Amélie Nothomb, o la tierna excentricidad del nombre propio

Hace muy poco escribí en este mismo blog que me resulta terriblemente complicado referirme a personas que despiertan en mí una incontrolable admiración. Pasados apenas unos meses de esta afirmación, voy a enfrentarme a un artículo que llevo barruntando cerca de dos años, porque, para qué negarlo, ya está bien de darle largas.

Como es mi costumbre, empezaré sentando unas bases sobre las que cimentar el discurso que me gustaría componer.

Primera: no pienso referir la totalidad de la obra de la belga, fundamentalmente porque no la he leído entera, pero además porque no creo que sea necesario.

Segunda: como fiel y confeso admirador de la autora, intentaré acometer la labor como ella lo haría, es decir, en primera persona y hablando de mí. Con lo que, querido lector, este es el artículo más alejado de la objetividad que se pueda encontrar al respecto.

Tercera: también en el más puro estilo de la Nothomb, no puedo organizar el artículo cronológicamente, puesto que los pensamientos van más rápido que los acontecimientos y con ello, no me da tiempo a organizarlo, así que nadie se asuste ante los saltos temporales en lo que a los años de publicación se refiere.

Hace unos seis o siete años (no me acuerdo realmente) llegué por recomendación de mi tía Ana a la adaptación cinematográfica de Estupor y temblores (Alain Corneau, 2003) un filme bastante mediocre que narra las peripecias de Amèlie en una empresa mastodóntica en Japón. Pese a que el filme no deja de ser completamente olvidable en lo que a su factura y producción se refiere, me resultó imposible el no sentirme atraído por esa voz femenina que soltaba frases lapidarias por un tubo y con la que, a qué negarlo, me identificaba profundamente. Así pues, vergüenza da decirlo, conocí a la escritora belga viendo una adaptación de una obra de la que no tenía ni idea de su existencia . No lo hice por esa ciencia infusa de la que hacen gala los poseedores de la verdad absoluta, aquellos que se jactan de conocerlo todo, muy amigos de soltarte una retahíla de obras de cualquier autor que menciones, por rebuscado que sea. Eso sí, desde el momento en que abrí la primera página de Estupor y temblores, poco después, y ya en en papel, caí rendido a los pies de su autora. Un idilio que, puntualmente, llega a su cita cada año con la publicación de un nuevo libro.

Amélie Nothomb además de una excelente escritora (luego ahondaremos en ello) se me antoja de antemano un personaje fascinante. No en balde buena parte de su producción versa sobre ella misma: absoluta obviedad la de mencionar que su prosa se debate entre esas dos pulsiones, la autobiográfica y la de ficción. Amélie protagonista narradora en primera persona de sus recuerdos de niñez en Japón (Metafísica de los tubos), en China (El sabotaje amoroso); la Amélie postadolescente que regresa a Japón para trabajar como traductora y acabar siendo vejada en todos los ámbitos humanamente posibles (Estupor y temblores), periodo durante el cual conocería a “el muy guapo y muy delgado” Rinri con el que entabla una peculiar relación (Ni de Eva ni de Adán); la Amélie adulta que regresa a Japón a buscar a su cuidadora de la infancia Nishio San (La nostalgia feliz)… son ejemplos de una obra autobiográfica en extremo interesante, pero sobre todo, soberanamente entretenida.

Pocos autores son capaces de hablar tanto de sí mismos y aburrir tan poco. No es caso que me ponga a enumerar los múltiples diarios que existen publicados en el mercado de autores consagradísimos y que no producen más que hastío y agotamiento ante tanto engolamiento y autocomplacencia. Lo subrayaré,  por si no queda suficientemente claro: no soy amigo de autobiografías. Y dirán los lectores: ¡anatema!, ¡sacrilegio! Y yo me afianzo. No señor, no me gustan las peroratas auto-aduladoras (si es que esa palabra existe) de los escritores cuando hablan de sí mismos. Esto no es aplicable si las historias que cuentan resultan interesantes. Evidentemente, en casos como las tribulaciones de un Stefan Zweig en plena contienda y su exilio y su posterior suicidio, por ejemplo, me callo, leo y admiro; pero cuando autores de renombre se ponen a enumerar novias o contar las recepciones de tal o cual embajada o sus reuniones con tal o cual escritor aún más aburridos que ellos mismo… no lo soporto, para eso, prefiero el ¡Hola!

