La novela es el más completo y elástico de los cuadros. Se extiende hasta cualquier extremo, abarca absolutamente todo. Lo único que necesita es un asunto y un pintor. Y en cuanto al asunto, ella tiene a su disposición la conciencia humana completa. Y si nos empujan un paso más atrás y nos preguntan por qué tiene que ser necesaria la representación cuando el objeto representado es más accesible, la respuesta parece ser que el hombre combina su eterno deseo de más experiencia con una destreza infinita para conseguir dicha experiencia con el mínimo gasto posible.
La señorita Woolson era una amiga mía tan valiosa y cercana y lo había sido por tantos años que siento una intensa proximidad de participación en cada circunstancia de su trágico fin y en cada detalle de la secuela. Pero es esta proximidad de emoción que ha hecho imposible para mí -desde ayer- la inmediata y horrorizada prisa para enfrentar personalmente estas cosas.
Vivir en el mundo de la creación; entrar en él y quedarse; frecuentarlo, habitarlo; pensar intensa, fecundamente; dar vida a intuiciones y combinaciones mediante una atención reflexiva, profunda y sostenida: no hay ninguna otra cosa que cuente. Y yo la descuido mucho, demasiado: por indolencia, por vaguedad, por distracción, y por un extraño miedo nervioso a soltarme. Si venzo este nerviosismo, el mundo es mío.
..como si en los dieciséis meses en los que su experiencia del mundo precedía a la mía me hubiese tomado tal ventaja que yo jamás, en lo que duró nuestra infancia y juventud, logré ponerme a su altura o adelantarlo. Siempre estaba a la vuelta de la esquina, fuera de mi vista, volviendo a hacer acto de presencia solamente en sus horas de esparcimiento. Nunca estuvimos en la misma aula, en el mismo juego, ni siquiera llevando el mismo paso o en la misma fase a la vez; quiero decir que cuando nuestras fases venían a coincidir, aquello duraba apenas un instante: él ya había salido apenas yo había acabado de entrar. No puedo pretender ahora establecer qué ventaja había llegado realmente a alcanzar en un momento dado; lo que veo es que yo, por mi parte, me mantenía permanentemente, dolorosamente detrás, y que esta relación, tanto entre nuestros campos de interés como entre nosotros mismos, parecía cosa normal y preestablecida.
Todo mi ser clama por algo a lo que pueda llamar mío, y cuando miro alrededor el esplendor de tanta gentecita «literata», mis cofrades (M. Crawford, P. Bourget, la señora Ward, Hodgson Burnett, W. D. Howells, etcétera) siento que aún puedo impresionar al mundo, a los cincuenta y seis, con mi larga labor y mi genio, como inconsciente, presuntuoso e injustificado al establecerme (para una producción pacífica más asegurada) en un pobre refugio pequeño de 10.000 dólares, una vez para siempre y por todo el tiempo. Entonces sí siento la amargura de la humillación, el hierro entra en mi alma y (me sonrojo de confesarlo) ¡lloro! ¡Pero basta, basta, basta!