Canción de Navidad. Charles Dickens

Canción de Navidad. Charles Dickens

Aprovechamos la Navidad para sentirnos mejores con los demás y con nosotros mismos. O por decirlo con todas las palabras, aprovechamos la Navidad para ser mejores, y sin duda que lo somos. En esa búsqueda casi siempre infructuosa por encontrar la felicidad parece que hacemos un paréntesis en nuestras vidas y que por fin hallamos unos días en que la felicidad, efectivamente, es posible entre parabienes y grandes deseos que, aunque sepamos perecederos, nos ayudan a continuar con la lucha diaria durante el resto del año. Y si hablamos de felicidad en literatura, inevitablemente tenemos que referirnos a Charles Dickens (1812-1870), acaso el escritor que mejor ha sabido transcribir al papel el sentimiento de felicidad en su estado más puro.

Por ello, no es de extrañar que también haya sido uno de los pocos clásicos que ha sabido aprovechar un momento tan entrañable como es la Navidad para hacer de ella un monumento literario imperecedero. Resulta conmovedor comprobar que todos los años se reedita en cualquier idioma su Canción de Navidad (1843), quizás uno de sus relatos más famosos, y que para este período navideño no falta nunca una televisión que se atreva a producir su particular versión del cuento dickensiano. ¿Qué tiene este relato que lo hace tan emotivo, tan cercano a sus lectores? Para respondernos a esa pregunta habría que hacerse otra mucho más compleja: ¿qué tiene la Navidad que la hace tan emotiva, tan humana? Sin olvidar su motivo religioso, habría que acudir a su parcela profana para entender parte de su éxito indudable: representa el triunfo de la burguesía, de lo más kitsch, de la tradición, que como decía Chesterton, es la más democrática de todas las cosas porque es, sencillamente, una democracia de los muertos y también de los vivos. Y aquí, inevitablemente, también hay que hablar de Dickens como el mejor representante de la burguesía llevada a la literatura, el que mejor supo captar sus anhelos y sus sentimientos, sus simpatías y sus fobias y, por supuesto, su capacidad de autocrítica.

Nos referíamos antes a ese punto de ruptura que supone la Navidad a lo largo del año y que la hace precisamente imprescindible. Es como una necesidad, un momento de descanso en medio del tráfago de injusticias y dramas que vivimos continuamente. Mr. Scrooge representa justamente esa actualidad permanente de miseria y abyección, lo que no nos gusta ni deseamos pero con lo que tenemos que convivir necesariamente. El viejo cambista, con su mal humor, sus desagradables palabras, su desinterés por los demás, no es más que la diaria incomprensión en la que se ve sumido el ser humano. Si lo miramos bien, la conducta de Mr. Scrooge puede ser censurable pero no es atroz. Él no quiere vivir en ese ambiente jovial y despreocupado, de despilfarro y felicidad un tanto postiza que lo rodea, pero tampoco hace nada por impedirlo; que cada cual haga lo que quiera, pero que no cuenten para nada con él.

Sin embargo, la pena que le impondrá su viejo amigo Jacob Marley parece excesiva. Como no hay manera de meterlo en razón con villancicos y cursilerías, utiliza todo su poder fantasmal para obligar al alma descarriada a que encuentre el camino correcto y lo hace con toda la dureza de la que es capaz. Si lo pensamos bien, la prueba a la que somete al pobre avaro Ebenezer Scrooge tiene mucho de inhumana: le obliga a contemplar su pasado, sus recuerdos infantiles llenos de falsas nostalgias, sus decisiones sin remedio a las que se puede achacar toda clase de errores que más tarde le supondrán una vida cargada de incomprensión y sinsabores; le impone mirar dentro de las casas de sus seres más conocidos y conocer todo lo que opinan de él en la intimidad, quizá uno de los peores castigos a la que se puede someter la vanidad humana, y finalmente, le lleva a la visión de su propia tumba, no tan espantosa por lo que supone la misma muerte sino por comprender que la vida sigue igual sin su presencia en la tierra.

Inevitablemente, sentimos mucha lástima por Mr. Scrooge, porque dentro de nosotros mismos también llevamos algo del viejo cambista y precisamente es en la Navidad cuando tratamos de deshacernos de ese molesto lastre aunque sea durante unos días. Dickens consigue que veamos lo más triste de nosotros mismos y lo hace por contraste, utilizando la lente deformante de la que nadie puede escapar. En una escena del relato, Scrooge contempla a una pobre familia en su hogar mientras celebra la Navidad. Nos cuenta que no es una familia bien parecida, que no está bien vestida, que su ropa es insuficiente y no la aísla del frío, que la miseria de la vivienda es tan evidente que no puede hacernos olvidar que la familia tendrá que pasar tarde o temprano por la casa de empeños. Y sin embargo, se les ve felices, agradecidos, satisfechos unos con otros, contentos con su suerte. ¿Qué lector está ajeno a que pueda encontrarse en la misma situación de Mr. Scrooge, reconociendo a su alrededor la miseria y la necesidad mientras se siente tranquilamente arrebujado en ropas calientes, en una vivienda digna, con la mesa repleta, viviendo su vida confortablemente? El éxito de Dickens, sin duda, está en sacarnos los colores y la Navidad –entiende- es un buen momento para ello.

Dickens, en su “Canción de Navidad”, como en muchas de sus obras, apela a la compasión, que tal vez sea el sentimiento más popularizado durante las fiestas navideñas, y lo hace zarandeando a todo el que se pone por delante. La moraleja es tan clara que da vergüenza contarla. Pero en fin, hagamos en esta Navidad lo mejor que sabemos hacer: comer, beber, regalar cosas, divertirnos y tratar de empezar el año lo mejor posible. Al fin y al cabo, pensemos con resignación que todos estos momentos agradables al menos no harán daño a nadie.

Canción de Navidad. Charles Dickens. Homolegens, 2009

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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