El cortador de cañas. Junichirō Tanizaki: La novela como un haiku

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Hay novelas que nos atraen por su depurado estilo; otras, por el interés que suscita su trama y otras por su audacia o su originalidad. El mundo occidental ha visto crecer el concepto de novela durante el siglo XX, pero casi todas, al fin, tienen como un aire de familia, una raíz común que las caracteriza. Por eso agrada y sorprende encontrarse una novela que no se parece en nada a lo que estamos acostumbrados a leer y, sin embargo, nos atrae con una fuerza formidable. Me estoy refiriendo a El cortador de cañas (1932) del escritor japonés Junichirō Tanizaki (1886-1965). Ya de principio crea ciertas dudas considerarla una novela por su brevedad, que la puede acercar a lo que comúnmente consideramos un relato largo, pero tanto el planteamiento como la estructura interna la dotan de una coherencia propia de una obra de envergadura.

Pese a su brevedad, la novela tiene dos partes claramente diferenciadas, una introductoria de la otra. Al principio, el narrador cuenta su decisión de dar un paseo por los alrededores de su ciudad porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Toma un tren que lo lleva a un lugar apartado, que nunca ha visitado, donde en su momento estuvo el palacio de recreo de un emperador destronado. Esa parte del viaje está plagada de localizaciones geográficas, de modo que cualquier japonés que viva en la zona, podrá reconocer fácilmente el lugar donde se desarrolla la trama. Este será un aspecto muy importante que cuida Tanizaki en extremo, porque la verdad del relato que cuenta el narrador nos hará digerir con mayor facilidad la extraña historia que sustenta la novela y que se cuenta en la segunda parte.

Durante ese viaje, el narrador no cesa de hacer referencias a la gloriosa cultura antigua de su país. No es caprichoso que una y otra vez se recuerden bellos haikus de poetas de hace más de diez siglos y que en la mente del narrador vaya aflorando una nostalgia de las tradiciones que han muerto. Podríamos decir que es un intelectual, o un estudioso de la cultura antigua, pero observándolo detenidamente comprendemos que es un apasionado de la belleza. De hecho, se acerca a una hermosa zona fluvial apreciada porque desde allí se contempla la singular luna llena del octavo mes, apreciada entre cualquier otra.

Hasta aquí esa parte introductoria que no puede hacernos sospechar su continuación. Mientras espera la visión de la luna, se encuentra con otro hombre que está allí con el mismo cometido. Este hombre lo invita a beber sake, y beben en abundancia hasta que el hombre decide contarle por qué está allí en ese preciso momento. Lo que se cuenta a partir de ese momento es una historia de una delicadeza extrema, hipnótica.

Ese hombre iba por aquellos parajes con su padre desde que tenía siete años y quedó huérfano. Su padre lo llevaba a una casa señorial donde se celebraba la fiesta del plenilunio y singularmente quedaba embelesado por una mujer que cantaba vestida de suntuosos ropajes. Todo esto lo veían ellos de manera furtiva, desde la empalizada y la vegetación que rodeaba la casa, pero eso parecía ser suficiente para su padre. El motivo de esas visitas será un relato de amor, bello y doloroso, casi incomprensible por su rigor.

Esa mujer que canta en la mansión fue en otro momento la mujer que su padre más amó, la señorita Oyú. Pero prepárense los lectores para saborear un amor como pocas veces han leído en la literatura. La señorita Oyú era una muchacha acostumbrada a que todos la sirvieran por su belleza y sus buenos modales. Casada pronto, enviudó a los pocos años, quedando con un hijo pequeño. La familia política la tomó como suya, pensando en el heredero, pero impidiéndole, por las costumbres, contraer matrimonio con otro hombre. Pero no pasará mucho tiempo hasta que ese hombre -el padre del narrador- aparezca.

Sabemos de la pasión que suscita la señorita Oyú en el padre, pero no sabemos si es correspondida por la joven. En un arreglo propio de otros tiempos, el padre decide casarse con la hermana de Oyú, Oshizu, sin amarla. Pero se da la circunstancia de que Oshizu ama a su hermana por encima de todas las cosas, y sabe del amor que hay entre su hermana y su marido, de manera que decide no consumar el matrimonio por fidelidad a su hermana, a lo que asiente el marido por fidelidad a Oyú.

Se trata, en efecto, de un triángulo amoroso, pero no un triángulo amoroso cualquiera. La señorita Oyú visita cada vez con más frecuencia la casa de su hermana, o es la pareja la que la visita a ella. La relación entre los tres se va haciendo cada vez más insoportablemente estrecha. La descripción de ese entente cordiale es de una sutileza oriental: no hay una palabra de más y muchas palabras de menos. La elipsis es casi absoluta. Podemos intuir, sospechar, concluir, pero no será el narrador quien explique con palabras qué ocurrió entre los tres personajes.

Hay, sí, detalles impresionantes: en una escena, Oyú, que ha destetado a su hijo, necesita sacarse la leche de los pechos. Será su hermana Oshizu quien succione de sus pezones la leche y quien ofrezca a su marido, en un cuenco, la leche materna de su hermana. Otro detalle: los tres deciden viajar juntos, y Oyú se presenta como una acaudalada señora que lleva a su mayordomo y a su criada con ella, justamente su cuñado y su hermana.

Hay mucha delicadeza en toda la narración y también mucha crueldad. El amor puede llegar a ser cruel a fuerza de ser intenso. El egoísmo y el altruismo se mezclan de tal manera que no sabemos dónde empieza uno y acaba el otro. ¿Habrá pasión sexual? Solo una frase en la novela parece indicar algo al respecto, y lo que sugiere es bellísimo. Quien cuenta esta historia es el hijo de aquel hombre. El motivo de su visita anual a la casa señorial para ver a Oyú es indicativo de que algo fatal ocurrió al final en aquel extraño triángulo.

Si hay una novela que por su belleza y por su delicadeza se parezca a un haiku japonés, ésa es El cortador de cañas. Tiene una sencillez y una precisión abrumadoras, y es el mejor ejemplo de que para contar una inolvidable historia no hacen falta muchas palabras. Hay palabras que no necesitan escribirse para hacer turbadora una novela.

El cortador de cañas. Junichirō Tanizaki. Debolsillo.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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