Los mutilados. Hermann Ungar: la obscenidad del mal

Portada de Los mutilados. Herrman Ungar

Cuando leo que una novela es kafkiana (o proustiana o cortazariana) siempre sospecho de los conocimientos literarios del que lo afirma. Esto me ha ocurrido leyendo comentarios sobre Los mutilados de Hermann Ungar: parece inevitable su comparación con Kafka, que a lo mejor puede servir de guía para el futuro lector de la obra de Ungar pero que le creará unas falsas expectativas ya que para leer una novela kafkiana lo mejor es acudir al propio Kafka.

Una novela centroeuropea de entreguerras

Acaso sea imprescindible saber que Hermann Ungar fue un escritor checo en lengua alemana que participó en los círculos literarios que frecuentaban Hermann Broch, Ernst Weiss y el propio Franz Kafka, aunque su trayectoria personal y literaria fue muy diferentes a las de los autores referidos, puesto que obtuvo bastante éxito en su vida, que acabó abruptamente con 36 años por una apendicitis mal tratada.

Ungar nunca trató de imitar a Kafka; en todo caso sería al revés –que tampoco- ya que la obra de éste era prácticamente desconocida en su época mientras que la de Ungar sí tuvo una aceptable difusión.

Ese aire de familia entre las obras de los escritores citados se debe más bien a un especial estado de ánimo, a una forma de ver y sentir la vida que se extendió en los países centroeuropeos después de la Primera Guerra Mundial y que ciertos espíritus especialmente sensibles, como son los artistas, plasmaron en sus obras. Igual que ocurrió en la literatura, también el cine o la pintura expresaron una angustia existencial, un vacío de valores permanentes que posiblemente derivaron en el ascenso al poder del nazismo.

Los mutilados fue una novela publicada en 1923, una de las dos novelas que le dio tiempo a Ungar a escribir. También fue dramaturgo y escribió relatos. Toda su obra mantiene una fuerte coherencia y gira en torno a la angustia y a la culpa. Nos apresuramos a señalar que, a diferencia de Kafka, estos dos sentimientos se desarrollan en las obras de Ungar siguiendo los descubrimientos de Freud, que en aquel momento estaba en la cumbre de su éxito y que de alguna manera explicaban las interioridades y los mecanismos psicológicos centroeuropeos, o con los que al menos, los ciudadanos de estos países se vieron inmediatamente identificados.

La carencia de referentes morales

Centrándonos en la novela, los mutilados a los que se refiere el título son personajes a los que les falta cualquier escrúpulo ético: esa es su mutilación. La obra gira en torno a Franz Polzer, un gris empleado de banca, carente absolutamente de cualquier ambición, tan disciplinado como Emmanuel Kant, y para el que la vida consiste en que las cosas le suceden, en lugar de hacer algo por disfrutar de la vida.

La historia de Franz Polzer es la del arco que lleva de la autoculpabilidad a la humillación. No cabe duda que este vulgar oficinista es un neurasténico. Los protagonistas de Kafka luchan por comprender lo que les ocurre; sin embargo, los de Hermann Ungar se dejan llevar por su neurosis, por lo general paralizante, y se convierten en perfectas víctimas propiciatorias de espíritus desalmados. En estos espíritus es donde el escritor checo pone su ácido foco de atención.  

Un alemán, Nietzsche, certificó la muerte de Dios; un austriaco, Freud, descubrió que nuestros males están dentro de nosotros mismos. Estos dos hechos daban carta blanca a las personas sin escrúpulos, puesto que los exime de responsabilidad: dejaron de existir referentes morales. Insisto que el momento del que hablamos (el período entre guerras) posiblemente fue la más virulenta, a nivel mundial, de cuantas han existido en la historia. Ni siquiera de esa virulencia se libró la cultura: fue la época de las vanguardias, de la Belle Époque, del nacimiento del jazz, de la imaginación desmesurada, del afán de ruptura con todo lo anterior; repito: había una carencia absoluta de referentes.

Crueldad sin límites

Los mutilados es una de las mejores novelas que se han escrito sobre la falta de referencias morales del período de entreguerras. Hermann Ungar creó un protagonista que fuera la diana perfecta para lanzar sus dardos envenenados en forma de personajes cuya crueldad no tiene límites, lo que más tarde Robert Musil llamaría el hombre sin atributos.

