Biografía insólita de Jorge Luis Borges. Capítulo 4. La razón universal: Jorge Guillermo Borges

Más allá de su obra, que lo prejuzga y lo redime, Borges posee una cualidad que lo hace doblemente sugestivo para quien se acerca a su figura: tuvo una vida de libro. Todo parece predestinado, dirigido, transparente, previsto. En una persona tan inteligente como él, asoma una certidumbre de sospecha en cada paso que dio y en cada palabra que escribió, como si hubiera querido reflejar o corroborar ante el público la sencilla y a la vez asombrosa vida privada que disfrutó o sufrió, de acuerdo con las circunstancias que muchas veces él mismo forzaba.

Esa vida de libro se inicia como ocurre con la vida de cualquier persona: en el ambiente familiar, aunque con unas características muy peculiares. Su padre, Jorge Guillermo Borges, era ante todo un hombre inteligente. Pensaba que los hijos son los que enseñan a los padres, y no al revés, lo que viene a demostrar de igual forma su perspicacia y su bondad. Su materna ascendencia inglesa tuvo una influencia benéfica en un hombre que miraba el mundo con la flema y la entereza de quien reconoce sus limitaciones y a la vez entiende que su valía depende de él y no de lo que digan los demás, actitudes las dos bien extrañas en un país latino.

Jorge Guillermo fue un hombre sensual y práctico. Los placeres los dejaba para su vida privada. Para él su trabajo de abogado era un medio de vida, algo necesario pero no suficiente, un quehacer relajado en la medida que no se llevaba la tarea a su casa, una ocupación que si bien lo hacía responsable ante su familia y respetable ante la sociedad, no contaminaba su plano íntimo. Aparte, como mera distracción, impartía clases en inglés en el Instituto de Lenguas Vivas, invariablemente sobre la psicología de William James, por la que se sentía fascinado.

Jorge Guillermo Borges (cuarto desde la izquierda) en 1895, con compañeros licenciados en Derecho. Macedonio Fernández es el segundo desde la derecha.
Jorge Guillermo Borges (cuarto desde la izquierda) en 1895, con compañeros licenciados en Derecho. Macedonio Fernández es el segundo desde la derecha.

Cultivó la amistad, la buena conversación, el gusto por los libros, el amor por su esposa, cierta debilidad por las más sorprendentes teorías filosóficas, una fuerte pasión por la psicología de William James, una incondicional admiración por sus hijos, la infructuosa creencia de que podía luchar contra la ceguera.

La obra de Jorge Luis Borges está impregnada de principio a fin de la personalidad de su padre. Era un hombre que anteponía el placer a la obligación, la estética a la retórica. De un individualismo radical, Jorge Guillermo Borges eligió el pensamiento ácrata y un tanto romántico del inglés Herbert Spencer para dirigir su vida: el mínimo de Estado, el máximo de individuo. En una de las muchas conversaciones que tenía como por descuido con su hijo, le explicó de una manera sencilla su ideario: le dijo que se fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a sus hijos que había visto esas cosas.

Esos principios cívicos fueron adoptados por Borges en la última etapa de su vida. Así lo señalaba a Joaquín Soler Serrano en una inolvidable entrevista televisiva:

Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los Estados.

Por supuesto (y esto es un hecho que constantemente encontraremos en su biografía) Borges estaba modificando una vez más su pasado, revisando su figura pública, puesto que nunca creyó “fervorosamente en el anarquismo”, como en su momento se verá. No obstante, la lucidez política del padre sí fue heredada por el hijo, como demuestran estas palabras pronunciadas en diálogo con Ernesto Sabato:

[los políticos] no son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad. Creo que ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga. En el caso de un discurso político, los que opinan son los oyentes, más que el orador. El orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan. Si no es así, fracasa.

