Tierras de poniente. J. M. Coetzee

La culpa es un veneno negro. La culpa entra en nuestras casas por los cables de la televisión. Comemos bajo el resplandor del ojo de cristal viendo cómo la guerra se enseñorea sobre el mundo, viendo cómo el napalm quema la selva, y la comida cae por nuestras gargantas hacia charcos de corrosión. Cargar con tanto sufrimiento es antinatural, dice Eugene Dawn, el especialista en psicología militar de El proyecto Vietnam (1973), la primera novela de J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940). Eugene Dawn se lo cuenta en un informe sobre la guerra de Vietnam a un tal Coetzee, su jefe, un tipo despiadado que lo desprecia.

Dawn odia la guerra tanto como cualquiera, se entrega a ella sólo para que termine, para que acaben los conflictos y la rebelión, para ser feliz, para que todos podamos ser felices, porque un mundo en guerra es insoportable. Sólo hay que leer los relatos que envían los informantes norteamericanos: “A cien metros de distancia, ¿quién puede distinguir a uno de esos monos de otros? Lo único que puedes hacer es volarles la cabeza y confiar en haber acertado” Sí, es insoportable porque esa gente está equivocada: atacar a un grupo en tanto que grupo sin fragmentarlo no reduce la capacidad psíquica de sus miembros para resistir. Los bombardeos estratégicos no sirven para nada. En Vietnam, escribe Dawn, sólo existe una regla: fragmentar, individualizar, llegar a una aldea y castigar al azar, en momentos arbitrarios, como hacían los nazis en los campos de concentración, hacer brotar el gusano de la culpa hasta que los aldeanos griten: “Estoy siendo castigado, ergo soy culpable”. Entonces, cuando pronuncien esas palabras, es que están derrotados.

Hasta que no vea a todos los vietnamitas derrotados, Dawn no podrá ser feliz, porque le resulta inaguantable el sufrimiento. Por eso lleva en su maletín veinticuatro fotos de cuerpos humanos, cuya contemplación le serena, como esa que él llama “Padre se divierte con sus hijos”, en la que un robusto soldado norteamericano está copulando con una mujer vietnamita, casi una niña, que mira al objetivo de la cámara con expresión atontada y soñolienta, o esa otra en la que un sargento sostiene como un trofeo dos cabezas cortadas que parecen de piedra, como siempre pasa con las cabezas cortadas.

Esas imágenes ayudan a la introspección, calman el miedo que siente ante la ira de Coetzee, porque Vietnam está dentro de Dawn, y dentro de Vietnam, con algo de paciencia, se encuentran todas las verdades sobre la naturaleza del hombre. Por ejemplo, ayudan a descubrir que su mujer está liada con otro hombre, que está perturbada y es infeliz y lo mejor, por tanto, es fugarse con su hijo a un motel sin decirle nada a la madre, tratar de iniciar una nueva vida entre cordilleras nevadas y animales a los que haría bien en comprender, los dos juntos para siempre, tomar en definitiva contacto con la realidad y sentirse vigorizado, huir de América, porque América lo tragará, lo digerirá y lo disolverá en las mareas de su sangre.

Tal vez la respuesta esté en la naturaleza, piensa Dawn, igual que piensa el protagonista de otra novela corta de Coetzee, La narración de Jacobus Coetzee (1974), un colono bóer que tratará de imponer la justicia natural asesinando a un poblado de hotentotes. ¿Y quién tiene el privilegio de impartir la justicia natural? Quien posee armas: “El instrumento de supervivencia en la naturaleza salvaje es el arma de fuego, pero la necesidad de la misma no es física sino metafísica”, escribe Jacobus Coetzee. Los salvajes no tienen armas de fuego: por eso son esclavos. Sin embargo, el blanco, a través del orificio del cañón, mira la vida precaria del negro, domina la naturaleza salvaje de su corazón. “Todo territorio por el que yo desfilo con mi arma se convierte en un territorio desgajado del pasado y vinculado al futuro”.

Así pensaba Jacobus Coetzee en la Sudáfrica de 1760 según nos relata J. M. Coetzee, sudafricano de nacimiento, nacionalizado australiano en 2006. Jacobus es un explorador (será el primer hombre blanco que descubre la existencia de la jirafa, a la que confunde con un extravagante tipo de camello), su misión es abrir lo que está cerrado, llevar la luz a lo que está oscuro, y el salvajismo es oscuridad. Para él, el mundo de los salvajes, los hotentotes y los bosquimanos, es impenetrable, lo que supone un dilema para su esencia aventurera: o se evita, lo que implica evadir su misión, o se aparta de en medio. O bien se esclaviza, porque el salvaje esclavizado se vuelve irrecuperable para su propia cultura, aunque termine convirtiéndose en un ser resentido y libertino. El colono es un redentor: “Matar no me gusta más que a cualquier otro hombre, pero he asumido la tarea de ser quien aprieta el gatillo, llevando a cabo este sacrificio por mí mismo y por mis compatriotas, y cometiendo sobre la gente oscura los asesinatos que todos hemos deseado. Todos son culpables, sin excepción”. El explorador termina siendo, finalmente, el brazo justo de Dios, la herramienta en manos de la historia.

Que nadie espere un momento de piedad ni compasión en estas dos novelas cortas de J. M. Coetzee que Mondadori ha editado con el título de Tierras de poniente. Como el resto de su narrativa, Coetzee no escribe para almas cándidas, ni siquiera para aquellos que buscan en una novela un vehículo de entretenimiento. Son novelas duras, muy duras, que indagan directamente en lo más profundo de la dignidad humana. Quien se acerque a ellas debe saber que el mal habita entre nosotros, que es natural y cotidiano, que la historia se ha construido también sobre las cloacas de la naturaleza humana. Y todo ello contado con un estilo ágil, cuidado, imaginativo, de una belleza contenida y afilada; que no da tregua al lector ni le hace concesiones, con un tratamiento de los temas que se asemeja a la precisión de un taxidermista, construyendo una historia que se desarrolla con la suavidad del mecanismo de un reloj. Sin duda, leer a Coetzee es una forma feliz de conocer el lado más oscuro del ser humano.

Canon J. M. Coetzee (I)
Tierras de poniente. J. M. Coetzee. Mondadori, 2009

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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