Rendición, de Ray Loriga

Siempre que intentas hablar, o escribir en este caso, sobre algo o alguien que te gusta mucho corres el riesgo de que las ideas y los pensamientos que se agolpan en tu cabeza se aturullen y tu discurso quede irremediablemente farragoso. Por lo menos a mí me pasa. Por ello pido antemano disculpas acerca de este artículo, porque todo lo que rodea, escribe, dirige o dice Ray Loriga me produce una inexplicable admiración.

Rara avis de la literatura española, siempre tildado (más bien disfrazado) por los medios como “una estrella del rock que no canta, sino que escribe”, Ray (Jorge, en realidad) acaba de publicar su décima novela, ganando con ella el prestigioso (y suculento) Premio Alfaguara de Novela. Tras varios años en los que había dado poco de que hablar y un par de novelas que no se incluirán en ninguna lista de excelencias literarias.

Su Rendición llega a las manos pesimista y contundente. Nada más sumergirte en sus páginas aventura que no hay razones, o al menos no buenas razones para ser “optimista”, que ninguna lógica sirve para creer que las cosas puedan mejorar. Y así es. Todo empeora en su libro.

Partiendo de un argumento muy sencillo, el periplo de un hombre que cuenta (no narra, no relata, cuenta) cómo una misteriosa guerra de la que nadie tiene demasiadas noticias, en la que ni los bandos están claros ya, ha establecido un nuevo orden y cómo él y su familia -su mujer y un misterioso niño que no habla pero que decidieron acoger en el hogar- son evacuados de su comarca hacia un nuevo lugar: la rutilante ciudad transparente donde a los hombres y mujeres no les falta de nada y todas las necesidades están atendidas; Loriga firma una fábula de ciencia ficción tremendamente melancólica y particularmente acertada con inequívocos aires de Ballard o Kerouac. Aunque a él, probablemente, ya debe de cansarle que se siga citando a este último cada vez que se habla de su trabajo.

El escritor madrileño lleva publicando novelas desde 1993 cuando saltó al estrellato (y digo completamente consciente “estrellato”, porque de estrella se le trataba) cuando lanzó su Lo peor de todo, sobre la que volveremos más adelante. Luego vino Héroes y toda una generación de lectores que estábamos cansados de que nos dijeran que no teníamos futuro alguno y que sólo nos quedaba servir hamburguesas en MacDonald´s abrazamos cada palabra que había en aquel libro, justificando que escuchar canciones de David Bowie también es vivir; para rematar un par de años después con Caídos del cielo y terminar de pegar el batacazo en la cabeza a la muchachada con su fábula homicida sobre la fraternidad y la incapacidad de encajar en la sociedad. Por si fuera poco, de esta última firmó su propia versión cinematográfica, La pistola de mi hermano, filme que recibió no pocos vapuleos y que ha quedado relegado al olvido, sólo rescatado por algunos pocos que siguen encontrando en la fuerza de sus imágenes el discurso vacuo de un adolescente pidiendo atención desde el brillante filo de una cuchilla de afeitar.

Ese Ray Loriga adolescente (post adolescente en realidad, estas novelas las firmó entre los 25-30 años) era la voz de la Generación X en nuestro país. Pesimista, por supuesto, pero a la vez aperturista. Que jugaba a ser internacional y no contentarse con lo de aquí. Un puñado de jóvenes artistas de aquella época, por primera vez en la historia de España, podían fantasear con ser internacionales y aspirar a grandes cosas –aunque luego fueran a salir mal, porque para qué negarlo, el optimismo no es su fuerte-, cuestionarlo todo y darle la vuelta a los discursos que empezaban con “cuando yo tenía tu edad…” o “lo que tienes que hacer es…” o “lo importante es que oposites para…”

Ahora, Loriga hace lo que se antoja lógico. Se pone en la piel de un narrador que ve cómo su mundo se acaba. Cómo todo lo que había conocido se desmantela y desaparece pasto del fuego, el abandono y la destrucción. Todo lo que queda en el mundo fuera de la ciudad transparente de este hombre cuyo nombre nunca se nos dice, es un estercolero. Y, curiosamente, en la ciudad transparente, lo que está abocado a hacer es conducir un tren de mierda en una planta de tratamiento de residuos humanos. Mierdas, eso sí, que no huelen.

