Un retrato para Dickens. Armonía Somers: La contaminación de los contrarios

Dentro de los llamados escritores “raros” uruguayos, Armonía Somers fue un caso de extrema “rareza”. Feminista, educadora de profesión, apartada de los círculos literarios, su vida aún permanece en el misterio (que ella alimentó en las escasas ocasiones que habló públicamente) y su obra se mantuvo dentro de la más estricta marginalidad, caracterizada por sus osadas estructuras narrativas y una temática escatológica, oscura.

Su primer libro, La mujer desnuda, fue una novela erótica de marcado carácter sexual, escrita en 1950, que causó un considerable escándalo en su país, no solo por su contenido sino también por el secreto de su autoría –la escritora realmente se llamaba Armonía Etchepare Locino. Sus cuentos posteriores ya anunciaban una poética del extrañamiento que se mantendría en su narrativa posterior. Un retrato para Dickens (1969) es, quizás, su novela más lograda, o al menos, la que mejor representa ese carácter rebelde, caótico, obsceno, alucinatorio que ni siquiera un autor tan lúcido como Mario Benedetti supo valorar en su tiempo (aunque después rectificaría, catalogando la literatura de Armonía Somers como una “auténtica angustia metafísica”).

Tal vez la mejor introducción a su obra nos la pueda hacer la propia autora, que en 1976 reflexionó así sobre su forma de entender la literatura:

Siempre hay algo más importante que la anécdota, tantas veces prescindible. Me gusta que rastreen ese algo más, porque así como existe un oficio de escribir hay también un oficio de leer. Y muchas veces, a través de esta última instancia, y no tanto respecto a los críticos como a los lectores desconocidos, que vengo a enterar de mis cosas más allá de la propia intención. Esta especie de mayéutica es, sin duda, lo que más justifica el dolor de crear, y también el de convivir. Porque en ese juego de vasos comunicantes uno descubre, a su vez, a quienes lo han descubierto. Ese misterio que vive detrás de la anécdota, como las pequeñas y peligrosas arañas detrás de los cuadros, no puedo darlo sin destruir la virtualidad sugerente.

Efectivamente, las novelas de Armonía Somers son un reto para el lector, que debe componer y comprender el discurso de la escritora a partir de estructuras fragmentarias, en las que se entrecruzan diversas historias, muchas veces contradictorias. Podríamos decir que Armonía Somers lanza una propuesta al lector, al que obliga a descubrir significados que, posiblemente, ni siquiera la propia narradora había sospechado. Sus tramas son completamente abiertas, pero no al final de la novela, como suele ocurrir, sino capítulo a capítulo: parece como si quedara mucho más por decir que lo realmente contado.

En Un retrato para Dickens hay al menos cuatro historias o tramas: una novela autobiográfica contada por una niña de 10 años; una novela fantástica, contada por un loro; un texto sagrado, que relata a la manera bíblica la vida de un tal Tobías, un sabio judío; y un recetario de repostería, supuestamente escrito por un cocinero que enseña 67 formas de hacer bizcochuelos. De fondo, subvirtiendo todo el discurso y de manera irreverente, hay una continua apelación a los famosos personajes huérfanos de Dickens, aunque de ello solo se haga una mención, por lo demás paródica (un fotógrafo cree ver parecido entre la niña protagonista y Oliver Twist).

Con estos ingredientes, muy mezclados, Armonía Somers nos plantea una novela sobre el mal sin que en ningún momento aparezca explícitamente. Es la sordidez, el empobrecimiento extremo del tono, lo que lleva a pensar en una tensa relación entre la ilusión humana del bien, asociada paradójicamente a un supuesto texto religioso –y por tanto carente de verdad- y la aplastante presencia del mal, cifrada en el relato que la niña hace de su vida, y que por ser limitado por bisoño, adolece de inverosimilitud. Para dar una vuelta de tuerca a la trama, el loro que vive en la casa de la niña, y a la que ella –suponemos que fantásticamente- le atribuye la posibilidad de hablar, es protagonista de uno de los capítulos fundamentales del relato, Los rollos de Asmodeo, en los que de repente nos explica que él es el demonio, reencarnado en forma de loro.

Armonía Somers

Para comprender la formidable –y extravagante- estructura formal de este libro hay que apelar a su contradictorio estilo. Los documentos que contienen la historia del sabio Tobías están escritos con el mismo tono de la Biblia, claro, expositivo, sin vacilaciones. Tobias es un hombre bueno y justo, así como su mujer. Su hijo, al que envía a una ciudad lejana para que se cobre una deuda, también es justo e ingenuo, y en el momento que va a partir se le aparece un caminante que resulta ser el arcángel Rafael. Todo está expresado con esa inocencia propia de las Escrituras, incuestionable y diáfana. El joven Tobías será salvado por el ángel de morir en manos de una joven, Sara, que mató a sus siete anteriores maridos en la noche de bodas. Estos capítulos tienen la credibilidad ineluctable de las parábolas.

Sin embargo, los correspondientes al relato de la niña son puramente imaginativos, de un exuberante estilo que recuerda al realismo mágico. La falta de conocimiento de la niña la obliga a hablar mediante metáforas, imágenes limpias de quien tiene la mirada limpia. Sospechamos, eso sí, que los hechos a los que se refiere son escabrosos, truculentos: un padre alcohólico que muere de una borrachera; una madre que parece ser que no es su madre y que recibe a hombres en su casa; sucios trabajos donde es empleada la niña, cuyos capataces le hacen proposiciones con el objeto de desvirgarla; unos vecinos que parece que practican el sexo públicamente en el patio de la casa… y de fondo, el hambre, un hambre que parece inundarlo todo y ese escape en la imaginación de la niña que es el libro de recetas donde se contienen la 67 fórmulas para hacer los bizcochuelos, aunque en el propio libro hay sospechosos pasajes en los que el autor parece justificarse de alguna acusación.

Y cuando nada parece tener conexión, aparece el loro Asmodeo como un Ojo que lo ve todo, con la frialdad narrativa que se le supone al demonio, pero con la desventaja de que lo que ve, lo ve a través de los barrotes de su jaula. No es el típico diablo omnisciente y cínico que conoce las miserias del ser humano, sino un pobre loro reencarnado un millón de veces, desde el principio de los tiempos, que nos desvela su versión de la historia de Tobías, y la de la niña, incluso la verdad sobre el infausto autor del libro de repostería. Todo lo cuenta de una manera cinematográfica, como desde el visor de una cámara, y con ello compone el montaje de la historia y, lo que es mejor, muestra la victoria del mal por encima del bien, pero siempre sin una sola explicación de los hechos ni un juicio de valor, como ocurre en una película de cine: las conclusiones las debe extraer el lector, desorientado quizás porque en las novelas de pobres niños huérfanos –como ocurre en Dickens- hay un final feliz, porque el lector aún tiene los suficientes prejuicios como para no entender que ante sus ojos, al final de esta extraña novela, sucede un acto horrendo que ni siquiera se puede expresar en palabras, como siempre ocurre cuando el mal aparece, en la realidad, en estado puro.

Un retrato para Dickens. Armonía Somers. Península.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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