La llave de cristal. Dashiell Hammett: Historias de corrupción

Dashiell Hammett

La política puede ser un juego muy duro, y muy sucio. Aun siendo una de las facetas de la vida más habituales, de las que más se habla o más informan los periódicos, la política apenas ha tenido cabida en la literatura. Dashiell Hammett  (1894-1961) encontró en ella la motivación necesaria para que sus historias transcurrieran en el adecuado ambiente de corrupción donde debe moverse ese género que desde entonces se llamó novela negra: no sólo el crimen organizado o las mafias ciudadanas suponían lo más degenerado de la sociedad, sino que personas ilustres, sentadas en sus despachos, elegidas democráticamente por personas libres, podían ser tan corruptas como el mayor de los mafiosos. Sobre esta base se asienta la poética de Hammett: el político sólo desea poder y dinero, y no se detiene ante nada, ni siquiera ante el asesinato impune que le garantiza su propia posición. Tal vez La llave de cristal (1931) sea la novela más lograda y cáustica en cuanto a denuncia social: en ella los políticos son máquinas de ambición que no se paran ante nada por conseguir salir elegidos para un puesto que les dará precisamente la impunidad de sus crímenes.

La ciudad es innominada: da igual. Cualquier ciudad de Estados Unidos vale para esta historia, nos dice Hammett. El protagonista, necesariamente, ha de ser ese Don Quijote que nos vaya desvelando los misterios de la corrupción sin incurrir en ella, sólo bordeándola, enseñando a los lectores la terrible maquinaria del poder. Ned Beaumont es un tipo solitario, inmune al amor pero a veces demasiado propenso a la camaradería con personas que quizás no lo merezcan, como su jefe, Paul Madvig, un político que no sabemos si es corrupto hasta bien avanzada la novela. Estamos en los años 20, años locos, de absurdas prohibiciones y asesinatos fáciles, y además estamos en un ambiente preelectoral: Paul Madvig quiere salir reelegido para seguir regentando su pequeño imperio en la ciudad, apoyado por un senador de cuya hija Paul se encuentra completamente enamorado, una de esas hijas cuyo rostro es fácil de adivinar, porque se parece irremisiblemente a Lauren Bacall, o en su peor versión, a Veronica Lake.

Entre medias, para complicar la pelea que Paul mantiene con su rival O’Rory (un gánster sin escrúpulos que se pasea por la ciudad protegido por un tipo que sólo piensa en machacar los huesos de sus enemigos) aparece un cadáver en medio de la calle, descubierto por el incorruptible Ned: no es un cadáver cualquiera, sino el hijo del senador que apoya a Paul, jefe de Ned, político de dudosa reputación, que además tiene algo en contra del hijo del senador: se encontraba tonteando con su hija, menor de edad, caprichosa, una de esas nenas de novela que enturbian la atmósfera nada más aparecer en escena. Nadie sabe quién ha matado al hijo del senador, ni siquiera quién ha asesinado poco después a otro hijo del senador, como si esa familia estuviera apestada por el solo hecho de apoyar a un ser tan antipático como Paul, antipático para sus enemigos, se entiende.

Rápidamente se extiende por la ciudad la especie de que Paul ha podido asesinar al hijo del senador: así lo advierten los muchos anónimos que se van propagando por la ciudad, cada uno de ellos con tres preguntas bien certeras, todos ellos señalando indudablemente a Paul como asesino. Los recibe Ned, y también la hija de Paul, y la hija del senador que se va a casar con Paul; incluso, posiblemente, el senador. Pero nadie parece mover un dedo: el fiscal, un tal Farr, sabe cuál es la mano que le paga, sabe ser fiel a su amo, y va entreteniendo el asunto sin encontrar al culpable que todos señalan en la ciudad y que es precisamente su jefe.

Ahí entrará el papel de Ned Beaumont: descubrir quién mató al hijo del senador, aun sabiendo que posiblemente lo hizo su propio jefe. A partir de ese momento, recibir palizas será parte de su trabajo: parece que remover la suciedad es perjudicial para la salud. En este caso no hará falta un detective, ni siquiera un policía, porque la policía se encuentra bajo la tutela del probable asesino. Sólo Ned Beaumont parece inmune a las muchas advertencias que hay en contra de la investigación: lo importante es que la verdad no salga antes de las elecciones; después de ellas, si el asesino es el ganador, ya no habrá peligro.

Las novelas de Hammett crean adicción, porque no hablan de lo que hablan todos los días los periódicos, sino de lo que deberían hablar. Son novelas necesarias. Lástima que el propio Hammett dejara de escribirlas pronto, muy pronto, asqueado de su propio estilo, como si en él no encontrara el buen gusto literario al que aspiraba. Las novelas de Hammett, efectivamente, no están bien escritas, al menos según el canon establecido por la crítica.

Pero son buenas novelas, muy buenas novelas, porque tienen el ritmo, la cadencia, incluso las palabras justas y necesarias para producir el efecto que buscan: las novelas de Hammett tienen un estilo descarnado porque hablan de temas descarnados: un solo adorno resultaría falso, superfluo. No hay que buscar en ellas la adjetivación o estructuras complejas, porque ya son suficientemente complejas las tramas para que se compliquen más con inútiles retóricas. Por eso nos gusta Dashiell Hammett: da al lector lo que quiere, y lo da bien, certeramente, en el punto exacto de cocción, preparado como un cocktail que va a explotar en la imaginación del lector de manera que, cuando deje de leer la historia que tiene entre las manos, vaya a buscar otra, igual de buena, igual de bien preparada, exacta, concisa, odiosamente intemporal.

 La llave de cristal. Dashiell Hammett. Alianza Editorial.

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Dashiell Hammett fue el creador de la novela negra. Hombre de una biografía digna de cualquiera de sus enrevesadas tramas y de profundas convicciones políticas y sociales, tuvo en su honestidad su mayor virtud: rico y famoso, adorado por el cine, relacionado sentimentalmente con la prestigiosa periodista Lillian Hellman, dejó de escribir novelas en 1934, 27 años antes de su muerte, no por falta de imaginación, sino por su alta exigencia consigo mismo. Antes de dejarse tentar por la autoparodia, como tantos otros, optó por la sencillez de la existencia. Por ello siempre ha tenido mi más sincera admiración: fue un escritor que supo respetarse a sí mismo cuando reconoció que no podía escribir lo que realmente deseaba. Las fechas más importantes de su vida vienen resumidas en este artículo.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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