Borges confesó en más de una ocasión que la biblioteca de su padre fue el hecho capital de su vida. Lo que no agregó (quizá porque lo diera por sentado) es que esa biblioteca estaba completamente abierta, por entero disponible, sin prohibición o advertencia de ninguna clase: en un lugar donde no existe el pecado, no puede existir el pecador.

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Jorge Guillermo Borges Haslam

Jorge Guillermo Borges recita ante su hijo sus poetas favoritos: Shelley, Keats,  FitzGerald y Swinburne. Curiosamente, y a pesar de ser un versado admirador de la poesía inglesa, Borges nunca profesará gran simpatía por ninguno de estos poetas. Hasta en ese punto sigue las enseñanzas de su padre: no hay que guiarse por lo que dicen los demás, no hay que leer nada por obligación, hay que tener un juicio propio, hay que enseñar lo que se sabe sin la tentación de adoctrinar.

Igualmente le habla de una de sus pasiones, la literatura oriental: Lane, Burton y Payne, que esta vez sí contagia a su hijo. Las Mil y Una Noches será un libro recurrente en el mundo borgiano. Pero, como no podía ser de otra manera, no lo fue por impulso directo de Jorge Guillermo sino por esa capacidad de maravillarse con lo maravilloso, que sí fue herencia de su padre.

Junto a la biblioteca y la inclinación sin reservas por la literatura, Jorge Guillermo Borges transmite a su hijo algo más precioso: la sensibilidad ante el mundo. Si por algo destaca Borges por encima de otros escritores es por su portentosa cultura, que es consecuencia de un sentimiento más arraigado y profundo: la excitante curiosidad por las cosas, la facilidad con que admira lo que es admirable y extrae placer de ello, el uso del humor ante la estupidez humana en todas sus formas, la sana humildad de aprender de los demás como si fuera un don.

Hay un soneto de Borges que es un prodigio de sencillez y de respeto hacia su padre; es interesante observar que para hablar de él recurre a otro motivo modesto pero no por ello menos maravilloso: la lluvia.

Bruscamente la tarde se ha aclarado

Porque ya cae la lluvia minuciosa.

Cae o cayó. La lluvia es una cosa

Que sin duda sucede en el pasado.

 

Quien la oye caer ha recobrado

El tiempo en que la suerte venturosa

Le reveló una flor llamada rosa

Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales

Alegrará en perdidos arrabales

Las negras uvas de una parra en cierto

 

Patio que ya no existe. La mojada

Tarde me trae la voz, la voz deseada,

De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

                           (La lluvia, El hacedor, 1960)

Borges en su propia voz:

En esa capacidad de admiración por lo extraordinario podemos situar otro de los temas más conocidos de Borges: el juego con la metafísica, a la que tanto debe el éxito de sus cuentos. A los diez años, su padre empieza a leer a Platón junto a su hijo, comienzan tan pronto ese diálogo socrático que fue realmente la infancia y la juventud de Borges, en el que el padre ejerce de disimulado Sócrates.

De los arquetipos platónicos pasa al mito del eterno retorno y a una de esas falacias filosóficas tan del gusto del escritor argentino, las paradojas de Zenon: Aquiles nunca alcanzará a la tortuga, la flecha nunca llegará a la diana. Un día su padre, con ayuda de un tablero de ajedrez, le enseña al pequeño Borges que el peón no puede alcanzar el octavo escaque hasta que no llegue al séptimo; pero al séptimo no puede llegar si no supera el sexto, etcétera, etcétera. Por supuesto que el niño ve cómo el peón puede llegar al final del tablero sin ninguna dificultad, pero en las palabras de su padre encuentra algo que lo deslumbra: con el pensamiento se puede jugar.

De ahí llega sin dificultad a la metafísica, que como diría el propio Borges, es una rama de la literatura fantástica. A su padre no le hace falta nombrar a Berkeley ni a Hume para trasladar a su hijo una extraña sospecha que alberga: es posible que el mundo sólo sea una proyección de nuestro pensamiento, o del pensamiento de otro, o incluso que sea un sueño donde nosotros soñamos y nos sueñan.