Como es normal en este tipo de personas, el protagonista Franz Polzer vive en una habitación arrendada en casa de una viuda. Klara Porges es una mujer cuyo carácter posesivo y tiránico la lleva a hacer suyo a su huésped, a apropiárselo como si se tratara de un objeto cualquiera: a pesar de que no parece admirarlo mucho, lo mete en su cama, entra en su habitación desnuda, le dice en todo momento lo que tiene que hacer. La viuda Klara Porges es la pura negación de la libertad personal, como puede comprobarse en este fragmento en el que la mujer entra en la habitación del empleado de banca:

Frau Porges trató de abrir. Al encontrar la puerta cerrada con llave, la golpeó.
—Abre, Polzer —gritó.
Y, como él vacilara:
—¡Abre!
Franz Polzer se levantó y abrió.
Frau Porges sólo llevaba la camisa y una enagua bajera negra.
—Eso es que no quedaste satisfecho de mí —dijo.
Se le acercaba. Él retrocedió y ella lo agarró de la muñeca.
En la silla estaba el cinturón con el que él se sujetaba el pantalón. Ella lo cogió.
—Quítate el camisón —ordenó.
Él se lo sujetaba con ambas manos. Ella se lo arrancó.
—¡Fuera el camisón!
Ella arrojó el camisón al suelo.
Él cruzó los delgados brazos, para cubrir el pecho hundido y el vientre abultado y fláccido. Le avergonzaba mostrar aquel cuerpo.
Él permanecía inmóvil, con los párpados entornados.
Esperaba.
La oyó reír. Al oír la risa, él se encogió.
Entonces la correa del cinturón silbó en el aire.
Klara Porges había levantado la correa y golpeaba. Golpeaba con la hebilla. Él alzó los brazos para protegerse. Ella lo echó sobre la cama, boca abajo.
—Así obedecerás —dijo.
Ella se metió en la cama con él, desnuda. Se le había soltado el moño. El pelo le caía sobre los hombros.

El caso del amigo de Polzer, Karl Fanta, es de una crueldad refinada, cínica, insoportable. Condenado a estar en una silla de ruedas, con las piernas cortadas y fétidas pústulas en los brazos, mortifica a su mujer acusándola continuamente de infidelidad y humillándola cuando ésta cura sus heridas, puesto que le dice que no lo hace por él, su marido, sino de cara a la galería, para parecer una mártir. Sus conversaciones con su amigo Polzer tienen la hediondez de lo definitivamente corrupto:

—Tengo sospechas —dijo Karl Fanta, mirando a Franz Polzer—, sospechas justificadas.
Franz Polzer tuvo un sobresalto.
—¿De mí? —preguntó, asustado.
Karl lo soltó.
—¿De ti? ¡Ja, ja, ja! ¡De ti!
—¿De quién sospechas?
—De ella —gritó. Se quedó escuchando y agregó, otra vez en voz baja—: ¡Ve a mirar, Polzer! Detrás de la puerta hay alguien.
Polzer miró. Detrás de la puerta no había nadie.
—Yo estoy aquí. Ella me ha lavado, me ha curado y me ha dado el desayuno. El niño está en el colegio, la cocinera está en la cocina, la doncella ha salido a comprar. Dora está en las habitaciones de atrás. De repente, se oyen puertas y pasos, alguien viene. A veces oigo cuchicheos, muy suaves. Quien no estuviera sobre aviso, no oiría nada. Ahora está con ella, Polzer.
—¿Quién?
—¿Quién? Quizá un amigo de los que vienen a verme, quizá el portero, el carnicero, el repartidor del pan. Quizá uno distinto cada día. Ya hace cinco minutos, ya habrán terminado: entonces llamo. Ella aparece. Tranquila, serena, apenas un rubor en las mejillas. Se ha peinado, desde luego. «Dorita, estoy cansado de estar solo», le digo, mirándola fijamente. «Deja lo que estés haciendo, Dorita. Léeme un libro.» Ella se sienta y lee. Le hago leer durante una hora. Que se consuma el otro ahí dentro: yo no aparto de ella la mirada. «Ya basta, estoy cansado», digo. «A lo mejor, duermo un poco. Vuelve a tus quehaceres.» Ella cierra el libro y se va. Que me odie más si quiere. Quizá me maten entre los dos. Envenenándome. Como estoy enfermo, nadie sospecharía… ¡Tienes que ayudarme, Polzer! Haz que venga tu viuda. ¡Pídele que me busque un enfermero, Polzer! ¿Me traerás a tu Klara el martes? 

