Portraits of Places. Henry James: El viajero sentimental

25-portraitsHenry James dedicó su vida a la escritura desde los 22 años, es decir, nunca tuvo otra profesión que la de escritor. Eso supuso procurarse su sustento económico de todas las maneras imaginables y no siempre lo consiguió gracias a la literatura. De hecho, salvo en contadas ocasiones, su obra se fue produciendo mediante colaboraciones periódicas en diarios y revistas, y hasta que no alcanzó un cierto éxito como narrador, tuvo que sobrevivir escribiendo críticas de arte, reseñas de libros, semblanzas de artistas y crónicas de viajes. En este último caso, sus textos deambulaban entre la memoria evocadora de ciudades y las notas propias de una guía turística, según el humor y la necesidad económica con que se encontrara.

En 1883, en un momento de efervescencia editora consecuencia de su éxito como autor de Daisy Miller, publicó en Londres un volumen que reunía antiguas crónicas de viaje que habían visto la luz, como hemos dicho, en distintos medios periodísticos. Portraits of Places recoge impresiones de los países que Henry James más admiraba y conocía: Italia, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. El acierto de esta selección reside en la poliédrica mirada del escritor: lo mismo ahonda en los tipos que en las costumbres del lugar, en el arte, la gastronomía, la moda o la depredación turística en la zona, siempre con un tono evocador, mitad memorístico mitad fruto de su prodigiosa capacidad de observación, de modo que parece que todo lo que dice es nuevo, como si nadie hubiera hablado de esa manera tan natural antes que él.

Uno de los mejores ejemplos de esta peculiaridad la encontramos en Venecia, un pequeño ensayo sobre la ciudad italiana que se aleja de visiones tan idealizadas y conocidas como las de Lord Byron o Ruskin. Henry James –que habla de sí mismo como el viajero sentimental– reconoce que hay cierta insolencia por su parte al querer añadir algo más a lo ya escrito sobre Venecia. Sin embargo, él se concede una ventaja sobre otros cronistas: ha vivido en ella, y lo que quiere recalcar es la dificultad –y a la vez el privilegio- de habitar una ciudad de tan peculiares condiciones cuando ha desaparecido el hechizo de su primera impresión. Afortunadamente, lo que le queda al viajero residente de tal experiencia es un encanto que traslada al lector parándose en detalles tan sutiles como el rubor rosáceo que es el color dominante en el concierto veneciano, un tono que vira hacia un tinte dorado al anochecer.

De su mano descubrimos obras maestras de la pintura casi ocultas en las decenas de conventos e iglesias que él ha conocido con esa paciencia propia del que sabe degustar del arte incluso en sus manifestaciones más modestas. De su mano podemos admirar sin academicismos las Madonnas de Bellini o la Crucifixión de Tintoretto, que se pregunta si no será el cuadro que contenga más vida humana.

Esa fina percepción la traslada a algunas ciudades de Francia, Chartres, Reims, Ruan. Despotrica de la uniformidad con que el barón Hausmann ha destrozado el sutil encanto del urbanismo de las viejas ciudades; se sienta en un café a tomar un bock de cerveza mientras contempla la bella fachada de la catedral de Chartres o sube a las cubiertas de la de Laon para admirar las inconcebibles gárgolas o asombrarse de las dimensiones casi gigantescas de las figuras que se asoman a lo más alto de las torres de la catedral de Reims. Como un viajero discreto, se acerca a modestos balnearios de la Bretaña como Étretat, donde admira sus acantilados, o baja hasta Biarritz para concluir que su fama es desproporcionada.

Aprovechando su viaje al sur de Francia se acerca a la frontera para conocer España, llevado por su admiración por Cervantes. Su recorrido es corto puesto que no llega más que a San Sebastián, donde presencia una corrida de toros:

Es en extremo repugnante y nadie debería describir cosas repugnantes excepto (según la nueva escuela) en las novelas, donde en realidad no han sucedido y se inventan a propósito.

