Estaciones de Isadora. Sobre bailarines y la pérdida del equilibrio.

isadoraLa sala Margarita Xirgú del madrileño Teatro Español no parece, de antemano, el lugar idóneo para este poético monólogo de una decadente Isadora Duncan. Sin embargo, con una escasa escenografía: un armario de luna, un banco con cajón integrado y un perchero, junto con un piano de cola; todo ello dispuesto sobre un linóleo irisado, como suerte de parodia del espejo deformante de una feria; y la excelente iluminación de Miguel Pérez Muñoz, descubrimos que el ambiente creado por Mambo Decorados en el recoleto espacio, se ajusta a la perfección al espíritu del texto de Hugo Pérez de la Rica.

Permítanseme unas palabras sobre la divina Duncan.

Isadora, figura fundamental de la danza, madre de la danza libre y precursora de todos los movimientos de la posterior danza moderna, es una figura que ha fascinado a propios y extraños a lo largo de los años. Casi un siglo hace ya de su icónica muerte, en 1927 cuando su foulard se enredara en la rueda de un automóvil, tras una despedida triunfal e histriónica, como no podía ser menos proviniendo de ella, gritando a los cuatros vientos: “Adieu, mes amis, je vais a la gloire” –adiós, amigos, me voy a la gloria-, o bien, según otras fuentes, “¡Me voy al Amor!«. Sea como fuere, su cuello se rompía culminando una trayectoria que la había encumbrado como una artista única en su especie: rompedora, simpatizante de la revolución rusa, controvertida hasta la saciedad, aplaudida, abucheada y amada por innumerables hombres y mujeres.

Isadora fue una referencia histórica no sólo en lo que a la creación dancística se refiere, se convirtió en un icono de la modernidad de principios del siglo XX, tanto social como culturalmente hablando y sentó cátedra sobre la interacción de las artes y el mestizaje de los estilos;  tanto como sobre cómo habrían de vivir los artistas, instaurando la bohemia libre –eso sí, bohemia lujosa- que todos los creadores posteriores enarbolarían dentro de esa folie douce tan propia de creadores tocados por el dedo del genio.

En lo que a su arte se refiere, no quedan más que conjeturas sobre sus coreografías, pues no hay que olvidar que sus creaciones eran efímeras, libres, improvisadas, sin más ánimo que el de la expresión de los sentimientos y el elogio de la naturaleza o las emociones. A menudo inspiradas por sus horas de estudio en museos europeos –el Louvre y el Rodin eran sus favoritos–, descartando así los temas fantásticos de los grandes ballets clásicos, quitando el boato y la parafernalia a la danza, mostrándose casi desnuda ante el público envuelta en las gasas y túnicas que la hicieron famosa. Se acababa así la dictadura del corsé y las puntas, la incomodidad de la mujer constreñida sobre el escenario y daba lugar a la libertad de la ninfa que clamaba por la expresión de sus ansias y entusiasmos particulares, como si Proust hubiera llegado al escenario a bailar una coreografía inspirada en sus magdalenas.

Toda esa libertad le granjeó un éxito mundial, pero también fue el germen de una debacle económica: su tren de vida imparable y excéntrico se tradujo, al abandonar los escenarios en serios problemas financieros hacia el final de su carrera y, puesto que no se puede hablar de una técnica que dejara, tan sólo de una escuela para niñas en la que enseñaba a las alumnas sus entusiasmos por la danza libre, o de un repertorio que firmara, su legado no era otro que el concerniente a su personalidad y su vida privada, marcada por, contra todo pronóstico, la profunda tragedia que sufrió al morir sus dos hijos ahogados cuando el coche en el que viajaban se precipitó al Sena en un accidente.

Así, este texto de Pérez de la Rica, que parte de una idea original de Beatriz Argüello, recala principalmente en esos rincones oscuros y dramáticos de la vida de la bailarina norteamericana, dando testimonio figurado de la pena y la vacuidad de su existencia, tras la pérdida de sus hijos.

Resulta inevitable mencionar el esfuerzo evidente de la intérprete que nos ofrece una actuación intensa y extenuante, un «regalo» de función para una actriz que se ve cómoda en la experimentación de lo truculento. Ni el texto, ni el movimiento escénico le dan tregua a una Beatriz Argüello que parece haber estado preparándose toda la vida para interpretar este papel. Las complicadas, retóricas y antinaturales palabras que conforman este monólogo otorgan al conjunto de una densidad de difícil asimilación, pero, a la vez, de una dimensión de arte total en la que música -excepcional Mikhail Studyonov al piano-, texto y danza -la coreografía de Helena Berrozpe se ajusta a la perfección con la fisicalidad de la intérprete-. Todo encaja en una maquinaria erigida para el lucimiento de la Argüello, que catapulta al producto final hacia el disfrute de los sentidos, aunque ello, inevitablemente, lo lastre en lo que a empatía argumental por parte del espectador se refiere. Es ella quien se dona a la causa y se queda al descubierto dando el do de pecho, semidesnuda y sin salir de escena ni un segundo, excepto en un momento de histrionismo absoluto cuando aprovecha la coyuntura de la ubicación de la sala a pie de calle para salir a gritar su texto al exterior, para deleite de aquellos espectadores/transeúntes que no se esperaban encontrar semejante reclamo a las puertas del teatro. Quizá su punto débil, en cambio, sea el de la ejecución de la danza,
puesto que el encorsetamiento y el evidente esfuerzo de un cuerpo excesivamente trabajado choca de bruces con la idea preconcebida de esa Isadora libre, volátil, como
una gasa movida por la brisa.

En definitiva, es éste un espectáculo que brinda al espectador una serie de imágenes de excepcional belleza, una composición cuidada y un acercamiento íntimo a una figura fascinante, con puntuales destellos de absoluta genialidad como el momento en que Isadora toma en sus manos la mano derecha del pianista y la acaricia mientras el intérprete sigue tocando con la izquierda, o, para conclusión a la altura de la ocasión: un saludo ante la ovación del público con Pompa y circunstancia como banda sonora y declaración de principios sobre lo que puede llegar a dar de sí una intérprete sobre el escenario.

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