Paolo Po. Costa-Amic.

Reseña de Miguel Ángel Teposteco Rodríguez. Ixtapaluca, Estado de México.

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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