Al final consigue que lo atienda un enfermero, pero éste no es mejor que los demás. Herr Sonntag es un antiguo matarife que ha encontrado en la fe católica su razón de ser, la expiación de sus pecados, e introduce con su discurso mesiánico a los personajes femeninos de la novela en un auténtico círculo del horror. El enfermero es una especie de Rasputín cuyo antiguo cuchillo para despiezar terneras siempre tiene a mano envuelto en un pañuelo chorreante de sangre fresca.

El sombrero y el MacGuffin

No obstante, Hermann Ungar fue un escritor suficientemente hábil como para permitir que su pusilánime protagonista fuera un personaje exclusivamente pasivo, y para ello inventó en esta despiadada historia un MacGuffin: el sombrero de Franz Polzer.

Un sombrero regalado por la dominante viuda Porges, que había sido utilizado por su marido, será el desencadenante de la ruina moral y económica del pobre oficinista. En este caso, la corrupción no procede del exterior, sino del interior del ser humano, y Hermann Ungar la cifra en el sentido de la culpabilidad, tan arraigado en los países occidentales gracias al cristianismo.

En esta ocasión, la culpabilidad está tan interiorizada que ni siquiera el personaje es consciente de su miseria. Este sombrero anticuado, a través de una serie de peripecias, será sustituido por otro más nuevo que le regalan, así como un traje y zapatos que los compañeros de trabajo de Polzer presumirán adquiridos por una herencia recibida por éste. Polzer, en lugar de aclarar el malentendido, suma a la culpabilidad que siente por haber recibido unas prendas que no se merece, la culpabilidad de ser un desgraciado puesto que es imposible que él reciba una herencia, ya que es huérfano de madre y su padre, que convive con su propia hermana en manifiesto incesto, jamás le legaría su herencia.

Sexo corrupto

El tema del padre, tan recurrente en las novelas centroeuropeas de aquella época, no falta tampoco en esta obra, aunque sea de soslayo. En este caso, la autoridad del padre se manifiesta a través del incesto que comete con su hermana, que pasa de ser tía del joven Polzer a madrastra de facto.

En las primeras páginas de Los mutilados sabemos que Polzer descubre este hecho una noche que ve salir semidesnudo a su padre de la habitación de su tía. La situación que vive en casa es repugnante de por sí, y lo que viene a decirnos Ungar en esta novela es que cuando la corrupción se apodera de las situaciones, se normaliza, es cuando de verdad comienza a surtir sus efectos devastadores: poco después de conocer el incesto, su padre lo somete a severas palizas con ayuda de su tía, que agarra de los brazos al joven.

La relación del sexo con la violencia (su padre, la lujuriosa viuda Porges, los deseos humillantes de su amigo Karl Fanta, un episodio ridículo ocurrido con una joven llamada Milka) hace que Polzer sea una persona asexual, es decir, el escritor Hermann Ungar somete a su personaje a la negación pura del deseo, incluso del deseo sexual. Sin duda, las teorías de Freud están presentes a lo largo del libro con una evidencia manifiesta.

De ahí al sadismo solo hay un paso. Cuando se ejerce la violencia a través del sexo y no hay voluntad alguna por una de las partes, la felicidad sexual se trastoca completamente y se convierte en un infierno que, además, se traslada fuera del ámbito erótico para asentarse en la vida cotidiana. Así le sucede al gris empleado Polzer, que no es solo que sufra el sadismo de quienes lo rodena, sino que él mismo, con su actitud sumisa y pasiva, se presta como masoquista ideal.

Insistimos en que la falta de referencia de valores éticos es la gran propuesta de Hermann Ungar en Los mutilados. Para los lectores a los que les guste la literatura como un instrumento usado más allá del mero entretenimiento, Los mutilados es una obra perfecta. Es de esas novelas que “hacen pensar” además de ser entretenida y estar escrita con amenidad y sencillez: es admirable que la corrupción pueda ser explicada de una manera tan abordable.

Los mutilados. Hermann Ungar. Backlist.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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