Naturalmente en su recorrido por Francia no podía faltar París, nada menos que la ciudad de la Exposición Universal de 1878. Pero en lugar de describirnos las obras, nos describe a los obreros, y cuando se detiene en el campo de Marte mira a Trocadero con curiosidad pero se para en un hecho más preocupante: la militarización del país dadas las continuas acometidas de los alemanes:

Recordándonos a cada paso la inmensidad de la carga militar de Francia, lo que resulta más interesante para el que escribe no es su alcance económico sino moral. Su efecto sobre las finanzas del estado puede calcularse con precisión; su efecto sobre el carácter de la generación de jóvenes tiene más de misterio. Cuando el viajero analítico se pasea en una tarde otoñal sobre las murallas ajardinadas de una ciudad vieja y se cruza con parejas de soldados jóvenes caminando o apoyados en el parapeto contemplando el tranquilo paisaje, es propenso a adoptar la opinión más clemente sobre el terrible comercio de las armas.

Ejemplos como éste, de sutil –y diría que actual- percepción llenan las páginas de estas crónicas que –cómo no- también pasan por Gran Bretaña, el país de adopción de Henry James, aunque él aún no lo sabía. Es curioso que para explicar las costumbres inglesas se detenga en las fiestas, que en apariencia no es una peculiaridad marcadamente británica. Pero de ahí extrae una enseñanza prodigiosa; refiriéndose a la Pascua, época que aprovechan en masa los londinenses para salir de la capital, James hace esta certera observación:

En ningún otro país, digo yo, se encuentran tantas personas que hacen lo mismo, de la misma manera y al mismo tiempo, ya se trate de emplear el mismo lenguaje coloquial, de gastar los mismos sombreros y corbatas, de coleccionar los mismos platillos de porcelana, de jugar al mismo tenis sobre hierba o al polo, de admirar la misma belleza profesional. La monotonía de semejante espectáculo pronto resultaría opresiva si el observador extranjero no fuera consciente de esta capacidad latente que tienen sus actores, capacidad de una gran libertad de acción.

Sus paseos en verano por los parques, en Navidad arrellenado en el interior de un coche de alquiler o en Pascua en busca de una buena cerveza tomada en la acera de un bar nos lleva a deslumbrantes descubrimientos como la existencia cierta de los personajes que Dickens inmortalizó en sus obras -téngase en cuenta que Dickens murió solo ocho años antes de sus crónicas-, la inveterada costumbre de los ingleses a dirigirse a la iglesia los domingos junto a toda la familia, sean creyentes o no, o la no menos porfiada tradición de las obras de caridad de las damas, sin que falte la inevitable excursión a Greenwich donde Henry James pasea sobre la línea del meridiano con la ilusión de un niño pequeño.

Muy distinta es la visión que nos ofrece de Estados Unidos (y Canadá) un James más joven –las crónicas estadounidenses fueron escritas cuando tenía 27 años-, una mirada más prosaica, y si se quiere más ingenua, sin los recursos narrativos que emplearía unos años más tarde: descubre que las mujeres de Saratoga son las mejor vestidas de Estados Unidos o que la mejor de conocer Europa sin salir de América es acercarse a la pintoresca Quebec.

La pasión por descubrir es la nota predominante de estas crónicas, y a la postre, es lo que las hace tan encantadoras, tan intemporales. James no describe sino que se pregunta; no afirma sino que se asombra. Como él mismo se autodenomina, es un viajero sentimental, no un turista, y la prueba es que durante toda su vida no cesó su admiración por estas ciudades que aquí pasea aún en su juventud. Él mismo sabe definirse con precisión:

Ser un cosmopolita no es, pienso, un ideal; el ideal debería ser un patriota concentrado. Ser un cosmopolita es un accidente, pero uno debe saber sacarle el mayor partido. Cuando uno ha visto mundo, como suele decirse, pierde esa sensación de absoluto y santidad de los hábitos de los compatriotas que antes nos hacían tan felices estando entre ellos […] En la esfera en la que la juiciosa Providencia nos ha asignado, de los deberes de contribuyente, votante, jurado o comensal, hay sin embargo algo que decir a su favor. Es bueno pensar positivamente del género humano, y esto, en conjunto, es lo que hace el cosmopolita.

Al final, supongo, lo que hizo Henry James fue ser fiel a su portentosa mirada, esa patria que siempre llevó dentro y que nos brindó espléndidas lecciones de tolerancia, sutileza y civismo.

Portraits of Places. Henry James. CreateSpace Independent Publishing Platform.

En castellano existen publicadas algunas crónicas en:

Horas venecianas y De Paris a los Pirineos. Abada Editores.

Londres. Alhena Media.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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