La protesta. Henry James: Valor y Precio

19.protestaAunque a Henry James le llegó el reconocimiento universal gracias a su labor narrativa, mantuvo durante toda su vida la ilusión de triunfar como dramaturgo y en su vasta producción constan varias obras de teatro que no alcanzaron el éxito que esperaba, y que si bien no le desalentaron en lo que propiamente fue su carrera literaria, sí que supusieron para él un fracaso personal.

Posiblemente esa íntima decepción le llevó a volcarse con mayor ánimo innovador en su narrativa, pues las fechas de su frustrado empeño teatral y la redacción de sus mejores novelas y relatos coinciden en el tiempo.

En 1909, cuando ya parecía que había dado de sí todo lo que podía aportar como escritor, le ofrecieron una nueva –y última- oportunidad de llevar a las tablas una obra por mediación de un productor norteamericano. Participar justo a contemporáneos como George B. Shaw, Galsworthy, Maughan y Masefield equivalía al halagador reconocimiento de que las incursiones de James en el mundo del teatro habían atraído favorablemente la atención, si bien no había logrado alcanzar el éxito popular.

En pocos meses escribió La protesta, pero parece que el azar no quiso ver recompensado su esfuerzo ni siquiera en circunstancias tan favorables, puesto que después de todo tipo de problemas acerca de la revisión del texto y la elección de los actores y cuando justamente la obra fue a estrenarse, en mayo de 1910, todos los teatros se cerraron a raíz de la muerte de Eduardo VII. La pieza le fue devuelta a James con una pérdida de doscientas libras.

Sin embargo, como años antes hiciera con La otra casa, otra obra teatral malograda por el infortunio, Henry James decidió en 1911 convertir La protesta en una novela corta sin variar sustancialmente el contenido, lo que a la postre resultó un acierto, puesto que fue una obra que obtuvo un notable éxito entre el público, un éxito que le había sido esquivo con sus novelas antecesoras, precisamente las que en la actualidad son consideradas sus obras maestras: Las alas de la paloma, Los embajadores y La copa dorada.

Desde las primeras páginas se observa que La protesta está escrita con una intención distinta a las citadas anteriormente, pero eso no le quita un ápice de mérito sino que refuerza la idea de escritor todoterreno que tiene presente el buen lector de Henry James. La novela está dividida en tres partes (que en el teatro corresponderían a 3 actos) y la localización se circunscribe a dos salones, lo que potencia la sensación de obra dramática.

Pero aparte de estas consideraciones meramente circunstanciales, La protesta contiene una fuerza y una inteligencia en su desarrollo que nos devuelve al Henry James magistral que en sus últimos años alcanzó la cima de su carrera. El argumento, muy propio de él, se desenvuelve en torno al encuentro –o desencuentro- entre Europa y América a través de dos personajes que representaban las dos tendencias culturales que tanto atractivo ejerció en el escritor. La trama gira básicamente sobre la aparición del millonario americano Bender, un nuevo rico demasiado parecido a J. P. Morgan, que llega a Gran Bretaña con la intención de comprar obras de arte al precio que sea, puesto que su fortuna es infinita, al menos a los ojos de los europeos.

Una de las mansiones que recorre es la de Lord Theign, un ilustre personaje inglés con ese especial sentido común tan británico, que no tiene ningún interés de deshacerse de su rica colección de cuadros pero que, por mor de una de sus hijas, jugadora de bridge empedernida cubierta de deudas, necesitaría cierta inyección de libras en su cuenta.

Lo que en principio parece un duro enfrentamiento entre dos personas irreconciliables se convierte, por arte de Henry James, en una dura y premonitoria crítica del negocio en el arte, puesto que el nudo de la trama comienza a complicarse con la aparición de un joven connaisseaur, Hugh Crimble, uno de esos expertos que salen de la nada y que tratan de confundir valor y precio, como diría Antonio Machado. Crimble será el tercero en discordia, el hombre que pone patas arriba las pretensiones tanto del noble como del millonario, puesto que después de un rápido vistazo a la colección del lord inglés, descubre en un pasillo que una pequeña obra atribuida al pintor Moretto, corresponde en verdad al mucho más apreciado Mantovano -nombres naturalmente ficticios.

