Reflejos en un ojo dorado. Carson McCullers: Mentes morbosas

128.Reflejos

Soy un ferviente partidario de las novelas que se pueden leer de un tirón, sea por su brevedad o por su interés. Y cuando estas dos circunstancias se dan juntas, la alegría de la lectura se multiplica. Pruebe el lector a sentarse una tarde delante de Reflejos en un ojo dorado (1941) y comprenderá el irresistible encanto de las novelas bien hechas, redondas y perfectas, y de su poder hipnótico. Parece mentira que Carson McCullers (1917-1967) empleara unos meses en escribirla, porque parece haber surgido de la nada repentinamente, ya formada, con las palabras justas para contar lo que exactamente quiere contar, sin ningún artificio, como si fuera una verdad indiscutible la que contienen sus páginas.

¿Cómo se pueden contar tantas cosas en tan reducido espacio? Estamos en un puesto militar en tiempos de paz. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez, como si siguieran un patrón establecido. De la vida castrense solo puede esperarse que un conjunto de personas sigan las huellas de su superior jerárquico y que el aislamiento en el que se vive desprenda un exceso de tedio y seguridad. Nada hay más aburrido para un militar que la paz.

Carson McCullers aplica su particular lente de aumento sobre este destacamento y empieza a escarbar en la vida de sus habitantes. Encuentra en primer lugar a un soldado raso, Williams, hombre de pocas luces, soldado a fuerza de no haber encontrado otro empleo, poco sociable y falto de imaginación, sin amigos ni enemigos. No fuma ni bebe, ni va con mujeres ni juega. Entre los demás soldados se considera un ser misterioso. Se encarga de las faenas más estúpidas, por ejemplo, limpiar un pequeño bosque delante de la casa del capitán Penderton. Es un trabajo sencillo que solo le ocupa una tarde. Pero esa tarde será decisiva para su vida.

El capitán Penderton es un oficial cobarde, trabajador y brillante, pero nota que algo falla en su vida: sufre con su mujer. Tiene una triste tendencia a quedar fascinado por los amantes de su esposa. Sexualmente, el capitán se halla en un punto de delicado equilibrio entre los elementos masculinos y femeninos, con las susceptibilidades de los dos sexos y ninguna de sus fuerzas activas. Aquella tarde, encuentra a su mujer en el salón, desgreñada, con un vaso de whisky en la mano. Dentro de poco rato, están invitados a cenar a su casa sus mejores amigos, el comandante Morris Langdon y su mujer. El comandante es el actual amante de su esposa. Ésta, Leonora, le irrita constantemente. En el cuartel pasa por ser una retrasada mental, pero todo ella exhala una sensualidad implícita. Leonora se encara con su marido, y va quitándose la ropa en el salón a la vez que lo insulta. Cuando finalmente queda desnuda, se dirige hacia las escaleras y sube a su habitación. Todas las luces de la casa están encendidas. El soldado Williams, que ha terminado ya su trabajo, la ve moverse por su casa. Nunca ha vista a una mujer desnuda y Leonora es muy hermosa. Su padre, que predicaba los domingos en un templo no conformista, le había enseñado que las mujeres llevaban en su cuerpo una enfermedad maligna y contagiosa que dejaba a los hombres ciegos y lisiados.

La cena entre las dos parejas es un ejemplo de contención verbal y de intensidad narrativa. Con pocos gestos, con escasas palabras y sutiles referencias adivinamos que detrás de la fachada de la amistad hay un infierno debajo de las buenas maneras. Mientras tanto, la escena es observada por el soldado Williams desde la ventana, a la que empaña con su aliento enfebrecido.

A la siguiente noche, Williams volverá a situarse debajo de la ventana de Leonora, pero tiene las cortinas echadas. Al día siguiente, aprovecha que la puerta trasera de la casa no está cerrada para subir hasta el dormitorio de Leonora y observarla mientras duerme. La joven siempre duerme desnuda. Él, acuclillado delante de la cama, se limita a mirarla y no sabemos los pensamientos que cruzan por su cabeza, pero intuimos que no son sexuales, o que si lo son, se ocultan bajo una barrera de represión.

Durante el mes en el que transcurre la novela descubrimos nuevas cosas: tanto el capitán Penderton como la mujer de Langdon conocen la relación de sus cónyuges. La manera de uno y otro de abordar la situación es desconcertante: Penderton parece complacerse con la infidelidad de su mujer; la señora Langdon la asume mediante enfermedades que parecen ficticias. Ella y su mayordomo Anacleto, un filipino de refinados gustos y ambigüedad sexual, se arrojan como si fueran un matrimonio a la belleza del arte y las veladas exquisitas.

Llama la atención en la novela que la infidelidad entre Leonora y Morris no se muestra ni una sola vez de manera explícita. Apenas cruzan una palabra entre ellos. Podemos imaginar a Morris amargado con su débil esposa y a Leonora liberando sus impulsos sexuales con su amante de turno, puesto que antes ha habido otros.

En verdad no sabemos apenas nada de la relación entre unos y otros, pero de lo que podemos estar seguros es de que es una relación enfermiza. Un día, el capitán Penderton ve al soldado Williams tumbado en el claro de un bosque, desnudo. No le gusta nada el comportamiento del soldado, lo conoce de antes y nunca ha quedado satisfecho con su conducta. Hay algo en él que le resulta sospechoso. Pero a partir del momento en que lo ha visto desnudo, no cesa de seguirlo. Hay algo morboso en esa persecución del capitán detrás de un soldado al que aborrece en su fuero interno. Un hecho fortuito y casi delirante, le hará conocer la verdad sobre él.

No cabe más intensidad en una novela. Carson McCullers, con su acreditada maestría, va componiendo un cerrado laberinto alrededor de las vidas de estos hombres y mujeres que viven sacudidos por ocultas obsesiones. Podría haber sido más explícita, pero ello hubiera arruinado la novela. Tiene el clima justo de suspensión, de elipsis deliberada, de sabios sobreentendidos, para que cada lector vaya ajustando en su cabeza el destino de estos personajes marcados por lo monstruoso.

Por eso, Reflejos en un ojo dorado es una obra maestra indiscutible: con este mismo material, cualquier otro escritor habría cargado las tintas de un modo insoportable, porque lo que imaginó McCullers no fue una depravada historia de amor y celos, de triángulos amorosos que sirvieran de carnaza para el lector menos avezado, sino una sutil trama que hay que desenredar con la suficiente astucia para que la lectura se convierta en una delicia. Solo una advertencia: tomen la novela una tarde tranquila y siéntense a leerla con atención. Nada les podrá hacer levantar los ojos de sus páginas.

Reflejos en un ojo dorado. Carson McCullers. Seix Barral.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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