Como siempre, el estilo de Loriga brilla con luz propia por su solidez, su concisión y su peculiar acidez, adornado con un humor mordaz que a nadie que conozca la obra del autor le es ajeno. Nunca gratuito, el autor precisa con su pluma escasas palabras que penetran en la mente y no escatima a la hora de desmantelar el alma con la sordidez de lo que cuenta. Quirúrgico, frío, certero, deja de lado todo lo vano y vacuo del lenguaje y acierta con la precisión de lo que quiere contar. Y además siempre ha sido un escritor generoso con todos aquellos que busquen frases lapidarias en las páginas de un libro. Difícil resulta no encontrar oraciones que piden a gritos ser subrayadas en las páginas de todos sus volúmenes. Eso sí, consecuentemente con el personaje, el estilo de Rendición es infinitamente menos pedante de lo que nos tiene acostumbrados, sin citar a doscientos autores por párrafo ni devanear por disquisiciones filosóficas de trascendente peso sobre el papel.

Aquí, Loriga habla con la voz de un hombre humilde y como tal se expresa, un jornalero que se acabó casando con su “señora” y que, lo poco que aprendió, lo aprendió porque fue ella la que se lo enseñó. Que sabe que trabajar es lo único que ha venido a hacer al mundo y no tiene mayor aspiración que esa, siempre y cuando no le quiten su personalidad, por más que ésta pueda llegar a ser violenta.

Este hombre llega a la ciudad transparente tras pasarlas putas por el camino y demostrar que es un tipo leal y consecuente con las circunstancias que le rodean, para descubrir que en ese utópico nuevo mundo todo el mundo es feliz todo el tiempo, todos encajan y viven en casas de cristal, duermen bajo la luz de un primoroso día de primavera recreada artificialmente y “cristalizan” sus cuerpos con constantes duchas que les hacen no emitir olor ninguno. Donde no hay dinero ni poder ni política ni nada que no sea la cordialidad de la falta de intimidad. La ciudad transparente es un terrario donde todos los hombres y mujeres viven expuestos, sus mierdas viajan por tuberías transparentes por encima de sus cabezas y son tratadas por el protagonista que asiste, como principal giro dramático del libro, a su incapacidad de cuestionarse las cosas y de sentir infelicidad.

He aquí el fabuloso acierto de Loriga -en esta y en todas sus obras, en realidad-, el discurso humilde y llano de su protagonista, la construcción de una psique desde la más pulcra utilización de la palabra, de sus pensamientos soltados a salto de mata a un incierto interlocutor. Que se limita a contarnos cómo era su vida en el primer tramo de la novela, cómo fue su viaje hasta la ciudad y que finalmente se vuelve turbio y tortuoso cuando no puede comprender qué le está pasando, por qué no puede echar mano de su suspicacia y su enfado, cómo la ciudad transparente le ha convertido en un autómata feliz y dicharachero, que va a trabajar encantado de la vida y asiste entusiasmado ante la idea de que su mujer se tire a un apuesto bibliotecario delante de sus narices. Así, el protagonista luchará contra este nuevo sistema y hará lo posible por salir de los límites de la ciudad, aunque lo único que vaya a encontrar fuera sean ruinas y muerte.

Decía antes que había que volver a Lo peor de todo pues, si su peculiar Lazarillo, Elder, era un joven inconformista –quejica, más bien- y bastante gilipollas, antisocial de pega y vago de remate que acababa contentándose con “la buena vida”; este hombre hastiado, viejo y enjuto que protagoniza la Rendición de Loriga, es su antítesis. El discurso de Loriga se vuelve belicoso a la madurez, inconformista y poco complaciente. No es que antes no lo fuera, pero sí carecía de posicionamiento, de afán reivindicativo.

Las lecturas de esta narración son infinitas, como una ciudad transparente, claro. Y resulta imposible no palpar el hastío en la voz de Loriga ante todo lo que está viviendo su personaje/alter ego. Y es que Loriga pertenece a esa pequeña parte del mundo que se puede permitir el placer de escribir en primera persona, de asumir la voz (y lo que es más importante, de aventurar que su voz nos va a seguir interesando después de 35 años) y tener los reaños de crear historias con tintes autobiográficos en escenarios de ciencia ficción, que, para colmo, hacen referencia a carencias y conflictos evidentes de la sociedad (de mierda, como las que viajan a su albedrío en la ciudad transparente) en la que vivimos. Y lo mejor de todo, es que se atreve a llamarlo rendición.

 Rendición. Ray Loriga. Alfaguara

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