Lunas de hiel. Pascal Bruckner

Portada de Luna amarga, de Pascal BrucknerLa suprema habilidad del malvado es descubrir su juego mientras lo lleva a cabo, es unir el impudor a la fechoría. Lunas de hiel (o Luna amarga, el título original) es de ese tipo de novelas eróticas que conjuga una trama perversa con un fuerte contenido sexual, de modo que uno no se entiende sin la otra. Escrita en 1981 por el francés Pascal Bruckner alcanzó pronto un éxito que se vio reforzado con la adaptación cinematográfica que hizo Roman Polansky en 1992, con bastante fortuna, aunque evitara llevar a la pantalla ciertas escenas sumamente escabrosas del texto.

En esta ocasión no estamos ante una novela erótica al uso, es decir, aquella que gira en torno al sexo, sino al deseo sexual, que es algo muy diferente. Quien más y quien menos hemos sentido alguna vez eso que se puede denominar pulsión sexual por una persona y cuyo origen puede obedecer a muy diversos motivos. Pero, ¿qué pasaría si esa pulsión sexual la llevamos hasta el extremo, si el deseo nos arrastra hasta el punto de no poder dominarlo? De esto trata esta obra.

Pascal Bruckner tuvo la feliz idea de reunir a cuatro personajes en un espacio cerrado, un barco que hace la ruta Marsella-Estambul. Solo serán cuatro días, pero los suficientes para que Franz, un hombre joven, aunque de aspecto muy envejecido, postrado en una silla de ruedas, cuente su perversa historia a Didier, un timorato profesor que viaja junto a su esposa rumbo a la India para encontrar algo de la espiritualidad que ha perdido el mundo occidental. Su encuentro con Franz lo devolverá de boca a un inesperado espiritualismo unido a la veneración por el cuerpo.

Esa historia de Franz comienza en un autobús de París, cuando conoce a Rebecca, una joven de 18 años cuya belleza lo exalta. Ella es una judía árabe, de baja extracción social, voluptuosa, provocativa. Él es médico, tiene solo diez años más que Rebecca pero inmediatamente piensa que ella le devolverá la juventud perdida en diversas relaciones con mujeres en la que ha perdido parte de su fe en las relaciones humanas.

Decir que se enamoran sería un lugar común: más bien se desean, al principio de una forma convencional, pronto de una manera enfermiza. El sexo lo es todo en sus vidas, un sexo que se va empobreciendo conforme lo van descubriendo. Sobre esa voracidad por encontrar lo nuevo, lo imprevisto, la aventura efervescente, las sensaciones nunca vividas, van construyendo su relación.

Franz se rinde ante el cuerpo de Rebecca: si ese cuerpo es perfecto, ninguna extravagancia será lo bastante grande como para rendirle homenaje. En esa veneración impecable el hombre se va destruyendo; es más, cree que ese cuerpo merece su propia destrucción. Todo lo que es Rebecca, todo lo que es y lo que contiene, precisa de una comunión, del exceso y de la exageración.

Ya no solo son sus pechos turgentes, su húmedo sexo que reclama continua atención, su espalda, sus pies, que lame hasta la extenuación: también es su orina, que Franz recibe como un bautismo cada día, que saborea para introducirse en las entrañas de Rebecca. La joven lo ama, tal vez de una manera distinta al amor con que le corresponde Franz, y le da todo lo que cree que él precisa, es decir, absolutamente todo, incluso sus excrementos, en un descenso a los infiernos de la voluptuosidad y la humillación.

Pero un día la diosa cae de su pedestal. De repente, la búsqueda de sensaciones desaparece del horizonte de Franz. Él ha tenido el orgullo de vivir el sexo no de una forma bestial, que al fin y al cabo es como él considera la cópula, sino con el refinamiento que se supone en alguien que ha sabido asimilar el avance de la civilización y llevarlo a su relación sexual. Esto se lo cuenta al asombrado Didier en el camarote de un barco, le reprocha de forma ladina que él y su mujer, dos simples profesores, hayan caído en el adocenamiento burgués, en la pasiva aceptación de la vida.

Para Franz, el odio hacia los demás se ha convertido en un rito: ahora lo ejerce sobre su improvisado oyente al igual que empezó a odiar a Rebecca cuando ella se dedicó a amarlo sin ofrecerle más novedades con su cuerpo o con su actitud, cuando comprendió que una –para él- vulgar peluquera asumía con incomprensible mezquindad que su cuerpo estaba desgastado para el placer imaginativo, cuando dejó de administrarle el carburante erótico que un día Franz confundió con el amor.

En ese momento, la humillación pasa a ser propiedad exclusiva del hombre. Rebecca sufre todo tipo de vejaciones, conoce todas las caras del desprecio, de la abyección, pero ella sigue al lado de Franz porque está enamorada de él. Después de una jugarreta bestial, cuando Franz ha decidido deshacerse definitivamente de su guapa pareja, él sufre un accidente.

Es necesario desconfiar de los seres que nos aman, pues son también nuestros peores enemigos. La relación entre Rebecca y Franz se convierte en una guerra de odios, y a la vez, son cómplices secretos de un permanente desprecio contra los demás. Ese desprecio llegará a Didier dentro de ese barco donde vivirá una pesadilla junto a su esposa, arrastrado por la atracción que siente por Rebecca, por el asco que le dan las palabras de Franz; en definitiva, por el mismo motivo que ha llevado a esta perversa pareja a seguir juntos: el deseo sexual desmedido, incontrolable.

Decíamos que Lunas de hiel no es una novela erótica al uso porque esconde un resorte que aparecerá cuando el lector menos lo espere. Esas conversaciones de Franz con Didier tienen un motivo oculto, al igual que la seducción que su esposa Rebecca ejerce sobre el excitable profesor. Es necesario saber hasta dónde te puede llevar el deseo sexual para conocer hasta qué punto te puedes rebajar para conseguirlo.

Esta novela habla de sexo, por supuesto, y del mal en estado puro, pero sobre todo desmenuza una de las peores perversiones que existen: la búsqueda inagotable de la novedad. Cuando el cuerpo se agota siempre queda la mente, y en la frustración que conlleva ese agotamiento, la mente ya no encuentra límites para explorar sus más oscuros y sucios rincones: es la atracción por la sordidez sin brillo, por la sordidez de las situaciones irremediablemente arruinadas.

Lunas de hiel. Pascal Bruckner. Ediciones B.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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