Me voy por las ramas, decía que en las obras que menciono de la autora radica una humildad y una cercanía que me conmueve profundamente. Cierto es que puede llegar a ser extremadamente pedante y cínica hasta la médula, y sin embargo subyace en ella un discurso de auténtica sinceridad desprovista de mayor interés que el de narrar su vida para llegar a comprenderla (y hacerse comprender) que además tinta con pinceladas de inspiradísima ficción. La belga, de buena familia, nacida en Kobe e hija de un embajador que propició todos esos viajes que narra en sus novelas, no deja de ser en todo momento un personaje atónito ante casi todos los acontecimientos que ocurren a su alrededor, y juega con esa dualidad en la que se tira órdagos a la grande decorando acontecimientos realas desde su nacimiento y primera etapa de vida, en los que no teme al ridículo de autodenominarse como Dios y que pretende dedicar su vida a los placeres hedonistas del mundo.

Cabe pensar que, como todo autobiógrafo que se precie, no debería escribir sus obras en pequeñas novelas de cien páginas, sino juntarlas todas en un solo volumen bien tocho con el que admirar al personal, que pesara un quintal sobre el pecho en las noches de lectura y entonces y sólo entonces se la tomaría en serio. Por supuesto, habría que eludir todo el contenido jocoso de sus páginas porque, y esto es bien sabido, lo divertido no es importante. Sobrevuela por las páginas de sus libros un claro juicio que cuesta esquivar. No es seria. No es contundente y densa, más bien al contrario, Amélie Nothomb es pretendidamente banal. Ancla en su discurso cotidiano –tanto en la ficción como en lo personal- una mirada lúdica ante cualquier aberración y salvajada que se le pase por la cabeza. Divaga en diálogos interminables, pretendidamente sencillos, pero, cuidado, de alambicada malicia que no pasa desapercibida. Y no es de extrañar, en su modus operandi a la hora de confeccionar sus novelas se puede observar un ritual que atestigua que nada entra por casualidad en su obra. Dice levantarse todas las madrugadas (4 a.m.) y escribir hasta el alba, concluyendo así cuatro novelas al año, de las que desestima tres (que destruye) y la restante, la ganadora, la elegida, la somete a un proceso de destilación hasta dejarla en la pura esencia de lo que desea. Es  la que verá la luz y pasará a los anaqueles de las librerías. Y no se ruboriza en decir que todo ello, lo hace vestida con un pijama color mostaza de cuerpo entero “como de astronauta” (Petronille).

Admiro profundamente a la gente que sabe reírse de uno mismo, es más, lo considero un síntoma inequívoco de inteligencia. Será por eso que las peripecias de la autora, sus más que surrealistas situaciones y su capacidad para meter la pata hasta lo paródico –por mucho que tienda a caricaturizarlo- me llegan y me conquistan como lo hiciera el Woody Allen más inspirado. Imagino que buena parte de lo que cuenta, esas vicisitudes de slapstick, como el fabuloso episodio de la fondue con Rinri en Ni de Eva ni de Adán, estarán adornados y sublimados, radicará en ello, en ese engalanamiento de la realidad, lo que los entendidos llaman autoficción –término que ya escribí en un artículo sobre Delphine De Vigan que no termino de entender del todo y que, como Elvira Lindo dice en sus memorias neoyorkinas Lugares que no quiero compartir con nadie, parafraseando, hay que respetar porque los críticos ya lo han acuñado, aunque ella tampoco considera que su obra pertenezca a este “género”-. Pero lo realmente importante es que, con pijama o sin pijama, con patochadas propias de Bridget Jones o sin ellas, Amélie Nothomb sabe cómo afrontar uno de los mayores y más complicados problemas de todo autor que se precie. El de hablar de lo profundo desde la más aparente ligereza y, por ende, no aburrir al personal con sesudas disquisiciones acerca de lo vacuo o trascendente de la existencia.

He aquí uno de los grandísimos logros de la Nothomb, ya sea en su obra autobiográfica o en la de ficción. Me fascinan sus complejos razonamientos filosóficos disfrazados de fábula cotidiana, un buen ejemplo es su obra más reciente publicada en castellano El crimen del conde Neville; o de distopías futuristas como Ácido sulfúrico. Ella se divierte poniendo en tela de juicio cualquier pensamiento “corriente”, cualquier apreciación entre el bien y el mal y disfruta de lo lindo dándole la vuelta a todo aquello que parece “sensato”: desde el asesinato de una hija y el congruente discurso de esa niña que pide a su padre ser su víctima; hasta el improbable enamoramiento de una guardiana sádica de un campo de concentración que, además, es un programa de telerrealidad, por una de sus víctimas (por citar los dos ejemplos que mencionaba arriba). Casi todos sus argumentos extrapolados parecen una parodia en sí mismos, unos cuentecitos vulgares sacados de una revista sensacionalista, pondré ejemplos: una niña que adora y admira el ballet acaba siendo bailarina y se obsesiona con no comer, hasta el punto de casi morir, cuando finalmente va saliendo del agujero de la anorexia, su madre la rechaza por no haber continuado siendo bailarina y volver a alimentarse (Diccionario de nombres propios); un hombre asiste al acoso y derribo de otro hombre que le impone una conversación de extremada violencia verbal en la terminal del aeropuerto (Cosmética del enemigo); tras una ruptura amorosa, un hombre descubre que se ha quedado sin sensibilidad de ninguna clase, tan sólo demuestra una peculiar habilidad que le satisface, la de su majestuosa puntería, razón que le lleva a convertirse en asesino a sueldo (Diario de Golondrina), etcétera. Nombro estos porque son, a mi juicio, los más disparatados. En todos ellos subyace un rocambolesco despliegue de talento de razonamientos y vericuetos semánticos (ella adora todo lo que tiene que ver con la palabra en sí misma y no duda en disertar acerca del significado último de los términos) que propician deliciosos párrafos en los que deleitarse con su retorcida mente perversa, y todo ello, para mayor loa y reverencia, desde el más sencillo de los estilos, tanto que pereciese ser incluso naif.

