Más allá del éxito

más allá del éxito

Se comentaba el otro día en estas páginas que parece que existiera una fórmula relativamente sencilla para escribir una novela de éxito, un best-seller, y que cualquiera con un poco de oficio, voluntad y suerte puede alcanzar el interés de los lectores, cuando no por su simple cara y sin ninguna voluntad de oficio como ocurre con los presentadores de televisión, por poner un ejemplo escandaloso sobre la distancia entre lo que significa literatura y lo que puede ofrecer un libro. Como bien indicaba Rafa, la palabra best-seller se refiere, más que al libro muy vendido, al libro muy vendible, cuya consecuencia lógica es que venda mucho. En este caso, el escritor se pone descaradamente del lado de unos lectores potenciales con unos gustos más o menos definidos, aunque no siempre suceda así.
 
No digo que sea fácil publicar o triunfar aplicando una sencilla fórmula (al menos, para el común de los mortales), pero sí creo que es bastante fácil escribir una novela de éxito. Tan fácil como que el padre de una buena parte de los libros que ahora arrasan en las librerías, El nombre de la rosa, fue fruto de un desafío y una apuesta hecha por Umberto Eco a un grupo de amigos, a los que garantizó que iba a escribir una novela de éxito por el simple hecho de proponérselo. Estamos de acuerdo en que Umberto Eco es un destacado intelectual que supo ver y combinar determinados recursos narrativos de consabida eficacia en un refrito que le salió que ni pintado, con ciegos bibliotecarios pseudoargentinos campando a sus anchas por abadías medievales y un evidente Sherlock Holmes con hábitos más monásticos que drogadictos. Pero la cuestión es que resultó lo que él quería que resultara, no una novela que fuera una obra maestra (aunque sostengo que en su género lo es), sino una novela que tuviera mucho éxito. Quiero imaginarme que ni siquiera Umberto Eco tiene la fórmula para escribir una obra maestra o, al menos, mi admiración por la literatura se queda en eso.
 
En cualquier caso, lo que exponía Rafa me lo planteo cada vez que entro en una librería, sobre todo cuando se acercan fechas, como la Navidad, en las que se produce un innegable furor consumista incluso en negocios tan poco proclives a ello como son las librerías. Antes de comprarme un libro, suelo mirar lo que compran los demás, escuchar subrepticiamente los comentarios de los compradores o los consejos de los dependientes, calibrar la calidad de los libros que abarrotan las mesas más cercanas a la entrada de la tienda. Y casi siempre me pregunto acerca de lo que significa el éxito.
 
Éxito es una palabra bastante inconcreta, que significa según el diccionario de la RAE, «buena aceptación que tiene una persona o cosa». Hasta ahí todo bien, pero hay una definición objetiva y temporal que me inquieta. Desconozco si hay alguna palabra que pueda afinar más en lo que quiero defender a partir de ahora, pero, por decirlo cuanto antes, creo que los libros de éxito que yo veo en las librerías no son los mismos que ven los demás.
 
Voy a poner tres ejemplos: para mí, tres novelas de éxito son En busca del tiempo perdido, El corazón de las tinieblas y La metamorfosis. Eso sí que es éxito. Las tres se escribieron hace más o menos cien años, y ya no es posible decir cuántos ejemplares se han vendido en el mundo de cada una de ellas. Sin embargo, ninguna de las tres tuvieron mayor aceptación en el momento en que se publicaron, e incluso Marcel Proust y Kafka murieron sin apenas reconocimiento, que en el caso de Joseph Conrard llegó ya en su vejez y precisamente por lo menos importante de su extraordinaria producción.
 
Por lo pronto, nos encontramos con tres escritores que no cumplieron en su momento una de las condiciones de la novela de éxito: que el novelista fuera conocido por cualquier medio, que estuviera en boca de los lectores antes de que se publicaran sus libros. Pero es que, fijándonos en las novelas en sí mismas, tampoco cumplen otra de las premisas innegables del best-seller, y yo diría de casi todas las novelas que se escriben: al menos en mi caso (e imagino que en la inmensa mayoría de los casos), me fue imposible identificarme con el protagonista; ni siquiera con alguno de sus personajes. Por supuesto, no lo hice con el narrador petulante, celoso y cotilla de En busca del tiempo perdido, ni con el impávido y verborreíco Marlow de El corazón de las tinieblas, ni, como fácilmente se comprenderá, con el insecto de la novela de Kafka. Pero es que a ninguna de las tres narraciones le encontré el misterio por ninguna parte: a Proust le hubiera resultado un poco complicado mantenerlo durante tres mil quinientas páginas, y en las otras dos novelas, tan breves, a sus respectivos escritores no les dio la gana de poner un punto de suspense al relato. No me quiero ni imaginar lo que hubiera hecho un escritor de moda con esas dos ideas, la de conspiraciones colonialistas, mutaciones pseudocientíficas y misterios sin resolver que hubiera endosado para delirio de sus seguros lectores. La acción, en los tres casos, brilla por su ausencia, y no digamos los diálogos. Y lo que es más curioso: ninguno de los tres escritores siguió la moda del momento para idear su novela. Jamás se escribió (ni creo que se escriba) una novela con una descripción tan minuciosa y prolija de cada situación como hizo Proust; es difícil que a un personaje tan atractivo como Kurtz se le dé tan pocas páginas, no más de veinte, cuando toda la novela gira alrededor de su personalidad; no creo que existieran novelas tan angustiosas antes de que Kafka escribiera La metamorfosis, ni que esa circunstancia fuera atractiva para ningún lector de su época.
 
Esas novelas, como muchísimas otras que no reposan en las mesas de éxitos, están en cualquier librería, se venden por Navidad y en cualquier otra época del año, hay infinidad de estudios que versan sobre ellas, y lo más importante, las han leído ya varias generaciones de lectores de distintos países, de muy diferentes culturas, en su idioma y en traducciones a veces mejores y a veces peores, y sin embargo, siguen ahí, en los estantes de las librerías, discretamente, como figurantes en una feria de vanidades, sin hacer mucho ruido, sin publicidad ni apoyo de los medios.
 
Quiero también pensar que los tres escritores, cuando escribían esas novelas, pensaban en un éxito muy subjetivo, que es el de hacer lo que uno quiere realmente hacer. Proust luchó contra la enfermedad durante años, metido en una habitación con las paredes cubiertas de corcho, y consiguió robarle el tiempo justo a la muerte para terminar su novela. Conrad vivió dolorosas penurias económicas durante toda su vida, y dejó su profesión de marino para escribir sobre aquello que, personalmente y sólo para él, le había asombrado en sus numerosas travesías. No hay más que ver la casucha que habitó Kafka en el castillo de Praga o leer sus estremecedoras cartas para preguntarse qué le movía siquiera a escribir a quien podríamos definir como un chupatintas acomplejado.
 
En estos casos, o en cualquier otro mundo más feliz, habría que preguntarse qué le mueve a un escritor a escribir una novela que se salga de las modas, que no tenga precedentes, que se lo ponga difícil al lector, que sea el lector el que se tenga que hacer a la novela y no al contrario, cuando lo más fácil es seguir una fórmula, una lógica y sencilla fórmula que ha existido siempre en toda época y que han seguido escritores de los que nadie recuerda su nombre. Para el escritor de verdad, para una novela realmente buena, el éxito no es una causa, sino sólo una posible consecuencia.
 

 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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