Qué grande era el cine

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Siempre se dijo que el cine era una fábrica de sueños, una suspensión de la realidad al servicio de una realidad mucho más rica, pero se conoce que los sueños han cambiado con el tiempo, y si antes eran en blanco y negro y los hombres vestían sombreros vaqueros o gabardinas de gánster, o el color era deslumbrante y los rojos eran otros rojos más pasionales que los de la desgastada vida y la luz tenía una contextura tangible, ahora más que sueños nos ofrecen pesadillas con trucos de Photoshop o soporíferos duermevelas para estómagos edulcorados. No soy sospechoso de pensar que cualquier tiempo pasado sea mejor, pero en lo que se refiere al cine me aqueja una nostalgia irremediable por las películas antiguas que pocas de las modernas consigue remediar.

La diferencia entre los filmes de Fellini o de Alfred Hitchcock y las películas actuales estriba en que nadie podrá volver a  hacerlas como ellos las hicieron, puesto que pusieron su sello propio en cada una de las escenas, porque por encima de los actores y los focos estaba su personalidad inconfundible de creadores de emociones, porque eran películas trabajadas con ese componente inevitable y único que sólo tiene la obra de arte. Lo que hay entre aquellos largometrajes y estos pasarratos es lo mismo que hay entre una sinfonía de Beethoven y las canciones del verano: el arte.

Cuando comencé a conocer el cine a fondo comprendí sin duda que era un compendio de todas las manifestaciones artísticas anteriores: algunos guiones eran tan ricos y complejos como la mejor de las novelas; en los decorados y los encuadres se contenían la elegancia de la arquitectura y la plasticidad de la pintura; la dinámica interpretación de los actores superaba muchas veces la artificiosidad del teatro; una buena parte de la mejor música del siglo XX, aquella que quedará para la posteridad por su fuerza y su belleza, se ha escrito para las bandas sonoras de las películas.

Empecé a prestar atención, y más tarde a saberme de memoria, cada uno de esos nombres que aparecen al principio de las películas y en los que nadie repara, si no son los de los actores principales. Ellos eran (algunos aún lo son) los auténticos artífices de ese arte esplendoroso que nos ha legado el cine durante años.

Ben Hecht, Bernard Herrmann, Thelma Schoonmaker, Saul Bass, Néstor Almendros, son nombres que prácticamente nadie conoce. Cada vez que aparecían -o aparecen- en los títulos de crédito, había como una ilusión añadida, una esperanza de felicidad que nunca defraudaba. Y detrás de todos ellos, siempre aparecía la persona del director, pequeño dios que reunía y amoldaba los materiales para crear su propio universo con el que conseguía poblar nuestras fantasías.

Pero el cine es un negocio, y un negocio muy caro, y detrás de los directores siempre surgió la polémica figura del productor. Mientras los productores fueron amantes del cine, no hubo demasiados problemas. Sólo los justos para negociar con sus inflados egos. El problema surgió  cuando el cine se puso en manos de meros contables que sólo buscan el beneficio de su empresa y la gestionan igual que lo harían con una fábrica de compresas o de utensilios para el jardín.

Se dice que el público de las salas de cine es mayoritariamente adolescente (o tiene mentalidad de adolescente, que esa es otra), y a la vista de las películas infumables que le ponen, se comprende que los productores hayan encontrados en él el filón que tanto deseaban. No hay caminos fáciles para el arte. En el cine de ahora no hay nada que pensar, no hay historias complicadas ni diálogos sutiles sino historias precocinadas, efectos especiales y finales pasteleros. A los jóvenes sin formación literaria ni experiencia vital es fácil darles gato por liebre. Y eso es lo que les dan para desencanto de aquellos que nos hemos criado con las hermosas tramas del cine auténtico: un insípido producto de microondas.

En el arte, y en general en cualquier faceta de la vida, los mundos personales requieren algo que ya es casi inconcebible en esta sociedad del espectáculo: que el público se haga al autor. La obra no se haya previamente masticada y digerida para que entre como papilla para el consumo masivo, sino que es la mente de cada cual la que ha de descubrir por sí misma un gusto, una estética, un mensaje o una forma de hacer que antes no existía, que es propiedad exclusiva del autor y no admite franquicias, secuelas ni imitaciones.

Uno apenas tiene envidia de nada, pero si de algo tengo realmente envidia es de los ojos de Billy Wilder, que vieron pasar ante su mirada incisiva y brillante a los grandes mitos del séptimo arte: a las faldas volátiles y blanquísimas de Marilyn Monroe, a Jack Lemmon con los labios pintados de carmín, a un elegante Humphrey Bogart enamorado de la belleza intemporal de Audrey Hepburn, y a tantos y tantos personajes de aquel Hollywood irrecuperable y glorioso que nos enseñó que se podía hacer arte en celuloide de 35 mm.

Con aquellos ojos, que siempre recordaremos detrás de los gruesos cristales de sus gafas, como si hubieran tenido la facultad de aumentar los pequeños detalles de la condición humana, Billy Wilder retrató la inteligencia con la maestría que sólo está al alcance de unos pocos privilegiados. Por suerte, nos quedan sus películas, aquellas maravillosas historias que ahora vemos desde la misma perspectiva que vieron sus ojos, que era el ojo de la cámara.

Durante sus últimos 20 años, Billy Wilder no pudo hacer ninguna película porque ningún productor lo escuchaba. Y no fue el único. Cuando un genio en su arte no puede desarrollarlo, es que ese arte está acabado. Él mismo se quejaba amargamente: “Nadie escucha, el público se sienta y espera que les asalte una serie de obstáculos y sensaciones fuertes. No encajo en ningún sitio”. Su estatura fue tan grande, su mirada irónica y desencantada fue tan sabia, que los tiempos se le quedaron atrás. Como él diría, nadie es perfecto.

De pie.- Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silverman. Sentados. – Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock and Rouben Mamoulian. (Fotografía de John Greco, 1972)
De pie.- Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silverman. Sentados. – Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian. (Fotografía de John Greco, 1972)
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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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