Septiembre. Woody Allen

septiembre

Qué mejor que comenzar este mes de septiembre recordando una de las películas menos conocidas y, para muchos, una de las peores de la filmografía del genial Woody Allen. Creo que el hecho de que esta película de Woody Allen no gustase puede tener su explicación en que el director trata de alejarse de su estilo propio para acercarse más a la dramaturgia, y aunque la crítica la considera una película heredera de su admirado Bergman, yo personalmente le encuentro más similitudes con el mundo del teatro, y me hace evocar algunas piezas de Chejov, en menor medida a Ibsen, e incluso un poco a Eugene O’Neill.
 
En cualquier caso, la película tiene un corte intimista y, al igual que sucede con su filme Interiores, la acción se desarrolla en un escenario cerrado y aislado, más en concreto dentro de una casa de campo, lo que hace que, conceptualmente, esta película parezca una obra de teatro filmada.
 
El argumento es un drama psicológico que gira en torno a la complejidad las relaciones humanas. La protagonista, Lane, (interpretada por Mia Farrow) es una mujer depresiva (hasta el punto de que ha intentado suicidarse en varias ocasiones), introvertida y frustrada, sobre la que pesa el recuerdo de un traumático crimen (la muerte del amante de su madre) que la deja marcada. Vive en una vieja casa familiar en el campo, en un ambiente tranquilo que favorece su sosiego espiritual. Está profundamente enamorada de Peter (Sam Waterston), su inquilino, un escritor que busca en su estancia en la casa de campo la tranquilidad necesaria para dedicarse a su novela. Sin embargo, el amor de Lane no es correspondido, ya que Peter está enamorado de Stephanie (Dianne Wiest) quien es la mejor amiga de Lane. Cuando Diane (Elaine Stritch), la madre de Lane, llega a la casa de visita con su nueva pareja, el mundo de Lane saltará por los aires y aflorarán todos los rencores, rencillas y deudas no saldadas del pasado, con las consiguientes frustraciones y el inevitable drama propio, como hemos dicho, de excelentes dramaturgos como Ibsen, O’Neill o Chejov.
 
Aunque no era la primera vez que Allen había ensayado el drama, esta película no fue bien recibida, aunque Woody Allen demostró, en mi opinión, que era perfectamente capaz de rodar otro tipo de películas que no tenían por qué ser necesariamente comedias. Puede que los diálogos no sean tan naturales o tan espontáneos como en sus comedias, pero creo que la explicación de este hecho es la teatralidad que rodea al guión, así como la estética del rodaje: interiores filmados con luz natural, destacando especialmente la escena del apagón, cuando todo queda a oscuras y la luz de las velas es la única que ilumina la escena. En este sentido creo que debe destacarse la magnífica labor que realizó el fotógrafo Carlo di Palma, uno de los habituales de Woody Allen, y en general, la puesta en escena, los detalles de la decoración, cada plano, cada movimiento de cámara, está milimétricamente estudiado para conseguir una película estéticamente irreprochable, y quizá sea ahí donde le puedo encontrar una mayor similitud al cine de Bergman: en la precisión, en el formalismo estético.
 
Independientemente de que esta película guste más o menos que el resto de la filmografía de Allen, insisto en referirme a ella precisamente porque es una de las menos conocidas y más olvidadas. Sin embargo, creo que es una obra importante dentro de su filmografía, necesaria para comprender el resto, precisamente por lo que tiene de diferente, porque en ella se pueden apreciar muchas de las obsesiones de este director, aunque presentadas de una forma que no es habitual en él, usando un esquema de realización que, sin ser original ni innovador, tiene el acierto de presentarnos un retrato cruel y descarnado de la sociedad moderna: personas desquiciadas, infelices, insatisfechas, con una buena dosis de neurosis, un espejo que nos muestra de forma totalmente objetiva un modelo de personas propio de finales del siglo XX, con el que todavía nos podemos identificar en muchos aspectos. La cuestión es: si nos asomamos a ese espejo ¿nos gustará ver lo que encontraremos?
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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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