El arte de la Semana Santa en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid

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Sagrada Cena – Juan Guraya

Aunque indudablemente la Semana Santa tiene un componente religioso obvio, mi interés por esta fiesta lo enfoco más bien desde una perspectiva cultural, en especial desde el punto de vista artístico. Hace poco menos de un año, aprovechando un viaje que realicé a la provincia de Valladolid, tuve la fortuna de poder visitar el espléndido museo que tienen en la capital vallisoletana y que alberga, entre otras muchas piezas magníficas, algunas de las obras de imaginería más importantes de nuestro patrimonio cultural. Me refiero al Museo Nacional de Escultura, que se encuentra ubicado en el Colegio de San Gregorio, con una preciosa fachada gótica y situado junto a la iglesia de San Pablo, un paseo que, sólo por ver estos bellos edificios, ya merece la pena. Este museo contiene una colección de imaginería policromada castellana en un periodo que abarca cinco siglos, desde el XIII al XVIII, un legado sensacional con piezas talladas por escultores tan importantes como Alonso Berruguete, Felipe Bigarny, Pompeo Leoni, Pedro de Mena, Andrés de Nájera, Alejo de Vahía, Juan de Juni o Gregorio Fernández. A continuación les dejo un pequeño muestrario de algunas de estas impresionantes tallas que pueden contemplarse en el Museo Nacional de Escultura:

El entierro de Cristo - Juan de Juni
El entierro de Cristo – Juan de Juni

 

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Magdalena Penitente – Pedro de Mena
La sexta Angustia - Gregorio Fernández
La sexta Angustia – Gregorio Fernández
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Cristo yacente – Gregorio Fernández
Paso Sed Tengo - Gregorio Fernandez
Paso Sed Tengo – Gregorio Fernandez

Independientemente de que uno sienta o no la emoción religiosa, contemplar las obras de estos maestros es algo que no le escapa desapercibido a cualquiera que posea un mínimo de sensibilidad artística. En muchos casos, lo llamativo de estas figuras, en comparación con otras obras escultóricas que parecen limitarse a representar el retrato de una persona importante o alguna alegoría, estas imágenes nos transmiten historias completas, como si se tratase de la secuencia de una película o de una obra de teatro en la que una de sus escenas se ha quedado congelada en el tiempo. Naturalmente, no cabe imaginar la realización de estas obras sin un componente religioso o espiritual de sus creadores, lo cual es bien comprensible pues el acervo cultural en España viene muy marcado por el catolicismo y la religiosidad. En cierta medida, contemplar estas esculturas nos sirve para comprender mejor cómo se ha ido componiendo nuestra cultura y también nuestra idiosincrasia. Aunque el fondo sea el mismo, resulta sin duda diferente una obra de la imaginería castellana a las de la imaginería andaluza, murciana o canaria, por citar tres vertientes artísticas que tienen un carácter común pero una personalidad propia. Sin embargo, no es posible comprender todo este afloramiento de imágenes sin situarnos un poco en el contexto histórico de la época. Las imágenes de Vírgenes y Santos se desarrollan fundamentalmente como una forma de ponerse al servicio a la Iglesia, en una época en la que, para contextualizar, está marcada por la escisión del catolicismo y la aparición del protestantismo (que, recordémoslo, rechaza el culto a las imágenes). Se trata de un periodo marcado por dos movimientos que definieron en gran medida el carácter de los pueblos de Europa: me refiero a la Reforma y la Contrarreforma.

Las imágenes religiosas dominaron, pues, la temática escultórica de muchos países que optaron por la Contrarreforma. Los escultores, en este caso, trataron de representar, lográndolo de una forma prodigiosa, toda la expresividad latente en los sentimientos de las figuras, aunque es este caso se tratase de sentimientos principalmente negativos como el dolor, la angustia o la muerte, cuyo propósito era conducir al público hacia la piedad religiosa. En cierta medida, se puede considerar que todo este arte responde a una especie de campaña publicitaria promovida por la Iglesia Católica para afianzar a sus fieles y alejarlos del peligro que veían en el protestantismo que empezó a expandirse por buena parte de Europa.

La idea genial que tuvieron los escultores con estas escenas, sin duda tan marcadas de realismo, tuvo que ser en su momento revolucionaria, pues se trataba de dotar a estas imágenes de movimiento, haciendo para ellos que salieran a la calle, llevadas en andas por un grupo de fieles que, con ese gesto de sumisión, se rendían aún más al culto que pretendían promover. El concepto de “paso” no procede, sin embargo, de esta idea de movimiento, o de sacar las esculturas a la calle, sino que la propia palabra buscaba mover todavía más a la piedad de sus fieles. La palabra paso procede del latín “passus”, es decir, pasión, sufrimiento. Lo que se trataba era de conmover a los fieles, mostrarles en la calle ese sufrimiento, ese dolor, algo que los artistas encargados de realizar estas esculturas supieron transmitir a la perfección logrando, sin ningún género de dudas, dar por cumplido su objetivo que fue el de promover el fervor religioso popular, algo que, varios siglos después, todavía siguen logrando estas imágenes con bastantes personas. Y aunque no sea este mi caso, sí he de admitir y reconocer que contemplar estas obras, aunque no sea en la calle rodeado por una multitud y sí desde la tranquilidad de las salas de un museo, es un auténtico privilegio, aunque sólo sea por reconocer su valor artístico y por tratar de comprender un poco mejor quiénes somos.

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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