Jorge Guillermo Borges en 1912
Jorge Guillermo Borges en 1912

De nuevo volvemos a esa sutil ironía que hay en cualquier actitud de Jorge Guillermo: es muy posible que el mundo lo invente yo… pero lo cierto es que todas las mañanas tiene que levantarse para acudir a su aburrido trabajo como funcionario de un juzgado. Para hacer más verosímil su pensamiento, el padre hará por su hijo algo que casi inverosímil dentro del modesto mundo en el que viven: Borges no trabajará hasta que él haya muerto. Hasta los 38 años, el escritor que se está formando en esa burbuja mágica que el padre ha creado para su familia, no tendrá que ganarse la vida diariamente, sólo se verá obligado por la muerte de quien lo había preservado de la maldición bíblica.

De igual modo lo protegió de cualquier tipo de enseñanza doctrinaria y, por tanto, aburrida y mezquina: Borges no fue al colegio hasta los 9 años y pronto fue retirado de él. Más tarde ironizaría con este tema recordando las palabras de George Bernard Shaw: “Debí suspender mi educación para ingresar en la escuela”. Podríamos decir que Borges fue un hombre autodidacta si no fuera porque un padre puede ser el mejor de los educadores, como ocurrió en su caso.

Finalmente, otra de las actitudes de Jorge Guillermo como padre fue dejar que su hijo cometiera sus propios errores, por supuesto, bajo su silenciosa supervisión. Como el destino de Borges como escritor no se puso en duda desde su infancia, su padre sólo le aconsejó que no se precipitara en publicar. Como veremos, Borges no le hizo caso, y después se pasó toda su vida tratando de negar, ocultar, disimular o modificar sus primeros escritos.

La figura del padre tiene en Borges, aun sin convocarla explítamente, una importancia decisiva en su obra. Los juegos con el tiempo y el infinito, la personalidad, el caos o la biblioteca, se unen a una forma de expresión sencilla, legible y pulcra, irónica muchas veces, con un afán didáctico en otras, pero siempre sometida la realidad, a través de la literatura, a una especie de transformación prodigiosa y quimérica. Jorge Guillermo Borges parece un padre sacado de Las Mil y Una Noches, cuidadoso, condescendiente y a la vez firme, benévolo, un hombre que prepara la escena para que sus hijos puedan actuar en un mundo fantástico de palabras y juegos intelectuales, y que después se retira con respeto y modestia una vez hecha su labor rectora.

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Jorge Guillermo Borges en los últimos años de su vida

En ese repaso de su vida que fueron los últimos años de Borges como poeta, escribió un bello soneto que contiene aún ese diálogo entre padre e hijo -o entre hijo y padre- tan íntimo, tan difícil de expresar:

Tú quisiste morir enteramente.

La carne y la gran alma. Tú quisiste

entrar en la otra sombra sin el triste

gemido del medroso y del doliente.

Te hemos visto morir con el tranquilo

ánimo de tu padre ante las balas.

La roja guerra no te dio sus alas,

la lenta parca fue cortando el hilo.

Te hemos visto morir sonriente y ciego.

Nada esperabas ver del otro lado,

Pero tu sombra acaso ha divisado

los arquetipos que Platón el Griego

soñó y que me explicabas. Nadie sabe

de qué mañana el mármol es la llave.

            (A mi padre, La moneda de hierro, 1975)

Conversaciones con Borges. Habla sobre su padre:

La memoria:

Recuerdo que mi padre me dijo algo sobre la memoria, algo muy triste. Dijo: «Pensé que podría recordar mi niñez cuando por primera vez llegué a Buenos Aires, pero ahora sé que no puedo». Y yo dije: «¿Por qué?». Y contestó (no sé si era una teoría suya propia, yo estaba muy impresionado por ella y no le pregunté si la aprendió o era deducción suya): «Creo que si recuerdo algo, por ejemplo, si hoy recuerdo algo de esta mañana, obtengo una imagen de lo que vi esta mañana. Pero si esta noche recuerdo algo de esta mañana, lo que entonces recuerdo no es la primera imagen, sino la primera imagen de la memoria. Así que cada vez que recuerdo algo, no lo estoy recordando realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé, estoy recordando mi último recuerdo».

