El mismo mar de todos los veranos

mismo mar

Lo dijo Cesare Pavese en un precioso poema: Lavorare stanca. Sí, trabajar cansa, y cansa demasiado, nunca encontramos el momento de huir del trabajo, del cansancio de la vida, que nos agota y nos domina. Incluso Dios descansó después de haber hecho el universo y el séptimo día contempló su obra de la que no tenemos noticia si le satisfizo plenamente. Los españoles, que según todos los indicios estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, inventamos agosto para descansar y como vimos que nuestro país estaba todo rodeado de agua salvo por una parte, decidimos que la playa era el lugar idóneo para perfeccionar nuestra vagancia y dejarnos la piel bien tostada por el sol, que siempre es un detalle que hace bonito.
 
Nada hay como el verano para solventar nuestras ansias de cambio: creemos que variando de lugar cambiamos nuestras costumbres, nuestra forma de ver la vida; es el momento de renovarse, de cambiar las pilas. Es mentira que el 1 de enero señale el cambio de año: todos volvemos a renacer en septiembre, después del letargo estival. Para algo tenemos la sangre caliente y el año entero por delante. Por lo pronto, algunos eligen un hotel o un apartamento absolutamente impersonal, que no les recuerde en nada su propia casa, habitaciones desnudas hechas de materiales tan anodinos que parecen devorar cualquier asomo de alma. Lo único que encuentran en los cajones es una guía telefónica cuya lista de nombres son sólo sombras desconocidas.
 
Otros, sin embargo, vuelven una y otra vez al mismo lugar, a la misma casa de todos los veranos que inmediatamente arreglan con sus gustos y sus pequeñas manías. No hay manera de escapar del propio yo, quizás ni siquiera lo desean. Recuerdo que en mi infancia, los vecinos y conocidos iban todos al mismo pueblo de la costa granadina a volver a verse las caras, y se advertía en sus comentarios que estaban satisfechos de ello: volver al mismo bar donde les servían tapas iguales a las de mi pueblo, incluso la misma marca de cerveza, jugar al dominó y a las cartas con los mismos compañeros, de los que conocían todo su repertorio de trampas, hablar de idénticos temas a los que habían hablado en el pueblo hacía unos días. Cambiaban el balcón y los corrillos domingueros en el paseo por las sombrillas y las toallas echadas en la arena.
 
Todo cambia y nada cambia. Como una penitencia, arrastramos las maletas y toda la familia, más algún sujeto extraño como el novio de la niña o el suegro que se quedaba demasiado solo en el calor de la ciudad. Después, eso sí, la alegría de contemplar el mar en alguna retención de tráfico cerca de la costa, el júbilo y la prisa por coger un buen sitio en la playa, el amontonamiento de carne desnuda, brillante de crema y gotas de agua salada. Al final, caemos en la rutina de lo novedoso, sobre un fondo dulzón con olor a bronceador. Todo es igual, pero más ligero, un poco más trivial.
 
El verano es el tiempo de lo insustancial: la televisión se deja arrastrar por la vorágine de las rebajas de temporada y emite refritos edulcorados con las sempiternas canciones del verano, los periódicos parecen haber enfermado de anorexia, delgados y sin presencia, los cuerpos se aligeran de grasas a base de dietas de la alcachofa para lucir en todo su esplendor falso. Basta mirar las tiendas de las urbanizaciones costeras para comprobar un ejemplo de la banalidad: tienen en sus estanterías lo justo para sobrevivir en la playa, lejos de las sofisticaciones de la ciudad: las gafas de sol y de buzo, las gorras con distintivos horteras, los trapitos de colores chillones, las postales con torsos bronceados o cerditos en bañador y frases estúpidas.
 
Los que tienen la suerte o la desgracia de quedarse en la ciudad en agosto, sin embargo, descubren ante sus ojos la anchura de las calles, una limpieza calcinada y serena, ajena a los ruidos y las urgencias, que invita a la contemplación y al paseo sosegado. Dice Muñoz Molina que en agosto, en las mañanas de sábado y de domingo, la ciudad tiene una quietud de cuadro de Antonio López, una belleza deshabitada. Es el único momento del año en que uno desea madrugar para caminar en el silencio soleado de las calles, que se amplifica con nuestros pasos y que nos hace reconocer en los transeúntes con los que nos cruzamos un mundo perdido donde sólo quedaran unos pocos supervivientes felices después de una batalla.
 
Se pasa uno la vida tratando de huir de las aglomeraciones y las prisas, y ante la oportunidad que nos brindan las vacaciones no deberíamos dejar escapar la posibilidad de ahondar en la belleza del silencio, en el insuperable regalo de la tranquilidad. Como Agatha Christie en un invierno de 1926 en el que se hizo llamar Theresa Neele para los clientes de un hotel de Harrogate, quisiéramos dejar de reconocer nuestro nombre y borrar nuestras huellas del mundo por unos días en los que nadie sepa ni siquiera de dónde venimos o quiénes somos, con unos cuantos libros y buena música en la maleta. Yo también he estado en ese mismo hotel de Harrogate en el más estricto anonimato, y les aseguro que no hay nada más cercano a la paz o al paraíso.
 

 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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