Tocar el agua, tocar el viento. Amos Oz

Hay novelas a las que no es fácil encontrarles un sentido claro y preciso. ¿Puede una novela hablar de las limitaciones mentales de la carne y la sangre, de la silenciosa ironía de la Naturaleza callada, de la humildad, de la imposibilidad de entender la infinitud y la muerte, de los anhelos metafísicos, de la redención, de la iluminación? Es posible que de todos estos temas trate Tocar el agua, tocar el viento, la novela que escribió el israelí Amos Oz en 1973.

Al principio, estamos en Polonia, a comienzos del invierno de 1939. Un maestro judío llamado Pomeranz ha huido de los alemanes y se ha refugiado en el bosque. Parece un espía de comedia americana. Ha enseñado matemáticas y física en un colegio nacional, y sus horas libres las ha consagrado a quién sabe qué investigaciones teóricas: los secretos del a Naturaleza le inspiran una vehemente pasión. Corre el rumor de que está a punto de hacer un descubrimiento en el campo de la electricidad o el magnetismo.

Su mujer, Stefa Pomeranz, no se ha ocultado en el bosque junto a su marido, sino que se queda en casa. Enseña filosofía alemana en el mismo colegio de su marido e incluso mantiene correspondencia con Martín Heidegger. No teme en absoluto a los alemanes, aborrece las guerras y no cree en ellas. Además, es una europea convencida. En esos momentos de 1939, aún no sabe que pasarán muchos años hasta que vuelva a ver a su marido.

Éste, a comienzos de 1940, abandona la cabaña donde ha permanecido oculto y se desplaza de un lugar a otro. Se hace pasar alternadamente por pastor y ferroviario, por campesino y sacerdote. Parsimoniosa y reflexivamente, se desplaza hacia el Sur, escondido de los cazadores, tocando la armónica en los refugios que va encontrando, transitando de noche, de tinieblas en tinieblas, como si éstas también lo envolvieran a él.

Cuando lo está venciendo la melancolía, es capturado por una patrulla alemana. A pesar del cautiverio no pierde el control de las ideas, sigue imbuido por la filosofía alemana, busca cultivar a los groseros alemanes que lo tienen preso. Poco después, es liberado al norte de Hungría, rociado con DDT, auxiliado por medicamentos que sólo sirven para la sífilis.

Lo único que desea es encontrar la Tierra Prometida, y tras un viaje lento y demencial llega al Pireo, donde corre el rumor que los americanos quieren fundar un nuevo reino de Polonia en las islas del Egeo. Pero aquello no deja de ser Grecia, y en 1949, después de varias experiencias dolorosas, a Pomeranz no le queda otra alternativa que convencerse, por la fuerza, de que el único refugio seguro para los judíos se encuentra en su propio Estado, en su propia tierra ancestral, y así es cómo el judío errante llega por fin a Israel, donde decide ganarse la vida en un kibutz como relojero.

Mientras tanto, su mujer, Stefa, es entregada al Comité Revolucionario de Asuntos Polacos, donde le encomiendan la corrección de publicaciones en polaco, donde se pintan imágenes de una Varsovia celestial. Una forma abstracta se le aparece a Stefa. Ni siquiera una forma. Una posibilidad teórica. Un asombra pasajera. La nada. Así es como, extrañamente, termina partiendo rumbo a Moscú, a entregarse a la Revolución. Allí se casa con un pequeño jerarca del servicio de espionaje llamado Fedoseiev. Stefa y su equipo proyectan una campaña de gran envergadura para vigilar atenta pero discretamente a la intelectualidad polaca.

A finales de la década de los cincuenta, Pomeranz descubre, sin el menor atisbo de duda, que lo siguen a todas partes, astuta, silenciosa, pacientemente. Él continúa con su vida tranquila en el kibutz, arreglando relojes. Pomeranz no atina a imaginar quién puede haber enviado a esas personas para que vigilen sus idas y venidas, cuál puede ser la intención o la idea que inspira ese procedimiento. Sólo sabe que el miedo y la aflicción se apoderan de él. Finalmente, identifica a la persona que ha ordenado la vigilancia, una tal Fedoseieva, encargada del espionaje en Palestina. Sobre Pomeranz recaen varias sospechas: su peculiar indiferencia respecto de los ideales consagrados, su tendencia a eludir todas las actividades organizadas, su actitud apática ante el perfeccionamiento de la Sociedad y el Individuo. No lee el diario de la tarde ni siquiera cuando se lo metes debajo de las narices, nunca formula sugerencias, nunca critica, nunca se sabe con él. Piensa, quién sabe qué.

De repente, todo cambia: Pomeranz publica imprevistamente un artículo importante en una revista científica extranjera de primera línea. Dicho artículo no es humilde ni insignificante: según los titulares de los diarios vespertinos, su autor ha conseguido resolver una de las paradojas más desconcertantes relacionadas con el concepto matemático de infinitud. El acontecimiento es sensacional: todo le mundo quiere conocer al relojero, al pastor de un kibutz que ha logrado sondear los límites del conocimiento. Los informes que le llegan a la camarada Fedoseieva presentan el descubrimiento con unas posibilidades asombrosas: el triunfo fortuito sobre alguna de las leyes más poderosas de la naturaleza; un arma absoluta contra la que no hay defensa; el vacío; la anulación de la gravedad; el control remoto; un sistema para controlar las fuerzas del universo; la dominación total.

Con tremenda astucia, esa importante figura del servicio de inteligencia ruso, esa mujer bella, extravagante, misteriosa, decide desertar y echarse en brazos del servicio secreto israelí, porque en el fondo de su corazón ha empezado a aletear súbitamente un viejo amor.

Así, de esta manera, se cierra el círculo, la historia termina donde empezó, y nosotros cerramos la novela con la sensación de que se han querido tratar temas muy importantes, como se dijo al principio, pero que nada ha quedado en claro en la historia de estos dos personajes que se persiguen a lo largo de sus vidas y que, individualmente, persiguen una ambición secreta que finalmente no los libera ni les satisface.

Canon Amos Oz (III)
Tocar el agua, tocar el viento. Amos Oz. Pomaire, 1980

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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