Aunque nadie lo sepa, la diferencia es brutal: mientras que Moretto fue un buen pintor del montón, Mantovano no sabemos si era un extraordinario pintor, pero resulta que en la actualidad sólo sobreviven 7 obras pintadas por él, de modo que la que cuelga en las paredes de la mansión inglesa sería la octava, es decir, la convierte casi en única.

Ya no es una cuestión de arte, sino de valor dentro de la historia del arte, lo que elevaría el precio del precio a niveles astronómicos. Bender ha llegado desde Estados Unidos en busca de Reynolds, Turners, Gainsboroughs con los que lustrar su colección, pintores extraordinarios que pintaron cuadros extraordinarios pero que tienen precio. Sin embargo, el Mantovano, de ser cierta la teoría de Crimble, alcanza un valor incalculable porque, ¿cómo se tasa la exclusividad?

Naturalmente, la opinión de Crimble debe ser contrastada, y para ello se encarga a dos expertos europeos en la obra de Mantovano para que certifiquen la autenticidad del cuadro. Lo que ocurre en La protesta es lo que ocurre mientras se espera el dictamen de los expertos.

Ese interés se mantiene hasta el final, pero Henry James supo que había entrado en un terreno que, a la vista de un profano, puede resultar ridículo o irrisorio (no olvidemos que la pintura es la misma, proceda de un artista u otro), y de esta forma convierte en enfrentamiento entre el aristócrata inglés y el rico americano en una pugna al contrario, un verdadero hallazgo argumental que descarga sobre sus protagonistas todo el ácido corrosivo del que era capaz James.

Esa extraña y desconcertante pugna consiste en que Lord Theign, contrario a que las grandes obras de arte inglesas pasen a las embrutecidas manos de los americanos, está dispuesto a vender el Moretto a su justo precio, que naturalmente es bajo comparado con los que se pagan por los valorados artistas británicos, mientras que el millonario Bender sólo comprará el Mantovano si el precio es desorbitado, puesto que su prestigio de coleccionista se vería seriamente dañado por un cuadro de escaso valor, mientras que si pasa, digamos, de las cien mil libras, significará que la pintura es colosal y su fortuna (y de camino su supuesto ojo para el arte) no es menos considerable.

En definitiva: el vendedor sólo vende si el precio es bajo pero el comprador no está dispuesto a adquirir nada que no sea de precio altísimo. La ridícula situación está servida con un especial sarcasmo (igual que la cruel crítica sobre el precio de las obras de arte) y Henry James añade, para enredarla un poco más, a algunos personajes -la hija del Lord y una íntima amiga viuda-, hasta llegar al paroxismo de lo absurdo y, por ende, a un final sorprendente en el que, de hecho, tendrá poca importancia el veredicto de los expertos.

Es una lástima que esta encantadora novela no haya tenido la repercusión de otras del autor, porque es regocijante ver a un Henry James aún en plenas facultades al final de su carrera (no volvería a publicar ninguna obra narrativa), cambiando delicadamente de registro pero con esa facultad tan propia de extraer a las situaciones toda su fuerza dramática, a los personajes lo más profundo de su carácter y, en este caso, aportando un delicioso humor ácido (raro en su carrera) y poniendo el dedo en una llaga, el discutible valor del arte por parte de quienes se empeñan en querer tasarlo y pagarlo. Que yo sepa, fue el primero en tratarlo en la literatura, con su consabida capacidad de observación y, sobre todo, con su maestría basada en una inteligencia privilegiada.

La protesta. Henry James. El cuenco de plata.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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