La leyenda del Santo Bebedor. Joseph Roth: La inocencia del alcohol

La leyenda del Santo Bebedor

Está aún por escribirse una historia de la sencillez en la literatura. El siglo XX ha sido fecundo justamente en todo lo contrario: los recursos literarios, cada vez más alambicados, han tenido buena prédica entre los críticos, y al menos durante la primera mitad del siglo, han sido raros los casos de novelas consideradas obras maestras que no acumularan entre sus páginas las más soberbias y audaces piruetas técnicas, como un modo de explicar la deconstrucción de la sociedad de esos momentos.

Precisamente por todo lo contrario, Joseph Roth (1894-1939) destaca como un ejemplo de sencillez y diafanidad a la hora de abordar un relato. Pocas veces podemos encontrar un escritor más transparente, con menos tramoya, sin que esto suponga un menoscabo de su brillantez. Sus novelas parece que se hubieran escrito solas, como si no hubiera hecho esfuerzo alguno en componer sus páginas. Y sin embargo, su maestría es innegable. Lo fue desde sus primeros relatos, claros y tersos, hasta su final, cuando vivió alcoholizado en los puentes de París, olvidado por todos.

Solo los grandes maestros son capaces de mantener su talento hasta el final. Joseph Roth fue uno de ellos, y nos brindó una última historia extraordinaria, apenas un relato largo, donde se atesora toda su sabiduría en muy pocas palabras. Se trata de La leyenda del Santo Bebedor (1939), lo último que escribió, y que sabiamente conectó con sus últimas experiencias como clochard en París.

Porque la historia, en su poderosa transparencia, parece un hecho experimentado por el propio autor, aunque es imposible que fuera así. Pero hasta en sus últimos días, Roth fue capaz de transmitir ese calor humano y entrañable que siempre habían exhalado sus historias a ésta otra, que podríamos considerar como la quintaesencia de su talento narrativo.

Como decimos, es la simple historia de un clochard parisino, un borracho que vive y duerme bajo los puentes de París. Andreas Kartak, un jueves de la primavera de 1934, se encuentra, en uno de esos puentes donde habita, con un señor trajeado que sale de las tinieblas, portándole una extraña noticia: está dispuesto a darle doscientos francos, sin más, a cambio de nada. Pero Andreas es un hombre de honor, y aunque necesita el dinero, está dispuesto a restituirlo en cuanto pueda. El caballero no quiere que se lo devuelva a él, pero dada su reciente conversión al cristianismo, le pide que lo entregue a Santa Teresita de Lisieux, en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Allí, cuando acabe una misa, podrá dárselo al sacerdote. Igual que aparece, se vuelve a esfumar el caballero en las tinieblas de la noche.

Para Andreas, este suceso solo puede considerarlo como un milagro, un milagro que irá dando sus frutos poco a poco, conforme pasen los días. Él no dejará de beber por ello, porque lo que sí parece decirnos Joseph Roth con esta historia es que el alcohol puede dar lugar a este tipo de milagros. La absenta será como una especie de comunión con lo sobrenatural, como si dejar su consumo fuera una afrenta al más allá. Hubiera sido más sencillo (y también más estúpido) que el sorprendido Andreas se hubiera convertido de alguna manera en un ciudadano del mundo, o hubiera atravesado alguna crisis religiosa. Por suerte, Joseph Roth mantiene a Andreas en su sitio, en el lugar que le corresponde, entre los borrachos de París, y para nada cambia su vida, aunque ésta sí parece empeñarse en querer cambiarse para él.

De una manera o de otra, los milagros se van sucediendo: en un bar conoce a un señor que le da trabajo para dos días, lo que hace que tenga aún más dinero. Cuando parece que puede restituirlo al fin, se encuentra con el gran amor de su vida, una mujer por la cual estuvo en prisión. Pasa la noche con ella, todo parece ir cambiando sutilmente en su vida. Pero sigue dado a la bebida. Se acerca a la iglesia para entregar el dinero, pero una última circunstancia le impide hacerlo. Lo intentará más veces, pero por un motivo o por otro, no puede llegar a cumplir su propósito. Encontrará en su camino a una bailarina que le roba, y a un antiguo amigo, futbolista, que le busca un hospedaje digno y le regala dos trajes. Encontrará también más dinero en una cartera que compra en una tienda, a un amigo minero que le engaña, y volverá a ver al caballero de la noche, que no lo reconoce, y que de nuevo le dará otros doscientos francos.

No obstante, esta sucesión de milagros no le extraña al lector, porque no parece haber una moraleja en todo lo que sucede, ni el relato está escrito a modo de apólogo. Simplemente es una delicia seguirlo, disfrutar con sus idas y venidas, con los sucesos que le van sucediendo a Andreas mientras que va yendo de un bar a otro a buscar su ración de bebida. No hay que buscarle al texto más interpretaciones que las que exhiben sus claras palabras, y sin embargo queda un regusto alegre y satisfactorio en esa pertinaz búsqueda de la bebida del protagonista, como si el fuerte calor de la absenta fuera la base de toda su existencia.

Hay en esta historia una lucidez extrema, la lucidez del que ha empezado a tomar su dosis de alcohol y aún no se ha emborrachado. No es un ángel el caballero que se le presenta por las noches en los puentes de París, ni hay nada sobrenatural en los sucesos que le acontecen. Es el propio Andreas ese ángel generoso y honrado que en su inocencia parece contener dentro toda la ternura, toda la inocencia del mundo.

La leyenda del Santo Bebedor. Joseph Roth. Anagrama

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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