El lecho de Procusto. Camil Petrescu: La medida del amor

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Procusto era un ser mitológico siniestro y embaucador, que atraía a su mansión a los caminantes para robarles y aplicarles terribles suplicios. Acostaba a sus víctimas en un lecho de hierro y las sujetaba con firmeza. Si las piernas de los prisioneros sobresalían de la cama, les cortaba la parte sobrante; pero si las piernas eran más cortas que el lecho fatal, entonces las extendía hasta que dieran la longitud exacta. Nadie escapaba a este tormento, porque el lecho de Procusto tenía una medida tal que nadie coincidía con sus dimensiones.

La vida está llena de lechos de Procusto, medidas a las que se nos obliga a adaptarnos entre dolores del alma, prejuicios previos a los que debe ajustarse la realidad. Camil Petrescu (Bucarest 1894-1957) imaginó que el amor obedecía a este mito, y así lo plasmó en una impresionante novela El lecho de Procusto (1933): la persona amada no es tanto la que vemos sino la que queremos ver, aunque la realidad sea otra muy distinta. Al principio, no nos enamoramos de un ser, sino del amor, idealizamos una personalidad, la preservamos de cualquier defecto, pero nada de eso es real, como tampoco es real lo que creemos que cree la persona amada, que acaso nos ve de una manera distinta a como somos, peores o mejores, pero nunca según la medida que tenemos de nosotros mismos.

Es como el lecho de Procusto: ajustamos a nuestra realidad la realidad de los demás, y si nos viene escasa, exigimos, coaccionamos, hasta que se adapta a nuestro modo de ver; o bien desdeñamos y desalentamos si el amor nos viene grande, si nos pide demasiado, si nos demanda lo que no estamos dispuestos a dar. La convivencia amorosa es eso: una partida entre dos seres que adaptan sus realidades a otra realidad distinta. Y no siempre ganan los dos, ni siquiera, muchas veces, uno de ellos.

Con una evidente raíz proustiana, Camile Petrescu nos cuenta a través de unas cartas la historia de Ladima, un vehemente periodista enamorado de Emilia, una chica decente para él, una simpática prostituta para los demás hombres. Ladima quiere lo mejor para ella, cree en su talento como actriz, le procura dignos papeles en obras de teatro a pesar de que nosotros sabemos que la actuación no es lo suyo. Visita los despachos de los directores de escena hasta caerse de cansancio, obliga a amigos suyos a que escriban críticas elogiosas de su actuación, la espera pacientemente a la salida del teatro, porque no tiene siquiera dinero para comprar una entrada para verla sobre las tablas.

Y la espera casi siempre es inútil: Emilia sale por otra puerta, en compañía de hombres mucho más divertidos que él, hombres con dinero y poder, asquerosos amantes que ella desprecia, como desprecia a Ladima, pero que la hacen sentir que es importante para los demás, deseada, mimada. Si acaso, para Ladima guarda sus besos más castos, pero nada de sexo, porque hay que reservarlo para cuando se casen, ya se sabe que hay cuidar la pureza, el secreto placer del amor, aunque ese matrimonio parece no llegar nunca porque siempre aparece otro hombre que cree embaucarla, aunque sea él el que se adapta a sus caprichos hasta que ella se harta, porque tampoco el amor para ella es eso de lo que hablan los demás, el compromiso, la seriedad, la inmutable convivencia.

¿Emilia es despiadada con Ladima? ¿No será Ladima un ingenuo sin remedio, un pobre desgraciado que no sabe que lo es? ¿No se habrá equivocado de mujer? En esta novela nada es lo que parece, acaso como en la vida. La respuesta está en saber tomarle la medida a la realidad, pero ¿cuál es la medida de la realidad? Emilia le cuenta a uno de los narradores su verdad, y no podemos encontrar una sola fisura en su versión. ¿Y la versión de Ladima? La podemos encontrar en las cartas que continuamente le envía a su amada, casi de un modo compulsivo, y en su versión tampoco encontramos fisuras.

Los dos llevan razón, como lleva razón el narrador que nos va aclarando ciertos hechos que él conoció de primera mano acerca de esta relación, juicios sensatos de un hombre que sabe ver la realidad de un tercero, aunque en su vida también haya otra mujer a la que adora pero con la que no puede convivir, aunque no sepa bien el motivo, aunque ella sea la mujer más maravillosa que uno pueda conocer, como demuestran sus cartas, que el lector también conoce, y que la retratan de tal manera que nadie se negaría a sus evidentes encantos. ¿Es que la verdad es relativa? No; lo que ocurre, simplemente, es que no sabemos cuál es la verdad.

Esta novela de Camil Petrescu, escrita con una gran inteligencia, no trata de dar respuestas, sino de plantear muchas preguntas, las mismas que acaso nosotros nos hemos hecho alguna vez en nuestra vida respecto a nuestras relaciones amorosas. Queremos encontrar una lógica en el amor. Nos resultaría grato pensar que si A quiere mucho a B, B tiene que querer a A, como si la vida fuera una ecuación matemática. Pero no es así: los signos no se ajustan a su contenido marcado, los hechos tienen otras causas distintas a la que nosotros conocemos.

La sutil conclusión que Camil Petrescu extrae de esta terrible historia de sentimientos contrariados es que estamos solos ante la vida, huérfanos de asideros que nos unan a la verdad, y nadie nos puede ayudar a elegir, a acertar o a equivocarnos sobre los demás. Quizás la única postura airosa sea la de que nos indica en un hermoso pasaje de su obra: “Mis ojos, con los que veo el mundo, son más que nunca sólo míos, y detrás de ellos estoy yo y sólo yo”.

El lecho de Procusto. Camil Petrescu. Gadir

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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