Días para morir en el paraíso. Jaime Molina: La vida sin aire

23.díasLa vida es irrepetible: lo que haces hoy, lo que harás mañana o hiciste ayer ocurre solo una vez y desaparece. Solo se repite una cosa: la disolución del tiempo, porque nada se puede vivir dos veces ni se puede vivir dos cosas a la vez. Jaime Molina (1969) ha imaginado en Días para morir en el Paraíso a un hombre que sin embargo no es único, cuya vida es repetible aunque él no lo sepa o no pueda saberlo. Si piensas que estás viviendo la vida de otro te vuelves loco, por eso Vidal es un hombre cualquiera en un mundo desquiciado, un funcionario sometido a la poco creativa rutina del trabajo para el Ministerio de Información, el ministerio más importante, el ministerio del miedo.

En las dictaduras reales ese ministerio es fundamental; por eso en las distopías también lo es: lo vimos en 1984 o en Un mundo feliz. En el mundo en el que vive Vidal no falta la felicidad ni hay un Gran Ojo que todo lo observa; no se ordena quemar todos los libros a una temperatura de 451 grados Farenheit, sino que ocurre algo más horroroso: no se puede respirar el aire de la atmósfera porque está tan contaminado que mueres al poco tiempo de inhalarlo. Sin duda, el aire es más importante que los libros o la intimidad de las personas, pero hay algo aún más importante y más deseable que el aire: el dinero.

Jaime Molina ha escrito una novela que habla de un futuro incierto con el aire irrespirable y el agua putrefacta, un futuro tan lejano de nuestro Paraíso actual que da miedo pensar que se parece demasiado a nuestro devenir diario, porque el dinero sigue siendo el protagonista, la ambición por poseerlo, la codicia, la corrupción que en esta novela no se ve pero se intuye, al revés que en el presente, que no se intuye pero que se ve a diario.

En ese Paraíso futuro y asfixiante que Jaime Molina ha imaginado la vida no es muy diferente a la nuestra; eso sí, es más íntimista, más solitaria, menos bella y más virtual. Hay androides que te acompañan y que piensan mediante estímulos programados pero que pueden salir al exterior porque no necesitan respirar. Vidal no puede salir al exterior sin su bombona de aire porque moriría en poco tiempo, pero tiene la suerte de no estar programado, su circuito neuronal es natural aunque, ¿hay algo natural en un mundo dominado por lo virtual? ¿Quién puede asegurar que no ha sido antes manipulado o sus recuerdos han sido borrados? Pero esto es absurdo: los hombres no son manipulables. En Antagón las mujeres y los hombres viven libremente; sólo dependen de una cosa: del aire que les venden.

Con el tiempo se aprende algo tan importante como la fórmula del agua: que somos miserablemente frágiles, que dependemos de la suerte, del azar absurdo. Tienes un puesto en un Ministerio y crees que eres un funcionario ejemplar pero por casualidad Vidal encuentra que su antecesor también era un funcionario ejemplar que desapareció dejando tantas pistas para encontrarlo que sería temerario no hacerlo: como le ocurrió a la mujer de Lot, si miras atrás puede ser peor porque puedes convertirte en estatua de sal. Pero si miras hacia adelante y actúas, es posible que te conviertas en tu antecesor, Renian, cuya curiosidad quizá lo ha convertido en estatua inerte, uno más de esos muertos por asfixia que todos los días un vehículo recoge por las calles de Antagón, aunque Vidal confía en su existencia porque detrás de sus huellas hay un nombre legendario: el millonario Volpi, dueño de la mayor parte de la producción de aire, un hombre agradable, secreto, tal vez justo, seguramente muerto.

Para contarnos esta historia, Jaime Molina inventa una interesante variación del tema del doble: aquí no hay un Dr. Jekyll ni un Mr. Hyde, pero con la misma audacia que Stevenson alterna los capítulos entre sus dos protagonistas: en uno seguimos los pasos de Renian; en el siguiente, seguimos los pasos de Vidal, que sigue los pasos de Renian. Conforme avanza la novela, uno se va acercando a otro: es más fácil pisar las huellas que crearlas, pero el destino es más incierto, porque Vidal no sabe hacia dónde dirigía sus pasos Renian. La vida de las personas son líneas paralelas que ni siquiera convergen en el infinito: la de Vidal es una sola línea que debe convergir en Renian, es decir, en la oscuridad, en la madeja que hay al final de toda corrupción. Así lo confiesa el propio Vidal:

Nunca llegué a ver de un modo tan claro como durante aquellos días el escaso valor que se concede a la vida en Antagón. Ninguno de sus habitantes parecía reparar en lo frágil que resulta el hilo que nos sujeta a la existencia, posiblemente porque a todos nos conviene a vivir con esa inconsciencia liviana, aplacados por la desidia más o menos sutil, complacidos en nuestro cínico egoísmo y escudados por esa indiferencia despiadada ante el sufrimiento ajeno.

Vidal es un hombre corriente pero Jaime Molina lo convierte en un héroe no porque tenga fantásticos superpoderes sino porque tiene la humana valentía de no querer sobrellevar su ignorancia. Días para morir en el paraíso puede parecer una novela de ciencia ficción, pero como las grandes novelas de este género, en realidad es una novela realista, cruelmente real. No le pone una fecha, 1984 o 2001, porque no hay fechas para esa guerra continua entre el bien y el mal, los ricos y los miserables, los especuladores y los indolentes, los que saben y los que no quieren enterarse.

Por eso Vidal se desdobla en Renian: se necesitan entre ellos aunque no se conozcan, aunque en apariencia sean diferentes, aunque lleguen a la certeza de que jamás se verán. Hay un destino común para los hombres que se paran a pensar y actúan por sí mismos: el progreso hacia la verdad, la dura senda que escapa de la ley del más fuerte, del falso conservadurismo del poderoso.

Jaime Molina ha escrito una historia donde la aventura está impregnada de filosofía y la seguridad de incertidumbre, y ha vuelto a imaginar, como en anteriores novelas, a su personaje favorito, al hombre rebelde, al hombre que dice no, aunque esta vez sean dos hombres, tan parecidos en el fondo, que pudiera ser que sólo fueran uno.

Días para morir en el paraíso. Jaime Molina. Ediciones Atlantis.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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