Al pelo me viene lo que he mencionado acerca de su desmesurado interés semántico para hablar sobre otro de sus sellos de autoría, quizá éste el que le dote de su faceta más excéntrica: su fascinación por los nombres propios. Es ella una de esas escritoras que piensa mucho qué palabra poner en cada momento, no en balde es filóloga, y, claro está, medita hasta la saciedad los particulares nombres con que dota a sus protagonistas. Son los patronímicos de la Nothomb una paleta de atrocidades o un jardín de exquisita peculiaridad: a bote pronto me vienen a la cabeza Petronille, Textor Texel, Serieusse, Oreste, Èlectre, Pannonique, Sigrid, Olaf, Baptiste, Plectrude, Urbano/Inocencio, Golondrina…. y así hasta el infinito.

La decisión de la escritora de nominar de tal guisa a sus personajes radica en un redundante discurso por el cual cada quien, de modo casi ineluctable está vinculado a un destino que le viene dado por su apelativo. Ya desde un ámbito meramente clásico por aquello que huele a tragedia griega, ya desde lo meramente semántico y del propio significado de los términos; todos los protagonistas de la belga viven inexcusablemente unidos al destino de sus nombres. Y tal como sucede con sus argumentos absurdos, tal pantomima pueril de su fijación por los nombres se me antoja grandiosa en sus extraordinarias parrafadas acerca de la profundidad de dotar de un nombre a un ser humano, sea este real o viva confinado en la fría cárcel de las letras impresas en el papel.

Y, ¿cómo entramar semejantes alardes de lección lingüística y personajes de nombres rebuscados? Pues con la mayor naturalidad. Amelie Nothomb juega con los ritmos endiablados de sus diálogos (varias de sus novelas son un diálogo en sí mismas, como Cosmética del enemigo), con las narraciones más austeras, poca descripción, a menos que sea extrictamente necesario y con la frialdad glacial a la hora de narrar acontecimientos, para conducirnos hacia su fuerte: los finales rimbombantes que pretenden dejarte epatado, ya sea por lo grandilocuente y romántico (magistrales parrafadas sobre el amor descontrolado como en Diario de Golondrina) o por lo meramente anecdótico, tanto es así que varias de sus novelas te hacen dudar de si en serio ese que acabas de ver es el punto final del texto. Es ahora cuando me permito regresar al principio cuando dije que se trata de una escritora de excelente calidad para fundamentar semejante apreciación en todo lo expuesto hasta ahora y puntualizar que, además, el estilo de la Nothomb te zambulle en un torrente de pensamientos fabulosamente expuestos apoyándose en una clarividente elocuencia.

El arte de la Nothomb reside en su contradicción constante: profunda y sencilla, contemporánea y conservadora, mitómana e iconoclasta, incómoda y complaciente, humilde y pedante. Sabe atraparte desde el inicio de cualquiera de sus historias y, aunque suene a cliché, no deja a nadie indiferente.

Pero sobre todo y ante todo, a mí esta escritora lo que me ofrece es la certeza de que voy a sacar auténticas perlas de sabiduría sobre el mundo que nos  rodea. Y es que al sostener un libro suyo entre las manos sé que no voy a dejar de encontrar en ninguno de sus párrafos auténticas lecciones de vida, ya sean reflexiones emocionales o apreciaciones sobre el arte que vivimos; en su incapacidad hacia la indiferencia se posiciona y emite juicios extraordinarios, que abarcan todo tipo de temas y ámbitos, desde las canciones de Radiohead hasta las mil marcas de champagne que se comercializan en la Francia contemporánea. Una compilación que atesora conocimientos sobre cómo moverte en la existencia.

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