Así que en realidad dijo: “No tengo en absoluto recuerdos ni imágenes sobre mi niñez, sobre mi juventud”, y a continuación lo explicó con un montón de monedas. Colocó una moneda, una encima de otra y dijo: “Verás, esta primera moneda, la de abajo, sería la primera imagen, por ejemplo, de la casa de mi niñez. Esta segunda sería el resultado de aquella casa cuando llegué a Buenos Aires. La tercera, otro recuerdo, y así una y otra vez. Y como en cada recuerdo hay una ligera diferencia, supongo que mis recuerdos de hoy no se asemejan mucho a los recuerdos que tenía”, y añadió: “Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, lo estaré haciendo sobre mis recuerdos, no sobre las primeras imágenes”. Y aquello me puso triste: pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud.

[Dicho sea en un aparte, esta peculiar forma de entender la memoria está recogida en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, uno de los relatos más conocidos de Borges]

La biblioteca:

Mi padre quiso que se cumpliera en mí el destino de escritor que no pudo cumplir en él. Ya mayor, habría yo de entender que desde niño se me había trazado el destino de las letras. Y me fue señalado de modo tácito: mi padre me franqueó su biblioteca, en su mayor parte de libros ingleses, y me eduqué en ella. Mi padre nunca me señaló ningún libro. No me dijo, por ejemplo: “Este es el Quijote, una obra maestra”. Yo leía lo que me placía, sin que nadie me dirigiera. Mi padre nunca discutió de literatura conmigo.

La muerte:

Mi padre tenía una hemiplejia, y me dijo: “No voy a pedirte que me pegues un balazo, porque sé que no lo harás, pero voy a arreglarme”. Tenía un lado de su cuerpo hinchado como un gigante. Recuerdo sus dos manos, una como la de un niño, y la otra enorme. Él sabía que era incurable, además estaba postrado. Entonces me dijo: “Yo no debería haber llegado a esto, debería haberme curado o morirme antes”. Y como no era religioso y hacía siempre bromas con respecto a la religión, entonces decidió dejarse morir. Y así el médico le recetaba remedios que él no tomaba o, por ejemplo, había que ponerle inyecciones y no lo permitía. En fin, no comía, lo único que hacía era tomar agua cuando no podía más de sed. No recuerdo ahora cuánto tiempo duró así, pero no habrán sido más de quince o veinte días y en ese tiempo se murió. Fue, de algún modo, un suicidio lento. Recuerdo que yo le dije: “Mire padre, no puedo ayudarle en esto y lo lamento”. Y él me contestó: “Es que tengo que hacerlo yo solo, ya que tengo voluntad”. Era muy inteligente y, como todos los hombres inteligentes, muy bondadoso. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Muy orgulloso de su inmediata sangre sajona, solía bromear sobre ella. Nos dijo con aparente perplejidad: “No sé por qué se habla tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo? Son unos chacareros alemanes”. [Chacarero = granjero]

La inmortalidad:

Desde luego heredamos cosas de nuestra sangre. Yo sé -mi madre me lo dijo- que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. (Mi padre murió en 1938 cuando se dio muerte Lugones) Cuando yo repito versos de Schiller mi padre está viviendo en mí. Las otras personas que me han oído a mí, vivirán mi voz que es un reflejo de su voz que fue, quizás, un reflejo de la voz de sus mayores. ¿Qué podemos saber nosotros? Es decir podemos crear en la inmortalidad. Yo creo en la inmortalidad, no en la personal, pero sí en la cósmica.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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