Una gata sobre un tejado de zinc caliente. Tennessee Williams

Antes que nada, una aclaración.

En los últimos días, hablando con varias personas, ha salido a colación que iba a ver la nueva versión teatral de «La gata sobre el tejado de zinc», ante lo cual, con unanimidad, se me ha contestado: «¡Qué bonita!». A lo que he replicado en todas las ocasiones: «Bonita, no».

Efectivamente, el texto de Tenesse Williams puede ser muchas cosas, pero bonito no es en absoluto. Más bien al contrario, se trata de un compendio de cosas horribles, de personajes viles y de relaciones sucias, viciadas. En tales circunstancias, se me presenta una reflexión desde la cual me gustaría enfocar esta crítica: ¿acaso no asumimos ciertos iconos del Arte en general y más particularmente del cine como una suerte de deidades y ni siquiera nos paramos a analizar?

«La gata», la Maggie de Elizabeth Taylor, es uno de ellos.

Como lo sería la Escarlata de Vivien Leigh, o la Sugar de Marilyn, o incluso la Sally de Liza Minelli. Son interpretaciones que han trascendido el tiempo e incluso las propias películas, se han elevado a la categoría de icono. Y eso hace que el signo, la representación, esté por encima del discurso, el valor que se le ha otorgado supera con creces cualquier lógica y valoración estética o moral. ¿Acaso no nos plantamos delante de la Balsa de la Medusa en el Louvre y soltamos un «¡qué bonito!» y nos quedamos tan contentos? Pues no, no es bonito, son una panda de marineros que están desesperados por sobrevivir a un naufragio. No es bonito.

Ahora, por más que queramos, por más que nos esforcemos en ir con la mente abierta, irremediablemente, Elizabeth Taylor está marcada a fuego en el imaginario colectivo, agarrada al cabecero de la cama, en combinación, rogándole a Paul Newman que le eche un polvo. Poco importa que en el segundo y el tercer acto del texto original y de la película su personaje se diluya y tenga más bien poco que decir; poco importa que la destrucción de la salud mental de la familia y de sus relaciones cordiales sea el hilo argumental; Elizabeth Taylor está guapísima y también está impresa en millones de monederos, de pósters en la FNAC, y calendarios. Eso hace que La gata sobre el tejado de zinc, sea bonita, porque de la parte se crea un todo, del icono, se escinde un producto que no existe. Del mismo modo que el común de la población adora a Holly Golightly y se siente «identificado» con una Audrey Hepburn que, en definitiva no era más que una prostituta con ínfulas y tendencias bipolares, pero, eso sí, vestía ideal ataviada de Givenchy robando caretas y diciendo que nunca había paseado por la Quinta Avenida a la luz del día.

Así las cosas, nos resulta casi una aberración la osadía de volver a adaptar un texto tan mítico, algo que ya forma parte del sacrosanto santuario de los clásicos del cine. Algunos comparan revisitar ciertas obras con volver a pintar obras pictóricas, pero, ¿por qué esto tiene que ser prejuzgado como innecesario? Muchos grandes pintores han revisitado obras de ineludible repercusión en la historia del arte, de Francis Bacon al mismo Picasso. Entonces, por qué bloquearnos ante una nueva versión de un texto cuyo, no lo olvidemos, fin último es el de ser reinterpretado y revisitado, ya que, a fin de cuentas, es eso lo que hace que una obra esté viva: el que sea representada, estudiada, subida a un escenario y arriesgue con los enfoques de los personajes. Si no, sólo es papel y recuerdos, en el mejor de los casos. Si no, sólo queda el olvido.

Pero volvamos a lo que interesa, esta «gata» de Amelia Ochandiano presenta, de antemano, una factura impoluta: técnica y estéticamente es una delicia para el espectador, su escenografía y diseño de iluminación son sobresalientes. Con una acertada creación de un espacio posterior, la galería que comunica las habitaciones por fuera y que divide el escenario en dos, partido por cortinas que no dejan de moverse por la brisa de un atardecer que comienza claro y que va tornándose más y más ocuro conforme avanza la obra.

En cuanto al trabajo de los actores, Maggie Civantos, actriz de apariencia frágil y vulnerable, un poco chillona y con tendencia amable, nos regala una Maggie más blanda de lo que cabría esperar, de lo que se presupone al personaje; sin embargo, resulta gratificante el que la apuesta haya huido por completo ante los cánones que vienen establecidos, esa Maggie voluptuosa y carnal se torna en la piel de la de Málaga en un pajarillo malicioso y propone un giro no desprovisto de garra aunque sí deudor de un poco más de peso sobre el escenario. El trabajo de Civantos sobre el escenario -ese primer acto sostenido exclusivamente sobre sus hombros, es uno de los textos más codiciados entre las actrices (de más edad, todo sea dicho), un tour de force con un partenaire ausente, un Brick que mantiene una relación exclusiva con el vaso lleno de wisky- choca ante el espectador en un primer momento, a quien le cuesta creer la desgarrada desesperación de esa mujer abandonada; aunque se va consolidando -palabra a palabra, gesto a gesto- una empatía que le hace cómplice, un goteo a lo largo de todo el acto que va desde la ligereza con que empieza hasta la tristeza por su frustración ante Brick.

El trasiego de secundarios, todos ellos excelentes, que entran y salen de escena, siempre interrumpiendo e intentando cotillear en la intimidad del dormitorio, orquesta un divertido ballet que aligera el producto y que realza el trabajo de los protagonistas, dos bombas de relojería, cada vez más cargadas y a punto de explotar.

Una vez superado el primer acto, con la irrupción en el escenario de Juan Diego, que ofrece un trabajo sobrio, sobrecogedor, calculado y certero (sobra decir que ha sido, es y será uno de los mejores actores de nuestro país); apoyado en la réplica de Ana Marzoa, como de costumbre, en estado de gracia; el conjunto despega y se consolida la propuesta de Ochandiano. Una versión dura y desgarrada, bastante más explícita y sangrante que la cinematográfica, que dista de agradar en la butaca, acercándose más hacia el retorcido discurso del Williams que firmara obras maestras como «De repente, el último verano», «La noche de la iguana»  o «Un tranvía llamado deseo», siempre interesado por las relaciones más pútridas y ávido de bucear en los más recónditos y oscuros rincones del alma humana, con esa pluma poética y a la vez mordaz; cínica y heredera de cierta melancolía de la proverbial inocencia sureña.

Es esta una buena versión, un placer para aquellos que disfrutan de una puesta en escena que no pretende epatar al espectador con golpes de efecto ni pirotecnia, que se atreve a esquivar maniqueísmos con soltura y destreza. Por más que no, no resulta, ni resultará bonita.

Una gata sobre un tejado de zinc caliente.

Dirección de Amelia Ochandiano.

Teatro Buero Vallejo de Guadalajara.

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