Retrato de un hombre inmaduro. Luis Landero

Desear es un verbo que los débiles de carácter conjugan mal. Desear no es querer, y por tanto no es poder; sólo significa un proyecto que puede desembocar o no en una realidad, y lo que ocurre generalmente con los personajes de Luis Landero (Alburquerque, 1948) es que son seres de carácter débil, muy ingenuos, inocentes y un tanto volubles, y sus sueños son eso, sueños, que nunca se encarnan en realidad, y aunque les hacen vivir algunos episodios que podrían calificarse de aventuras, no pasan de forjar inevitables castillos en el aire que tarde o temprano los llevan a la insatisfacción y, finalmente, a una lucidez vulgar y anodina, de reconocimiento de su propia mediocridad.

Uno lee a Landero con deleite y le vienen a la cabeza inevitablemente ecos cervantinos, del Cervantes del Quijote, porque sus personajes, casi sin excepción, están hechos con la misma materia soñadora del inmortal hidalgo, e incluso el fraseo de sus novelas, su ritmo, la disposición de los distintos episodios que las conforman, poseen el estilo de la gran novela cervantina. Si esto es una constante en la obra de Luis Landero, en Retrato de un hombre inmaduro (2009) se llega a una mayor identificación con el Quijote en forma de madrileño andante que tiende a buscarse complicaciones en su deseo de querer ser lo que no es y lo que no se podrá ser nunca, porque no posee armas para aspirar a ser algo más que un hombre normal y corriente.

El propio personaje lo reconoce al final de la novela, que coincide con el final de su vida, en la cama de un hospital, igual que el Quijote encontraba la lucidez en su lecho de muerte: “La vida soporta toda la fantasía que uno quiera meterle. La vida lo soporta todo. Toda la estupidez, toda la belleza, todo el tedio, todo el horror; hasta lo imposible lo soporta la vida. ¿Cómo entonces vamos a aprender nunca el oficio este de vivir?

Landero ha inscrito la novela en un territorio, el barrio madrileño de Chamberí, y por él deambula sin demasiado éxito este hombre que desea convertirse en un ser bondadoso, pero de una bondad escandalosa, llamativa, que le haga ser humilde con los soberbios, solidario con las causas perdidas, luchador en la defensa de los débiles, sincero con los farsantes, abatido dolorosamente con las desgracias ajenas, y durante el día busca algún momento para ayudar a los necesitados, de manera que de él todo el mundo puede decir que es un hombre intachable y virtuoso, pero sin embargo, en otros momentos, de repente, le dan arrebatos de violencia y crueldad absurda y entonces se encara con una pobre vieja que va por la acera y le dice: “Adónde vas, malvada, si hoy no abren las casquerías?” o camina al lado de un humilde funcionario que vuelve a su casa y le desafía, así, sin más, a una pelea en un solar hasta que lo consigue, hasta que con unos cuantos pescozones le demuestra su poder, la maravilla de ser poderoso y tener la vida de otro hombre en su mano con solo desearlo.

Así es este personaje mediocre y pueril, un ser lleno de contradicciones, que se busca en los actos que no es capaz de cometer, o que comete con una infantilidad indecisa, porque no encuentra dentro de sí una personalidad definida que lo haga sentirse íntegro, y entonces busca asideros donde reconocerse, que lo distingan de los demás, y para ello trata de preguntarse cuáles son las preferencias en su vida: un lema, un color favorito, una flor, un oficio, una rúbrica, un nombre de mujer, y con estas cosas, ya seguro de su identidad, poder afrontar la aventura de la vida con la mirada segura y el andar firme hacia un horizonte que le demuestre su valor y su singularidad.

En esa cruzada hacia la íntima satisfacción conocerá a algunos personajes que para él serán como un ejemplo a admirar: un juez que da conferencias con unas razones tan poderosas que a él le parecen incontestables; un agente comercial que es el mejor en su oficio; un escritor aficionado que es capaz de escribir cualquier composición literaria y realzar la vida de sus vecinos con biografías noveladas para que ellos se sientan importantes; un hombre que pronuncia en el bar donde se junta con los amigos opiniones tan claras, tan indiscutibles, que le llaman don Obvio o don Mero; personajes insustanciales, en fin, que demuestran que se puede llegar a ser algo más que nada en la vida si se pone el esfuerzo necesario para ello.

No como este hombre insustancial, disperso, amontonado, que va de una cosa a otra buscando brillar en algo, y que cuando cree haber encontrado lo que busca, como por ejemplo el amor, lo hace enamorándose de una mujer que conoce mientras ella muere en sus brazos, herida mortalmente por un punzón que le atraviesa la espalda.

Y un día tras otro piensa, mientras envejece, que la vida siempre está un poco más allá, que tras una revuelta del camino le espera el sabor de las promesas finalmente cumplidas, del prodigio deseado, el cobro de las deudas, la devolución de los favores que el tiempo le ha birlado como un ladrón. Pero nada de eso llega, y al final de su vida por fin comprenderá que entre sueños y ensueños, conmovido por sus deseos de convertirse en un hombre ejemplar, su vida ha sido ridícula, insípida, trivial, quizá curiosa, una vida a medio vivir, pero en todo caso una vida sin sustancia, simplemente porque no ha sabido encontrar dentro de sí mismo esa sustancia, porque después de tanto, lo ignora todo sobre sí mismo. “No sé nada, nada, nada. Ni siquiera si he vivido o no con cierta dignidad”. Luis Landero ha escrito una hermosa novela sobre una persona normal y corriente, como tantas otras, sobre una vida vulgar en la que lo único que pasa es que no pasa nada, como cualquier vida.

Retrato de un hombre inmaduro. Luis Landero. Tusquets, 2009

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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