Persistencia de los clásicos

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Como en cualquier celebración convencional, cada cuál vive el Día del Libro de una manera diferente. Para un amplio sector de la población no significa absolutamente nada; para libreros y editores, este día en concreto supone un interesante incremento de sus ventas, y para unos cuantos el día del libro es un día más de su particular Año del Libro porque convive con ellos como una parte más de su vida, una parte que hace más agradable su vida y la mejora. Hacer una campaña a favor del libro puede ser un acto lleno de buenas intenciones pero frustrantes resultados porque no es tanto una cuestión de reivindicar el libro en sí o la mera lectura, sino el placer que puede procurar la lectura, el gozo delicado y asequible que atesora un objeto tan sencillo como un libro.
 
Hace unos años, el afamado crítico norteamericano Harold Bloom conmocionó al mundo literario publicando lo que él llamó El canon occidental, una lista con el nombre de los autores y los títulos que él consideraba esenciales y de lectura obligatoria, una especie de nómina definitiva de clásicos de todas las épocas y lugares, aunque con claro predominio de la lengua inglesa, que para eso es la suya. El defecto de este canon era evidente: aquellos libros podrían ser fundamentales, es cierto, pero nadie sabía por qué.
 
Con el permiso del señor Bloom y de Lázaro Carreter (al que, por otro lado, tanto debo), lo que más me llama la atención es esa insistencia en la obligatoriedad del estudio de determinados libros, que parece consustancial con los clásicos: no conozco efecto más pernicioso para el conocimiento de la literatura que la lectura obligatoria en los colegios y los institutos de los clásicos españoles. A mí me obligaron a leer con doce años La Celestina y el Quijote, y no recuerdo momentos más aburridos que aquéllos. Sé de muchos compañeros que después de leer aquellos —para nuestra edad— tostones, no volvieron a abrir una novela o un libro de poesía, porque creyeron que toda la literatura era igual de fatigosa y pesada.
 
Uno, con los años, va tomando conciencia de que la vida debe ser lo menos parecido a un valle de lágrimas, y por eso siempre le ha hecho caso al sabio Montaigne cuando afirmaba que en el momento que encontraba un pasaje difícil en un libro, lo dejaba. Aunque muchos críticos y profesores se esfuercen en convencernos de lo contrario, estoy seguro que la literatura es una forma renovada de felicidad, y que por tanto, como señalaba Borges, un libro no debe requerir un esfuerzo porque la felicidad no debe requerir un esfuerzo.
 
La vigencia de los clásicos, en cualquier caso y mal que le pese a algunos eruditos, está en manos de los lectores, que ejercen como únicos críticos válidos en la gran fiesta de la literatura. Da vértigo pensar cuántas personas, de cuántos países y en cuántas épocas, han leído el Quijote y han sentido una reconfortante felicidad cuando abrían sus páginas y se enfrentaban a la infinita sabiduría de un texto escrito, para muchos de ellos, en un país lejano y en una época remota en la que, a lo mejor, ni siquiera su propio país existía. Eso es lo que convierte a un libro en clásico, más allá de cualquier definición.
 
Podría decir que en la Divina Comedia, en el Quijote, en las Mil y una Noches, en la Odisea, en la Biblia o en el teatro de Shakespeare se contiene toda la literatura, y que después de estas obras ya no haría falta escribir ninguna otra, porque todas serían simples imitaciones o parodias: todo hombre que regresa a su patria es Ulises y todo el que se enfrenta a empresas imposibles es Don Quijote; no hay amor más trágico que el de Romeo y Julieta, y nadie ha encarnado la paciencia como Job o la duda como Hamlet. Pero igualmente podría decir que nada sucede si no se leen esos libros, y que el gusto por la literatura se puede aprender perfectamente leyendo a otros autores. El clásico, en cada uno de nosotros, no nace, sino que se hace a base sobre todo de años y de lecturas y de pasión; por eso, sería importante que en las escuelas se transmitiera a los alumnos la curiosidad por la lectura y se les enseñara no sólo el gusto literario y el sentido crítico, sino que, ante todo, leer puede llegar a ser un placer.
 
Leer a un clásico es siempre releerlo, no sólo porque volvamos a él para encontrar una nueva suerte de dicha, sino porque en nuestra lectura está la de todos los que nos precedieron, el entusiasmo del que nos lo aconsejó, que a su vez lo leería a través del entusiasmo de otra persona, y así hasta el infinito. Los clásicos habitan otro ámbito temporal, como si el tiempo no los rozara. Parecen no estar escritos para el presente, sino para que futuras generaciones los entiendan y los disfruten con la misma emoción con que se escribieron. Incluso alguno, como la Biblia, ha sido sagazmente atribuido al Espíritu Santo, porque nada en él resulta caprichoso o prescindible, y cualquiera de sus páginas, abierta al azar, produce una idéntica e inolvidable satisfacción.
 
Como si estuvieran escritos con tinta simpática, los clásicos aparecen como un nuevo libro cada vez que los abrimos y nos transmiten una sensación diferente a cada nueva lectura. Por todo esto hay que volver a los clásicos, y porque siempre podemos confiar en ellos, o simplemente, como diría Italo Calvino, porque leer los clásicos es mejor que no leerlos.
 

 

 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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